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Juan Benet: Saúl ante Samuel

Saúl ante Samuel, de Juan Benet, ha sido publicada por Alfaguara.

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La novela cuenta cómo habiendo sido apresado por la milicia republicana Martín, el padre de éste encarga a su hijo menor, Emilio, estudiante en Madrid, que se una al bando republicano al objeto de evitar el fusilamiento de su hermano mayor. Emilio tiene una relación adulterina con su cuñada, de la que es testigo su primo Simón. Junto con la abuela que lee las cartas y hace el papel de sibila, éstos son los personajes centrales. Martín muere por acuerdo entre Emilio y su cuñada ante el silencio aquiescente de Simón; quizá muere por mano de Emilio, quizá por mano de un tercero incitado por la cuñada. En todo caso, se consuma el fratricidio, que aparece así en relación con la lucha fratricida entre republicanos y nacionales de la Guerra Civil, el relato de cuyas operaciones militares en Región completa el cuadro novelesco. Los símbolos abundan, los misterios también (¿acaso esa cuñada esquiva que provoca el drama y no acaba siendo de ninguno no es el territorio mismo de la lucha?). Pero henos ante el problema principal de este libro: su hermetismo.

Se suele identificar a Samuel con Simón, el primo, y a Emilio con Saúl. Sin embargo, hay que hacer una buena pirueta sobre el Libro de los Jueces. Es cierto que Emilio es guerrero, pero no lo es menos el mayor, Martín, guerrero y mujeriego (hay una violación en su haber y la seducción de la muchacha de arrabal en el refugio donde se esconde); en cambio, Simón ni es juez –pues no juzga– ni es vidente –pues lleva esperando una vuelta del hermano menor cada vez más lejana, por no decir incumplida– y sí es, en cambio, una figura recurrente en la obra de Benet: es el que espera. Y por eso Emilio no será el que vuelva sino solamente el esperado. La figura más emblemática de la espera en la obra de Benet es el Numa, el solitario de la montaña cuya espera es semejante a la del sacerdote del bosque de Nemi; pero Simón no aguarda a ser destronado pues, como veremos más adelante, su actitud es en realidad un final. Simón pertenece al grupo de los que aguardan, como el doctor Sebastián de Volverás a Región o la Demetria de Un viaje de invierno. Simón medita y los hermanos actúan mientras las mujeres –la abuela y la cuñada– atraviesan y marcan el relato. ¿Por qué espera Simón, nutriendo su espera de la cavilación y la memoria a propósito antes que de la historia en que se sustenta esta última? Si el lector recuerda el prólogo durante la lectura, concluirá que todo cuanto sucede está sucediendo en una especie de eternidad, porque todo parece suceder alrededor de una espera sin fin. Pero la eternidad es también, desde el punto de vista literario, el texto en suspensión o, también, la literatura en su estado más puro. Y este es el primer paso para comprender que el hermetismo del libro se produce a medida que en éste se introduce el misterio del texto, pues la pureza literaria (entiéndase que hablo de pureza como esencialidad, no como incontaminación) es un estado insondable y misterioso en sí mismo. Gonzalo Sobejano, en un trabajo agotador para desentrañar el argumento de Saúl ante Samuel, cita una pregunta de Benet en El Señor abandona a Tobías: «¿Es que alguna teoría del lenguaje o cualquier otra ciencia ha explicado dónde están el presente, el pasado y el futuro, dónde las respectivas fronteras, hasta dónde los dominios, qué les distingue?». La escritura no lo explica, pero en ella se establece lo que la vida no acierta a ordenar.

«¿Volverá esa balbuceante juventud que utiliza las palabras sin pensarlas porque no tiene tiempo para ello? ¡O más bien volverán sólo las palabras, gravadas de duras significaciones que la experiencia devuelve al verbo a cambio del expolio o depauperación del ánimo!», dice Simón al comienzo de su extenso monólogo central y, tras referirse a quien no supo ocupar su puesto o se mantuvo al margen de la contienda (él mismo, en fin de cuentas), y añade: «Así será o así es ya, esa retroactiva y purgatoria eternidad nacida al conjuro de las palabras que el yo repite una y otra vez…». Con estas palabras se define Simón como el que observa desde la inacción, reconoce su culpa por omisión, justifica su monólogo e integra el texto en esa suerte de eternidad que es la obra resuelta y autosuficiente, la conquista por parte de Benet de la pureza literaria (lenguaje, texto) como un estadio superior donde la vida se representa a voluntad y el pensamiento se ordena en torno a la narración. Ello encaja en la concepción de la novela como estampa que puede encontrarse en su ensayo sobre el Quijote y así sucede en ésta, tanto para el personaje Simón como para su concepción general. Aceptando esa conquistada autonomía del texto, se entienden bien las palabras de Benet acerca de su novela cuando dice: «Los verdaderos protagonistas de mi novela, como podrían ser los personajes, el argumento, los caracteres, fueron esquematizados lo más posible, porque lo que me interesaba era otra cosa». En realidad lo que el autor emprendió en este libro fue una suerte de summa de su experiencia y el traslado de ésta a la estampa literaria, que es su verdadero espacio literario.

La de Benet es aquí, en principio, una escritura del pensamiento, un largo interrogatorio acerca de los comportamientos del ser humano y de los conceptos que este análisis elabora; pero, a diferencia del pensador, que articula un discurso lógico, el de Benet posee la articulación de un discurso narrativo. Es decir: narra pensamiento. Esto bien podría considerarse una afirmación extravagante o caprichosa si no fuera porque la narratividad del discurso asienta el peso de su argumentación en la analogía de la imagen y no en el orden de los conceptos. Una imagen sencilla servirá como ejemplo: «En silencio y a oscuras, un yo secuestrado por la palabra va rellenando de experiencia el vacío que éstas dejan entre sí». El hermetismo, pues, no proviene de un afán deliberado de oscuridad ni de otra confusión que no sea la de tratar de entender la vida con los limitados medios de que disponemos, sino de una elección única, singular, que hace que Saúl ante Samuel sea como es y de ninguna otra manera. Los personajes –cuya historia se repite una y otra vez, sobre la cual vuelve el autor como se vuelve sobre una estampa– se convierten en los sujetos que sostienen una armazón que permite a las imágenes literarias situarse para construir la novela, por eso están simplificados: no son los conflictos de unas almas perdidas lo que aquí importa, sino un conflicto de valor general que incide sobre los comportamientos humanos. La doctrina dice que el gran tema de Juan Benet es la ruina, la ruina física, moral y aun geográfica de un país y de un pueblo. Es cierto que la ruina es el nutriente de esta larga meditación narrativa, pero no me parece que sea el objetivo final.

Los dos hermanos son dos partes de la contienda civil; dos actitudes algo azarosas, pues parecen adherirse a cada una de las partes según los sucesos que les afectan y no según una ideología preconcebida. Finalmente, sabemos que Martín era de carácter anarquista en el fondo de su pensamiento y que Emilio se parece más a un aventurero que a un convencido defensor de la República. Pero hay algo que no es azaroso: el fratricidio. En la novela se deja ver en varios momentos cómo su cuñada propone al hermano menor la desaparición del mayor, pero la formidable escena del beso («No, no fue en la mejilla. Fue en ese punto entre la mejilla y el lóbulo…») contiene la propuesta explícita. Hay, además, una curiosa escena en la que dos soldados escapan al peligro y se echan a dormir y, al amanecer, el pequeño (así se le denomina) despierta y, sin más, descerraja dos tiros al otro con su pistola. Mucho más adelante, como de pasada, aparecerá en la novela un cadáver en descomposición que, sin duda, es el del hombre asesinado. ¿Es el relato del crimen? En mi opinión, no. Es el relato de un crimen que opera como un sueño dentro de la realidad; todo sueño tiene un pie en la realidad y el otro en su propia lógica. La realidad es, en este caso, el fratricidio y el valor de la escena referida es claramente simbólico, además de inquietante. Lo que sucede es que tampoco acaba Benet de precisar si es el menor o un tercer individuo el que mata al mayor, pero su actitud es lógica: ¿para qué detenerse en aclarar ese punto cuando el fratricidio lo es de todas maneras por muchas razones, incluida la sinrazón de la contienda? El mensaje es claro: no es al dato costumbrista ni a la evidencia realista al que apunta el trabajo de Benet, sino que se aparta enérgicamente de satisfacer la curiosidad más superficial del lector para obligarle a levantar la mirada del suelo.

Así que dejemos de un lado a la abuela, cuya existencia de sibila apocalíptica es bastante clara, dejemos a la esposa y cuñada, dejemos de lado la anécdota casi costumbrista de Pie de Rey y sus amigachos, y centrémonos en la figura que realmente ocupa el relato de principio a fin, bien por su propio discurso –parte III, central–, bien por la voz del narrador. Simón, mientras espera, no hace otra cosa que encubrir o purgar su inacción. La guerra se acabó convirtiendo en guerra salvaje, en perfecta consonancia con las palabras de Yahveh que Samuel transmite a Saúl sobre el exterminio (genocidio, diríamos hoy) de los amalecitas. De hecho, la representante del Comité que habla con Emilio hacia el final de la novela y de la guerra preconiza algo parecido («Ninguna ocasión como ésta para no conceder tregua alguna, ¿te enteras? No habrá cuartel») y tanto ella como la sibila coinciden en reconocer que la paz no valdrá de nada, que todo el sentido de lo que sucede está en la guerra y en la destrucción. Posiblemente lo cree también Emilio y lo hubiera creído Martín.

Simón, que se considera culpable del fratricidio por omisión, además de su fugaz encuentro con la mujer, es el que espera sobre la ruina. «La moral es un castillo de naipes –piensa Simón–, la caída de una pieza resulta decisiva». Así ha justificado para él, para el padre, para el alcalde, para la tía Sunta, el desastre, así ha sido el resultado de esa guerra sobre cuya ruina medita y habla Simón, este Samuel incapaz de juzgar y de actuar, dejado de la mano de Dios, de su familia y del hermano menor que le pidió que esperase su vuelta. Esa es la gran coartada de Simón, la vuelta del pequeño. Han transcurrido… ¿veinte, treinta, cuarenta años quizá? No se sabe bien, da igual, es la atmósfera del relato de eternidad sin tiempo y de obsesivo repaso de una hecatombe familiar y nacional la que verdaderamente importa, la que se impone. El mismo prólogo es revelador de ese estado de cosas. Dice Simón (dirigiéndose figuradamente al hermano menor): «No sé si volverás pero lo cierto es que aquí estoy y aquí seguiré y no abriré esa puerta más que a ti, tanto si vuelves como si no. No me preguntes por qué lo hago. No lo sé. Lo hago y basta y buscar la razón de ello no es más que un entretenimiento que para serlo cabalmente ha de tener, como todo juego, un final: por eso la causa dice siempre: yo soy el fin». No olvidemos esta afirmación: la causa es el fin.

Hay una escena al inicio y al final que se repite con palabras muy semejantes. A la aparición de alguien innominado ante la casa, quizá sólo por el instante de una duda, de un titubeo, Simón retira el visillo, mira y lo deja caer; entre ambos actos, la duda acerca del innominado: una duda que trae consigo esperanza, revelación, inquietud, confirmación… Finalmente se dice en tono perentorio: «No salgas; no vuelvas a abrir la ventana, corre el visillo. No te muevas; observa tus manos y dime para qué valen». Al final, Simón retira la mano del visillo de la misma ventana y la novela termina así: «No abras, retírate. Observa tu mano y dime para qué sirve. Espera. Retírate. Todo ha de seguir». La diferencia central es la última frase. Todo ha de seguir. ¿Qué ha de seguir, la ruina? No solamente: también la actitud de Simón; el esperante es también el escondido; el escondimiento y la inacción han sido su vida. Quizá toda la novela transcurre en un momento, apenas un par de minutos separados por la caída de un visillo, que se corresponde con el tratamiento literario del tiempo. Quizá no quiera reconocer al pequeño, si es que era él el que titubeó ante la casa o cuando aparezca algún día. La espera es en sí la vida, una espera cautiva de la cavilación, inmóvil, recurrente, casi insomne. El gran tema no es la ruina sino la incomprensión del mundo, la pérdida del sentido de la vida (representada por la pérdida del sentido de la espera, no por el olvido de las cosas y los hechos). Esa es la espera. La incomprensión del mundo es lo que hace que la causa (el fratricidio) diga ser el fin (la espera). Simón no admitirá nunca que el hermano menor vuelva realmente, si es que vuelve.

Robert Graves sostenía en aquel un tanto tramposo, pero bellísimo libro sobre la poesía titulado La Diosa blanca, que el poeta tradicional era el cantor de la casa de la Diosa hasta que, entrando brutalmente en ella, la puso patas arriba, la desordenó de tal modo que resultaba irreconocible y por eso los poetas modernos ya sólo podían cantar, incapaces de recomponerla, el destrozo causado en la casa de la Diosa. La novela de Benet canta el destrozo de la vida y, sintiendo la impotencia de la incomprensión del mundo, construye un canto que, al menos para sí mismo, es autosuficiente y en él pone, como dije, su experiencia de todo lo que sabe u opina para sacar adelante esa construcción. Sobejano decía del libro que es uno de los más altos poemas novelescos de nuestro tiempo. Lo es, en efecto, si consideramos lo mismo respecto de La muerte de Virgilio, de Hermann Broch.

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Ficha técnica

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