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Jamming with Pablo

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En 1991, la banda de música experimental norteamericana Negativland publicó un minielepé titulado U2, en cuya portada figuraba este último término en grandes caracteres junto al nombre del conjunto, considerablemente reducido, y la imagen superpuesta de un avión espía Lockheed U-2. El disco contenía dos versiones paródicas del gran éxito de U2, la superbanda pop liderada por Bono, «I still haven’t found what I’m looking for». Si uno busca el álbum en su formato original, no lo encontrará: Island Records se querelló de inmediato contra Negativland alegando violación de las leyes de copyright e intento deliberado de confundir a los fans de la banda irlandesa, a la espera por aquel entonces del lanzamiento de Achtung Baby. No obstante, el polémico EP fue relanzado con otro título y nuevas canciones en 2001, con el título These Guys Are from England and Who Gives a Shit, frase del DJ Casey Kasem, cuyo free speech acompañaba a la música en el lanzamiento original.

Se diría que esto nada tiene que ver con la campaña electoral española todavía en curso, pero no es así. Si estas semanas van a dejar algún hito para el recuerdo, con independencia de los resultados finales, es el programa económico presentado por Podemos bajo la forma de un catálogo de Ikea, la multinacional sueca dedicada a la venta de mobiliario doméstico. Veamos por qué.

Seguramente, el lanzamiento de U2 fue la expresión más diáfana de la práctica político-cultural defendida por Don Joyce, líder de Negativland, con el nombre de cultural jamming. Inspirándose en el radio jamming, disrupción en las comunicaciones provocada de forma deliberada, practicada tanto por piratas aficionados como gobiernos totalitarios, su equivalente cultural alude a la interferencia que produce el uso de determinados códigos –publicitarios, indumentarios, estatales– de manera crítica, irónica o satírica. Se trata de una subversión del medio que tiene por objeto denunciar el mensaje: ya se trate de una campaña publicitaria, un logo empresarial o una recomendación sanitaria de carácter público. Se trata de una práctica de resistencia política, siempre beneficiosa en términos psicológicos si se ejerce en contextos democráticos, dirigida a combatir el conformismo social. Joyce lo resume así:

A medida que aumenta nuestra conciencia del modo en que el entorno mediático en que vivimos afecta y dirige nuestra vida interior, algunos se resisten. El panel publicitario reconfigurado con habilidad […] empuja al espectador a considerar la estrategia empresarial originaria. Para el jammer cultural, el estudio es el mundo en su conjunto.

De modo que el jammer reformula el signo original y lo reconduce a una finalidad distinta y, de hecho, antagónica: quien quería persuadirnos aparece ahora desnudo en su propósito, mientras que el entero aparato persuasivo del capitalismo de masas queda también expuesto. En su seminal ensayo sobre el asunto, Mark Dery pone el cultural jamming en conexión con la idea de las «guerrillas comunicativas» propuestas por Umberto Eco para enfatizar la libertad residual que, en un contexto semiótico tan saturado, resta al receptor: interpretar a su antojo el mensaje. Algo habría que decir aquí sobre el modo en que la digitalización y el consiguiente surgimiento de la «autocomunicación de masas»Manuel Castells, Comunicación y poder, trad. de María Hernández, Madrid, Alianza, 2008. transforman este panorama, pero no es la ocasión para desarrollar este punto. Dery ofrece una genealogía del cultural jamming que incluye los montajes antifascistas de John Heartfield, el periodismo contracultural de Abbie Hoffman, el teatro yippie, el bricolaje subcultural que incluye la apropiación gay del mundo de la pasarela, así como –naturalmente– la Internacional Situacionista liderada por Guy Debord. Podríamos añadir a las Guerrilla Girls, grupo anónimo feminista que combate la discriminación sexual en el mundo del arte con sus integrantes ataviadas con máscaras simiescas, el uso de la publicidad en el cine de Godard, o a Shepard Fairey, alias OBEY, ahora famoso autor del cartel pop de Obama y antes agitador cultural callejero, de quien Pepo Pérez ha escrito algo que sirve para iluminar nuestro tema:

Fairey había comprendido que en el capitalismo tardío, donde las imágenes comerciales dominan todo el espacio público –el físico de la ciudad y el hiperreal de los medios– […] la superficie exterior puede estar más cargada de significado que el interior. La de Fairey es así una estética de la resistencia, que se niega a aceptar lo que la autoridad y el poder corporativo dicen que es verdad, y conmina al espectador mediante psicología inversa («obedece») a enfrentarse a su propia obediencia cotidiana y su relación con la propaganda, institucional o comercial».

Por supuesto, sabemos que la historia de la segunda mitad del siglo XX es en gran medida la historia de la cooptación publicitaria del lenguaje de la contracultura, tanto en el nivel de los signos como en el nivel de los valores. Si Obey hace con su alias un comentario irónico sobre los reclamos publicitarios y estatales bajo cuyo influjo se desenvuelven nuestras vidas perceptivas, no es menos cierto que el lenguaje libertario del hippismo ha sido exitosamente apropiado por la publicidad y los medios: «Rebélate, sé tú mismo» bien podría ser la divisa oficiosa del romanticismo comercial tardomoderno. Tan es así que J. G. Ballard, escritor de ciencia ficción y agudo crítico cultural, manifestaba en una entrevista concedida allá por 1982 que rebelarse se ha convertido en algo casi conservador, de manera que

lo más radical que uno puede hacer es elegir deliberadamente una vida burguesa: tener una casa en los suburbios, un trabajo en una compañía de seguros o en un banco; usar un traje azul, camisa blanca y corbata; llevar el pelo corto; comprar las telas y los muebles más adecuados, y elegir a sus amistades por el grado de adhesión a los estándares burguesesJ. G. Ballard, Para una autopsia de la vida cotidiana. Conversaciones, trad. de Walter Cassara, Buenos Aires, Caja Negra, 2013, p. 26..

Y así llegamos a Podemos y su catálogo Ikea. Pero, a pesar de lo que este preámbulo podría sugerir, este original uso del lenguaje publicitario de una gran empresa como medio de propaganda política es y no es, simultáneamente, cultural jamming. El caso presenta interesantes ambivalencias que no han podido escapar a sus responsables, veteranos del activismo político y politólogos familiarizados con las culturas de la resistencia del siglo XX. De hecho, es posible detectar buenas dosis de ironía en la táctica empleada, cuyo razonamiento de fondo parece ser el siguiente: si los candidatos son vendidos como marcas en la era de la mercadotecnia política, ¿por qué no usar a las marcas mismas para vender a los candidatos? Que son quienes figuran, en actitudes cotidianas, en las habitaciones Ikea junto con las distintas propuestas económicas presentadas en este singular manifiesto.

Pero se trata de una ironía perversa, porque así como el cultural jamming posee una intención emancipadora (dirigido como está a hacer despertar al consumidor, representado en esta tradición teórica como un zombie sin vida propia), Podemos lo pone aquí al servicio de su maquinaria electoral. En otras palabras, la ironía se disuelve en una «interferencia» tan ingeniosa como «sistémica». Ya que, cuando se emplea el lenguaje empresarial con fines electorales, ¿dónde acaba la táctica y empieza la ironía? ¿Es posible «elevarse» por encima de la propia captación de votantes, como si se les guiñara el ojo mientras se les seduce? ¿O se está entrando ya con ello en una lógica que se parece a la colonización publicitaria del espíritu contracultural, sólo que a la inversa? Si se bromea con la concepción de la política como mercado empleando las técnicas del mercado, ¿se ha quedado uno a las puertas del zoco o ha montado su propio negocio dentro? La contradicción es ineludible, porque sólo mediante el éxito electoral puede una formación subversiva –lo sea o no ésta– alcanzar el poder. Pero si un partido renuncia a los instrumentos deliberativos en favor de los publicitarios en nombre del realismo, ¿qué lo diferencia de la realidad que critica?

La propia elección de Ikea presenta elementos de interés. En principio, es una elección casi natural: la empresa sueca está llena de significado biográfico para los votantes de la formación, mayoritariamente jóvenes de clase media que han vivido vias inestables propias de la modernidad líquida. Al mismo tiempo, Ikea simboliza la disposición al DIY o Do It Yourself que encuentra su aparente correlato en el mundo digital y las estructuras reticulares de cooperación y consumo propias de la economía colaborativa: igual que instalamos los muebles suecos a cambio de adquirir diseño de calidad a precios asequibles, la política del nuevo siglo está llamada al empoderamiento de individuos y comunidades. Además, Ikea es una empresa europea, lo que significa ante todo que no es norteamericana. Y, sobre todo, es increíblemente popular: si el personaje interpretado por Edward Norton en El club de la lucha, un bobo neoyorquino donde los haya, empezaba la película leyendo un catálogo de Ikea allá por 1999, los precios ofrecidos por la empresa sueca la han convertido con el paso de los años y la consiguiente expansión comercial en una auténtica catch-all firm que capta clientes en todas las capas sociales.

Otro beneficio que la elección de Ikea está llamada a rendir para Podemos es el reforzamiento de su autofiliación socialdemócrata. Si su inicial vocación transversal se ha visto amenazada por su coalición con Izquierda Unida, que vendría a dar la razón a la amplia masa de votantes que ubican a la formación en el extremo izquierdo del espectro político, los líderes de Podemos han tratado de contrarrestar esa impresión. Por ejemplo, diciendo que Marx y Engels eran socialdemócratas, una falsedad histórica que quiere convertirse en verdad mediante su sola enunciación, técnica que los aproxima a Donald Trump y otros populismos realmente existentes. No en vano, la provocación es uno de las más frecuentes herramientas del repertorio estilístico del populismo tout court. Ikea representa el éxito de la socialdemocracia nórdica y un estilo de vida asequible pero elegante, masivo pero moderno, que colma las aspiraciones de la mayoría de los votantes.

Descrito este catálogo de intenciones, es evidente que el signo da más de sí que la realidad que tiene detrás. Es sabido que Ikea no paga los impuestos que debería, por estar registrada en Suiza como fundación y no en Suecia como empresa; menos conocido es el hecho de que Suecia presenta una concentración de riqueza entre sus «ricos» mayor que la de España: si el 1% de los españoles controla el 16,5% de la riqueza, el 1% de los suecos posee el 24% de la suya (debido sobre todo al pdoer acumulado por una sola familia, los Wallenberg). Por otro lado, la implantación de Ikea en España no siempre ha sido pacífica, porque detrás de su superficie irisada se esconde un fiero competidor que ha llevado al cierre o la disminución de tamaño de numerosas empresas de muebles en todo el mundo: un creador destructivo no siempre bienvenido. Finalmente, la mentalidad Do It Yourself representada por Ikea está lejos del paternalismo estatalista propio de Podemos, cuyo programa económico combinaba, de hecho, la modernidad estética con la obsolescencia técnica: en lugar de abordar los problemas del siglo XXI, la formación ha querido más bien rescatar el keynesianismo de la posguerra mundial.

Todo esto nos indica que –como escribe Pepo Pérez sobre OBEY– la superficie exterior puede estar más cargada de significado que el interior: el signo puede ser vaciado e investido de nuevos atributos que quizá no le correspondan, pero pasan a serle asignados si la operación performativa correspondiente resulta exitosa. Si la política es análoga a un mercado, como sugería Josef Schumpeter, la formación de Pablo Iglesias ha demostrado estar por delante de sus competidores en el empleo de las técnicas de persuasión propagandística, diseñadas tras el imprescindible estudio de mercado que permite conocer el perfil del consumidor/votante potencial. En su famosa pieza de 1936, Walter Benjamin advertía de la progresiva «estetización de la política» manifestada en las coreografías de masas del nazismo y el fascismoEn Walter Benjamin, Discursos interrumpidos. Filosofía del arte y de la historia, I, trad. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1973.. Ahora, muchos años después, su observación parece haberse confirmado bajo nuevas condiciones: las propias de un electorado fragmentado en distintos grupos sociales que, embebido en entornos mediáticos sobrecargados, deben ser perseguidos por los partidos de modos cada vez más novedosos. Entre otros, al igual que sucede con la publicidad corporativa, haciendo que el votante se sienta especial entablando comunicación con él a través de las redes sociales. En ese sentido, la propaganda política de hoy combina el tribalismo del mítin con un refinamiento autorreflexivo que la campaña de Podemos ilustra ejemplarmente, aun cuando esa sofisticación sirva a menudo para apelar afectivamente a los votantes. En todo caso, el objetivo sigue siendo el mismo: la conquista del poder. En unos días sabremos si el manifiesto Ikea ha servido o no para tal fin. Mientras tanto, no puede negarse que los cultural jammers del partido de Iglesias nos han mantenido entretenidos. Aunque también, como era su intención, distraídos.

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