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Irrelevancia y perplejidad

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Los lectores que sigan este blog comprobarán que no comparto un prejuicio ampliamente extendido en los ámbitos académicos y universitarios —especialmente en nuestro país—: el que lleva a despreciar o, como mínimo, ningunear, a aquellos autores que se afanan por compartir los conocimientos y avances de sus campos específicos de estudio con el resto del público no versado en estas materias. O sea, para entendernos, lo que suele entenderse como divulgación. Hablo de la divulgación seria, exigente y rigurosa, no de los refritos oportunistas de los advenedizos. El mejor antídoto contra estos es precisamente cubrir ese flanco de la generalización científica —tan solicitado por una parte importante de la población— de modo escrupuloso, sin improvisaciones, simplismos o, lo que es peor y más frecuente, búsqueda del impacto facilón y exitoso. Sé por experiencia que hacer una buena obra divulgativa es con frecuencia más difícil que escribir un libro que solo lean tus pares: debe hacerse un esfuerzo permanente, a cada línea, para traducir lo que para uno es evidente en algo inteligible para un sector no familiarizado con el utillaje analítico o la terminología especializada. A mí me han llegado a preguntar en más de una ocasión que «cuándo los historiadores iban a dejar de escribir historia solo para sus colegas». Mi respuesta ha sido siempre la misma: primero, el lenguaje llano es para el especialista más incómodo que su jerga particular y muchos profesores e investigadores no saben salir de esta última; segundo, la divulgación no solo no cuenta como mérito universitario sino que está penalizada, hasta el punto de que se estigmatiza al profesional que se adentra en ese campo. Una actitud doblemente estúpida por cuanto ello no impide, paradójicamente, que se admire a algunos profesionales extranjeros —sobre todo del ámbito anglosajón— que son consumados maestros en esta capacidad de llegar al gran público con amenidad sin perder un ápice de rigor.

Cuento esto como proemio porque, como se dice habitualmente, no se me caen los anillos por hacerme eco de obras de esa índole, algunas —con mayor o menor merecimiento— auténticos best-sellers. En contra de lo que opina un sector exquisito de la crítica, no creo que esta última cualidad constituya per se un desdoro o indicador de la escasa calidad de un libro. Es obvio que la inmensa mayoría de las veces la cantidad —de ventas— está reñida con el nivel de exigencia, pero hay excepciones y sorpresas. Me acerqué al último ensayo de Yuval Noah Harari con una actitud ambivalente después del éxito arrollador de sus dos obras anteriores, Sapiens. De animales a dioses y Homo Deus. Breve historia del mañana, las dos en Debate (y traducidas ambas por Joandomènec Ros). No entraré ahora en el análisis de esos volúmenes. Baste decir que, reconociendo la habilidad de Harari para llegar a cientos de miles de lectores (¿millones?) con un tono directo, una escritura funcional y una indiscutible agudeza, me interesó más el segundo de los títulos citados, aun manteniendo no pocas reservas sobre algunos de sus planteamientos. Esto fue lo que me llevó a 21 lecciones sobre el siglo XXI (misma editorial y traductor), el nuevo volumen que ha aparecido en el mercado español de este relativamente joven (1976) historiador y profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén. La cantidad de temas apasionantes que, con mayor o menor fortuna o más o menos superficialidad, se abordan en estas páginas, es amplísima, bastante más allá del número de veintiuna propuestas del título. Debo recalcar por ello -casi a modo de exculpación— que es literalmente imposible dar cuenta de su contenido, ni siquiera de forma aproximada, en este breve comentario. Me limitaré por tanto, a riesgo de dar al público que desconozca el libro una imagen muy sesgada del mismo, a esbozar una visión global de lo que, según Harari, nos espera en este siglo XXI en la vertiente que me parece más fascinante de todas las que aborda en su obra: el camino hacia la «irrelevancia» del ser humano.

Por lo que podemos atisbar desde esta atalaya, cuando solo han transcurrido dos décadas, el siglo XXI se configura como la época en que desaparecerá el ser humano tal y como hasta ahora lo hemos concebido. En concreto, Harari habla de un proceso galopante que empuja hacia su relegación o incluso su depreciación en un doble sentido. Antes que nada conviene aclarar —o simplemente contextualizar— que no se trata de una novedad sensu strictu sino, como tantas otras cosas, la aceleración o intensificación de una tendencia que viene desde muy atrás, concretamente cuando comenzó la revolución industrial clásica, allá por las últimas décadas del siglo XVIII. Desde entonces, el ser humano se ha visto progresivamente desplazado por las máquinas en lo relativo al trabajo físico, porque no hay discusión posible sobre el hecho de que las máquinas tienen más fuerza y sobre todo hacen mejor, más rápido y de manera ininterrumpida las labores que hasta relativamente poco y durante siglos, habían sido patrimonio exclusivo del ser humano. Desde finales del siglo XX, a la mecanización clásica del trabajo ha venido a añadírsele el desplazamiento de la racionalidad humana por la inteligencia artificial, un proceso cuyo paralelismo con el anterior salta a la vista: tanto desde el punto de vista del conocimiento —memoria, inteligencia, especialización— como desde la perspectiva de la ejecución —destreza, precisión, minuciosidad-, la máquina también supera el raciocinio humano. Todavía hay quien dice que la inteligencia artificial no tiene algunas cualidades esenciales de nuestra mente, como inspiración, creatividad o intuición, del mismo modo que hoy por hoy los ordenadores carecen de sentimientos y la dimensión ética que caracterizan a los seres humanos. Me temo sin embargo que, tal como van las cosas, estos supuestos reparos no tengan mucho sentido y sí pronto remedio, si así se juzga necesario: todo es cuestión de tiempo, es decir, de que se mejoren las programaciones.

Ante este panorama, la actitud más extendida de los analistas clásicos es la alarma, el toque a rebato: ¡el ser humano en trance de desaparición o, cuanto menos, desplazado y probablemente sometido por las máquinas! En términos groseros, pero bastantes usuales en ciertos ambientes, la distopía de un mundo gobernado por máquinas inteligentes. En el mejor de los casos, la cultura occidental, edificada sobre el basamento del humanismo —el hombre como medida de todas las cosas, desde que lo enunciara Protágoras— quedaría minada en sus cimientos para desembocar en un cientificismo frío, deshumanizado, poco más que mera tecnología. Los valores fundamentales de nuestra cultura y nuestra concepción del ser humano —libertad, conciencia, dignidad— disueltos en un algoritmo que operaría como nuevo y todopoderoso deus ex machina. Harari se hace eco de estos planteamientos pero los utiliza para situarse en la orilla opuesta. Admitamos como cierto lo anterior —viene a decirnos— pero, en vez de enfatizar lo negativo como si fuéramos nuevos luditas, ponderemos el balance final, teniendo muy presente el punto de partida. Por más inconvenientes que encontremos en esa hegemonía de la inteligencia artificial, el listón siempre lo tendríamos que poner en el intelecto humano o, mejor dicho, en el comportamiento humano, que ni siquiera está siempre al nivel de su raciocinio. Incluso si los algoritmos se resienten en sus resultados de «datos insuficientes», «programación defectuosa» o «definiciones confusas de los objetivos», es decir, aunque queden lejos de la perfección, les bastaría con ser «de media, mejor que nosotros, los humanos. Y eso no es muy difícil». Es como en el chiste de los dos excursionistas que se topan con el lobo: el más espabilado sabe que no necesita para salvarse correr más rápido que el animal, pues le basta simplemente con hacerlo más que su compañero.

Por poner casos casi triviales, un coche completamente automatizado será cuando se depure la técnica más seguro que un automóvil conducido por manos humanas, porque además de disponer de más datos y mayor capacidad de procesamiento que nuestro cerebro, no se verá alterado por emociones, sentimientos o simples lacras humanas. Un conductor automático nunca conducirá borracho o interiormente agitado, ni discutirá con su acompañante ni se entretendrá cinco segundos decisivos en consultar su móvil, con lo que se evitarán el noventa por ciento de los accidentes. ¿Es esto lo que vamos a perder en ese mundo nuevo que atisbamos? ¿Es esta la pérdida que lamentamos? No parece que debamos derramar muchas lágrimas por ello, del mismo modo que nadie deploró la sustitución de la diligencia por el autobús. Sin recurrir a futuribles, hoy mismo a nadie se le ocurriría subirse a un avión que estuviera pilotado solo por seres humanos, sin el soporte esencial de una compleja maquinaria que permite despegar, navegar y aterrizar con unas garantías que el hombre con sus propias fuerzas no puede ofrecer. En sanidad hemos asumido sin mayores problemas que los instrumentos de precisión con los que hoy cuentan todos los hospitales superan con mucho y desde todos los sentidos la destreza meramente manual. Esta aún es necesaria pero probablemente pronto dejará de serlo y un robot operará con más garantías de éxito que el mejor cirujano, del mismo modo que cualquier ordenador gana hoy al ajedrez al mejor jugador del mundo. Sin entrar en las típicas controversias sobre el carácter repudiable o no del nuevo escenario que se avecina, Harari se limita a vislumbrar un mundo en el que el ser humano desarrollará una dependencia total de las máquinas ya «desde el seno materno». Será una especie de fusión que reportará indudables beneficios y que, por ello mismo, seremos los más interesados en mantener. En esa situación hallaremos no solo seguridad sino confort. Fuera de ella, el vacío, la nada. La imagen remite a una jaula dorada, pero lo más probable es que simplemente seamos incapaces de concebir otra posibilidad que permanecer en ella.

La ciencia-ficción en general y las distopías en particular han elucubrado sobre esta previsible situación poniendo el énfasis en la posibilidad de que las máquinas se rebelen contra sus creadores. Las fantasías humanas, como se ve, dan poco de sí y esta sería la enésima versión del mito de los ángeles caídos. Harari señala con perspicacia que más bien deberíamos temer la ilimitada capacidad de obediencia de las máquinas. «Los humanos siempre han sido más duchos en inventar herramientas que en usarlas sabiamente». El mal, una vez más, no estaría en el instrumento sino en el designio de su programador: una máquina diseñada para matar y destruir a buen seguro que desempeñará esas funciones con una tenacidad y eficacia superiores al más sanguinario de los tiranos, pero es a este al que hay que pedir responsabilidades. Fiel a la línea antedicha de confinar el alarmismo superficial, el autor esboza un panorama en el que los peligros evidentes —que no descarta ni silencia— no eclipsan las mejoras indiscutibles. Nos encontramos —escribe— en un «momento nihilista», en el que la gente ha «perdido la fe en los relatos antiguos» sin acertar a adoptar uno nuevo. ¿Qué hacer entonces? «El primer paso es bajar el tono de las profecías del desastre, y pasar del modo pánico al de perplejidad. El pánico es una forma de arrogancia (…) La perplejidad es más humilde y, por tanto, más perspicaz». Como parte de esa actitud equilibrada, Harari rehúsa ensalzar el libro albedrío o la intuición como recursos exclusivamente humanos. Nuestras elecciones y decisiones, argumenta, no son el resultado de un misterioso libre albedrío «sino del trabajo de miles de millones de neuronas». En cuanto sepamos más sobre ello seremos capaces de construir una inteligencia artificial que reproduzca el proceso y lo ejecute mejor que el hombre. Esto no es ciencia-ficción: lo que hasta ahora hemos entendido como creatividad ya lo hacen los ordenadores mejor que los humanos. Incluso en términos comunitarios, ni siquiera está «asegurado que la economía futura nos necesite» como usuarios o receptores, pues lo más probable es que la mayor parte del flujo de producción-consumo tenga lugar entre diversos tipos de máquinas y ordenadores.

Como decía al principio, la gran paradoja del siglo XXI es que el hombre pierde su importancia para el hombre. Y, a la larga, «es muy peligroso no ser necesario», reconoce  Harari. «Al perder las masas su importancia económica y su poder político», al Estado del futuro le faltarían a su vez incentivos para invertir en salud, educación y bienestar. «No solo clases enteras, sino países y continentes enteros podrían resultar irrelevantes». Parece otra vez que estamos al borde de una transformación radical que favorece el dictamen apocalíptico pero Harari contempla siempre, junto al peligro, la posibilidad de controlar y encauzar el proceso. Apela para lograrlo al pragmatismo, la reflexión y la mesura, elementos todos ellos especialmente necesarios en estos momentos y que deben conducir en su opinión a una cierta modestia intelectual (perplejidad) que, en el fondo, no es más que la vieja máxima de ser consciente de los propios límites. Esta actitud es casi el hilo conductor de la obra, como se pone de relieve incluso en el título de muchos capítulos: «Humildad. No somos el centro del mundo» (12). «Ignorancia. Sabes menos de lo que crees» (15). «Meditación. Simplemente observemos» (21). Estamos al comienzo de una revolución tecnológica y científica que no sabemos adónde nos llevará. Es normal que sintamos miedo, pero ello no autoriza a emplear argumentos espurios. El autor entiende como tales los llamamientos a recobrar una autenticidad (verdadera identidad) que las máquinas nos están hurtando. Dicha autenticidad es solo un mito, equiparable a los demás mitos que, en forma de relatos, tratan de dar cuenta del mundo. «La mayor parte de nuestras ideas están modeladas por el pensamiento grupal y no por la racionalidad individual, y nos mantenemos firmes en estas ideas debido a la lealtad de grupo». No somos —no queremos ser— conscientes de nuestra ignorancia. Es verdad que en un mundo cada vez más complejo echar la culpa a las máquinas es una tentación casi irresistible, pero eso no constituye más que un pasajero alivio psicológico. Puede ser una verdad incómoda, pero al final se impondrá «una cuestión empírica sencilla: si los algoritmos entienden de verdad lo que ocurre dentro de ti mejor que tú mismo, la autoridad pasará a ellos». ¡Bienvenidos al siglo XXI!

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Ficha técnica

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