Buscar

Filosofía mundana

INGENUIDAD APRENDIDA

Javier Gomá Lanzón

Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona

175 pp.

17 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

El destino de la filosofía y su incierta situación al final de la modernidad es un tema de meditación recurrente durante todo el siglo xx y no parece que en estos inicios del xxi vaya a cesar, sino más bien a reforzar su carácter acuciante, dadas las condiciones poco propicias para su desarrollo en el mundo contemporáneo. Pero las reflexiones un tanto amargas sobre el creciente distanciamiento entre la filosofía de gran formato y la sociedad tecnificada del capitalismo avanzado, que culminaron en el tópico del final de la filosofía y su estela de múltiples post- (posmetafísica, posmodernidad, etc.), conforman ya una larga tradición, cuya sola permanencia resulta un desmentido de su propia tesis. Por eso conviene ser prudentes y abordar la situación, desde luego difícil, de la filosofía con mesura, realismo y alejándose de la sobreactuación y las afirmaciones infladas. A esta tarea contribuye, con brío, Ingenuidad aprendida, el último libro de Javier Gomá. En él se plantea, una vez más, el lugar y el papel de la filosofía, pero su hilo conductor no son los tradicionales problemas epistemológicos del saber filosófico ni el sentido del devenir histórico de la filosofía moderna, sino la situación político-moral de la sociedad actual. Es una interpretación de la peculiar conformación del espacio público contemporáneo lo que late en la reflexión de Gomá sobre la filosofía. El libro, compuesto por diversos ensayos independientes, se presenta como una visión ex post de sus libros anteriores, anudados por la idea de ejemplaridad (Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo y Ejemplaridad pública), visión centrada en el tipo de filosofía que implícitamente preconizan y en la actitud metódica que ejercen. Y ahora lo implícito se torna explícito y el libro se convierte en «un grito de guerra» en pro de la «filosofía mundana» y de la actitud que le es propia, la «ingenuidad aprendida».

Gomá parte de que el subjetivismo de la modernidad, que él lee esencialmente desde el romanticismo de Herder, no desde el universalismo de Kant, ha difundido un modelo de individuo humano que exalta todo lo que de original, creativo e irrepetible hay en él, todo lo que le distingue de los demás, lo cual ha engendrado un individualismo radical inspirador de «un nihilismo que cuestiona las legitimidades tradicionales, las creencias y costumbres colectivas históricamente cohesionadoras». Su última consecuencia son los movimientos liberacionistas de los años sesenta del pasado siglo y la posmodernidad subsiguiente. Tal individualismo ha despojado a todo lo público de su poder de atraer e incorporar a los sujetos-ciudadanos, reduciéndolo a constricciones burocráticas sin alma, y a su contrapartida, la vida privada, le ha sustraído toda idea de normatividad, convirtiéndola en un territorio sin ley: «Burocratización y anomia son los dos signos distintivos de la cultura contemporánea». La hora, sin embargo, ha llegado de, culminada la liberación -subjetiva, reencontrar, asumiendo los logros de la subjetividad moderna, los lazos político-morales que ligan el individuo a la sociedad y al Estado, de recuperar, en suma, la base perdida de la dimensión pública de la subjetividad liberada. Retomando sus trabajos anteriores, Gomá adopta la ejemplaridad pública como el concepto que recoge esa dimensión, pues ella destaca el carácter siempre generalizable de la conducta individual a la vez que la receptividad de esta para el valor de lo ajeno. Ejemplaridad es, así, un ideal moral que trasciende la diferencia entre lo público y lo privado, que abre la vida privada a la virtud y a la responsabilidad y dota a lo público del mínimo de «buenas costumbres» que toda democracia necesita.

Una tal propuesta es, desde luego valiosa y asumible, pero, por necesaria que sea, no puede descansar en el puro voluntarismo de las buenas intenciones, pues corre el peligro de convertirse en algo sin arraigo en la vida de la gente a quien se dirige. Ingenuidad aprendida no se hace cargo explícitamente de él, pero trata de alejarlo de facto mediante el recurso a una «restauración de una paideia integral que comprenda todas las dimensiones unitarias de la personalidad», ausente hoy de la vida pública. Pero, sobre todo, tratando de fundar la ejemplaridad en rasgos esenciales de la misma cultura que la socava. Es lo que lleva a cabo, en uno de los momentos más interesantes del libro, con el intento de soldar el indiscutido igualitarismo democrático de nuestra época a la ontología de la finitud de las filosofías existenciales y hermenéuticas. Resulta, sin embargo, dudoso que la finitud ontológica vaya a tener más suerte que la tradicional idea de naturaleza humana para legitimar el principio político-moral de la igualdad entre los hombres. Si esta pudo ser rechazada en la modernidad sin caer el principio de igualdad, no se ve qué nuevas garantías va a ofrecer la finitud por sí sola, a no ser que la pensemos ya revestida de dignidad, un concepto moral al fin y al cabo. Los más potentes filósofos contemporáneos de la finitud, como Heidegger o Gadamer, no han sido precisamente un ejemplo de esa legitimación. Por ello, más que el intento de derivar la igualdad de la finitud, resulta prometedora la tendencia de Ingenuidad aprendida de componer, entre ambas «experiencias colectivas fundamentales del siglo xx», una nueva forma de asociación.

Pero, sin duda, lo más atractivo del libro es la consecuencia para el pensamiento filosófico que Gomá saca de la necesidad de reactivar la dimensión pública, su defensa de lo que llama «filosofía mundana». Una denominación que tiene su historia; elevada a concepto por Kant, fue esgrimida en el siglo pasado como arma arrojadiza contra Ortega, motejado de «filósofo mundano». El razonamiento que a Gomá le conduce a ella es sencillo: a la idea de ejemplaridad le es imprescindible el sostén de un espacio público común, de una mínima universalidad, de un cierto suelo de valores compartidos; la filosofía, en el cruce de finitud e igualdad, tiene que afincarse en ese suelo y promover la civilidad, es decir, lo que permite la vida en común, la conversación y el intercambio sobre lo que se comparte. Mientras en el pasado la asociación férrea entre «onto-teología y aristocratismo moral» hacía de la filosofía un saber de iniciados, propio de una élite intelectual, que fomentaba el lenguaje técnico, las querellas de escuela y la opacidad exterior, en una palabra, el «academicismo», Gomá percibe, de nuevo en la corriente hermenéutica, el ingrediente básico para que la nueva alianza entre finitud e igualitarismo sea coronada ahora por la filosofía. El descubrimiento hermenéutico de que el mundo de la vida y del lenguaje natural precede y sustenta toda tematización científica y filosófica de la realidad señala justamente el suelo del que la filosofía nace y en el que debe permanecer firmemente asentada, evitando la tentación del esoterismo. La filosofía es mundana, pues, porque es la interpretación inmediata de ese mundo previo y compartido, ligado al lenguaje natural, por lo que está llamada a «abrazar un igualitarismo nunca antes intentado».

Con esta vinculación de la filosofía al mundo de la vida, Gomá repite ciertamente el movimiento general del pensamiento fenomenológico-hermenéutico, pero su propuesta, si se toma en su integridad, adolece de una cierta ambigüedad. En efecto, «filosofía mundana» significa la vinculación radical al mundo tanto en su inicio como en su final: la filosofía se enciende en la problematicidad intrínseca del mundo vital, intenta comprenderlo -elevándolo al concepto y retorna a él para verificar su comprensión. Esta mundanidad constitutiva de la filosofía se opone a la positividad científica que acota una experiencia artificial, pero no al lenguaje técnico, que puede ser imprescindible justamente para precisar y fijar el sentido de la experiencia mundana. No hay gran filosofía que no cree lenguaje y forje conceptos, y no puede ser de otra manera. Pero la mundanidad de la filosofía parece implicar también su inmediata inteligibilidad: «La verdad [de la filosofía] ha de ser por fuerza una cualidad de los discursos que, en condiciones normales, todos los hombres deberían poder percibir, entender y sentir». Con esta exigencia, Gomá se dirige legítimamente contra todas las formas de academicismo, pero su alcance es mucho mayor, pues de manera sutil se instituye una segunda oposición entre filosofía mundana/filosofía académica que no se -desprende sin más de la anterior. Pues el academicismo es un vicio de la filosofía mundana, no otra forma de hacer filosofía. El riesgo de no ser entendido por cualquiera, consecuencia muchas veces del simple rigor conceptual, no es una objeción a la mundanidad de la filosofía. Es algo que se muestra en la obra de casi -todos los filósofos del siglo xx. Y mucho más en un momento en que las condiciones de inteligibilidad públicas están dominadas por la elementalidad de los talk shows televisivos. Por el contrario, el paso de una filosofía mundana a una filosofía salonarde («“Brillar en sociedad” es un test de razonabilidad de las hipótesis filosóficas»), que se insinúa en algunas páginas de Ingenuidad aprendida, puede comportar una pérdida de mundo, contra la idea fundamental que el libro defiende.

Son muchas las cuestiones que envuelve la reflexión de Javier Gomá que merecen ser pensadas y debatidas con sosiego, pero también con la pasión que esa filosofía mundana, que es sencillamente la filosofía, requiere. Es este el gran mérito del libro: que el lector permanece, mucho tiempo después de terminada la lectura, rumiando y debatiendo sus tesis.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

6 '
0

Compartir

También de interés.

Hombres y animales: la incierta distancia


Teresa de Ávila: «¡Qué gran cosa es entender un alma!»

Hace unos días me acerqué a Ávila. Podría decir que no escogí una buena…