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John Lawes, pionero de la agricultura científica

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Este año se cumple el bicentenario de John Lawes, un hombre popularmente desconocido cuya importancia trasciende el ámbito concreto de su especialidad, al ser un claro exponente de una larga y aún viva tradición británica de personas acaudaladas que dedicaron sus recursos y su actividad a la investigación. Entre éstos se encuentran científicos como el mismo Charles Darwin o Peter D. Mitchell, premio Nobel, autor de la teoría quimio-osmótica como base de la bioenergética: ambos desarrollaron sus obras en sus respectivas casas y a su costa.

John Bennet Lawes acabaría convirtiéndose en una autoridad incuestionable en la mayoría de los aspectos de la ciencia agronómica. Heredó Rothamsted, una extensa finca con casa señorial en Harpenden, cerca de Londres, una propiedad que había pasado de padres a hijos desde tiempo inmemorial y que él acabó convirtiendo en una estación experimental que serviría de modelo a las numerosas instituciones similares que fueron creándose en todo el mundo a lo largo del siglo XIX. Hoy en Rothamsted, en pleno siglo XXI, sigue generándose conocimiento científico de primera línea. Lawes llegó casi a su treintena llevando la descuidada vida de los jóvenes adinerados ingleses, que en su caso incluyó su presencia en las barricadas en el París de 1830.

Educado en Eton y Oxford, curioseó con intensidad diversas materias y desdeñó obtener un título universitario, algo que hacían no pocos jóvenes sin problemas económicos en esa época. Finalmente sentó cabeza y decidió destinar sus recursos a buscar fundamentos científicos a la actividad agronómica, convirtiendo su finca en un extenso mosaico de parcelas experimentales. El todavía joven Lawes se atrevería pronto a polemizar con éxito con el mismísimo Justus von Liebig, en la cumbre de su reconocimiento como autoridad indiscutible de la ciencia agronómica. Lawes decidió también fundar la que sería la primera fábrica de abonos sintéticos de la historia. Canceló su viaje nupcial e invirtió todo el capital de que disponía, arriesgándose a la ruina, para fabricar «superfosfato» a partir de huesos triturados y ácido sulfúrico. El éxito de este empeño le permitió financiar con desahogo la operación de Rothamsted, hasta que muy astutamente supo prever la aparición de nuevas fuentes de abonos sintéticos y vendió la fábrica antes de que se echara encima la crisis. Fundó entonces una fábrica para producir ácido tartárico y ácido cítrico para la industria alimentaria.

En los campos de Rothamsted se plantearon multitud de experimentos, algunos que duran hasta la actualidad, para responder a preguntas fundamentales sobre la producción agrícola. Se dispusieron grupos de parcelas equivalentes para comparar diversas prácticas productivas: laboreo frente a no laboreo, monocultivo frente a diversos tipos de rotación de cosechas, dosis óptimas de abonado, el suelo y la especie vegetal, cuestiones todas que aún hoy necesitan atención. Contrató a Joseph Henry Gilbert, quien llegaría a ser un científico eminente y con quién firmaría buena parte de sus trabajos científicos, que serían enviados para su publicación con una cadencia bastante regular de un trabajo cada cuarenta días.

A pesar de no escatimar recursos para el funcionamiento de su estación experimental, llegó a acumular una considerable fortuna, que le permitió incurrir en su mayor dispendio conocido: la caza al acecho de ciervos y la pesca con mosca en sus propiedades escocesas, en las que pasaba grandes temporadas, dejando el timón de Rothamsted en manos de Gilbert.

Con motivo de su bicentenario se ha publicado un interesante libro biográfico, titulado John Lawes of Rothamsted. Pioneer of Science, Farming and Industry, cuyo autor es George Vaughan Dyke, testigo y conocedor de una aventura que ha perdurado más allá de dos fronteras finiseculares.

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Ficha técnica

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