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Informe sobre ciegos

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Es sabido que el cálculo de riesgos es un invento de la modernidad, caracterizada como está por entablar con la temporalidad histórica una relación diferente a la que mantenía la antigüedad: del tiempo cíclico y los embates de la fortuna pasamos al discurrir progresivo hacia delante y el control de las contingencias. Empezamos así a vivir en el futuro, más que en el pasado recordado o el presente disfrutado; algo, según sugieren los estudios neurobiológicos, a lo que tiende nuestro hardware cerebral. De este modo, las expectativas se convirtieron en un aspecto decisivo de la vida social y las biografías personales; las categorías esperado/inesperado han penetrado así con fuerza en la gestión política, la actividad económica, la planificación vital. La moderna institución del seguro, como dejó claro Niklas LuhmannNiklas Luhmann, Risk. A Sociological Theory, Ámsterdam, De Gruyter, 1993., sintetiza de manera ejemplar esta evolución. «Saber es poder», según la afirmación de Francis Bacon que, sin lugar a dudas, constituye la divisa de la era modernaFrancis Bacon, The Essays, Londres, Penguin, 1985.. Un saber que es también, entonces, conocimiento anticipado del futuro: no a través del arúspice que mira las entrañas de las palomas, sino del experto que aplica técnicas científicas. Y no nos ha ido mal.

A veces, sin embargo, lo inesperado irrumpe con fuerza en el escenario político: siendo lo inesperado aquello que no supo preverse, aquello que escapó a la mirada de los analistas. O de la mayoría de ellos; porque donde tantos miran, al menos unos pocos logran ver. Sucedió con la Gran Recesión y ha pasado de nuevo con los dos grandes shocks sociopolíticos de la pasada semana: el Brexit y las elecciones españolas. Ambos acontecimientos guardan relación entre sí, por oblicua que sea; y aunque el primero posea mucha más trascendencia que el segundo, trascendencia que todavía no hemos calibrado suficientemente, ya he hablado de él en otro lugar y aquí me limitaré a hacerlo, mediante un enfoque similar, de lo sucedido en nuestro país. Huelga decir que no pretendo ser exhaustivo y me ocuparé únicamente de cuatro aspectos de estas elecciones que me parecen dignos de interés.

1. La falibilidad del experto

Fallaron las encuestas al predecir el resultado, fracasaron los expertos al interpretar las encuestas. Y ello, en el contexto de una permanente atención mediática –en especial, televisiva– a las encuestas y a los expertos en encuestas. España vive un fetichismo demoscópico que roza lo patológico, hasta el punto de que las campañas electorales se han convertido en glosa de los sondeos antes que en debates ideológicos o programáticos, por rudimentarios que éstos pudieran ser. En este sentido, un problema añadido que padece el experto es que se ve obligado, para mantener su autoridad, a hacer juicios categóricos sobre futuros inmediatos que en ningún caso los admiten. Pero así son las dinámicas de la esfera pública en una época cuyas economías de la atención son más competitivas que nunca: quien habla con tibieza pareciera no hablar en absoluto. Naturalmente, hay razones para explicar este modesto fracaso predictivo: la volatilidad del apoyo a los nuevos partidos, la espiral de silencio alrededor del voto a los partidos tradicionales, la influencia de la abstención. Sin embargo, parece aconsejable añadir que las herramientas cuantitativas no siempre son suficientes. Así, por ejemplo, se ha dicho que el Brexit no pudo influir en el resultado final porque el tracking demoscópico no lo refleja. ¿Y qué hay del estado de ánimo que durante un día o dos se adueña de un cuerpo social sometido a semejante impacto psicopolítico? Semejantes estados de ánimo, máxime tan cerca de las elecciones, no pueden dejar de ejercer una cierta influencia sobre el electorado; máxime cuando el resultado negativo del referéndum británico puede relacionarse tan directamente con la insistencia de Unidos Podemos en «que vote la gente». No se trata de que el Brexit sea el factor determinante, pero es difícil sostener que no contribuyó a decantar el voto o la abstención de un nutrido grupo de ciudadanos en quienes iba madurando ya un cambio de preferencia, o gestándose una preferencia nueva, durante los meses anteriores. Al mismo tiempo, hay quizá un problema de cuño hayekiano en la mirada demoscópica hacia el cuerpo electoral, que se nutre de las burbujas epistémicas creadas en las redes sociales y los propios sesgos ideológicos, concediendo poca importancia a factores tan prosaicos como el deseo de seguridad en quienes operan en la economía real: el conocimiento disperso que hemos desdeñado tras comprar el relato de la mísera España medievalizante que no tiene nada que perder porque nada tiene. Más en general, habría que recordar que, a pesar de los intentos de algunos enfoques disciplinares, la llamada Ciencia Política no es una ciencia en sentido propio: ni formula leyes ni puede hacer predicciones a la manera de las ciencias naturales. ¿Elemental? A veces lo olvidamos. Y, por olvidarlo, obviamos la importancia capital de los símbolos, los discursos, los afectos. Si fuéramos impecables criaturas racionales, por lo demás, ni siquiera harían falta gobiernos.

2. Las elecciones como campo gravitatorio

Durante meses, y en esta ocasión a lo largo de un año debido a la enfermiza sucesión de llamadas a las urnas, no hemos dejado de formular iffies: qué pasaría si, qué ocurrirá cuándo, cómo reaccionará X una vez B quizá haga Z. Nos hemos proyectado imaginariamente hacia un futuro que ya ha llegado, sin que éste tenga ahora el aspecto que la mayoría se figuraba. Aquí se deja ver también el aspecto ludopático del combinado que forman sondeos y resultados electorales: es como jugar en Bolsa con dinero de los demás. No hemos hablado de políticas públicas, de programas, de la sociedad deseable. Y, de hecho, los distintos segmentos electorales han de hacer primero un ajuste psicológico que consiste en adaptar la realidad a sus expectativas. Huelga decir que ese incesante baile alrededor del futuro constituye una forma de elusión, la humanísima costumbre de aplazar el contacto con la realidad. Tampoco es casualidad que ese tipo de conversación, que por momentos parece seguir el guión de los folletines melodramáticos, encaje como un guante en las necesidades de los medios de comunicación de masas y, en especial, la televisión: allí donde quienes tratan de influir hablando al público son más influidos de lo que creen por la naturaleza misma del medio en que aparecen. No obstante lo anterior, hay una racionalidad implícita en esta clase de pugilato retransmitido en directo, cuya función tanto recuerda a la del deporte: una ritualización del antagonismo que, en el caso de la política, incorpora un elemento de liberación psicológica de las frustraciones personales, proyectadas gozosamente sobre los políticos y partidos a los que detestamos. Ya lo dice Žižek: nos cuesta desprendernos de nuestros odios por la sencilla razón de que los disfrutamosSlavoj Žižek, Tarrying with the Negative. Kant, Hegel, and the Critique of Ideology, Durham, Duke University Press, 1993.. ¿Qué haremos ahora, sin elecciones a la vista ni sondeos en los que solazarnos?

3. España vacía, España llena

Ha habido un tema destacado en la conversación desarrollada alrededor de las elecciones, agudizado si cabe a la vista de los resultados. Existe una importante porción del electorado, que podemos identificar sin riesgo con los votantes de Unidos Podemos, que achaca a la España mayor y rural –que muchos consideran puro franquismo sociológico– ser un freno al progreso de la España joven y urbana que viene empujando desde atrás. Es la «España vacía» retratada por Sergio del MolinoSergio del Molino, La España vacía, Madrid, Turner, 2016. en un best-seller reciente, frente a la España llena de los jóvenes urbanitas sobradamente preparados; aunque el vacío interior pueda también discutirse y denunciarse como una falsa mitología. Algunos desearían incluso privarles del voto, según se ha podido leer en las desenfadadas redes sociales. Algo parecido se ha dicho en Gran Bretaña, donde, sin embargo, el 59% de los votantes entre dieciocho y veinticinco años no acudió a las urnas: no hizo, en fin, sus deberes. En conjunto, estas reacciones demuestran la dificultad que presenta el abordaje sereno de los problemas macrosociales, en este caso unas políticas públicas inclinadas del lado de los mayores debido a su mayor peso electoral, a la inercia de las pensiones y a la resistencia que muestran los propios jóvenes–véase Francia– para dar su apoyo a las reformas que realmente les benefician. Pero también a causa de la acusada tendencia de los partidos, identificada por Víctor Lapuente, a adular a sus electorados. Por ejemplo, nadie dice a esos mismos jóvenes que su extraordinaria preparación es, en perspectiva comparada, dudosa: ya dijo la OCDE que un bachiller japonés posee las mismas competencias que un universitario español. Y lo mismo cabe decir de la verdad económica –sí: verdad económica– que indica que los salarios en España son demasiado altos en relación con nuestra productividad. A esto puede reaccionarse como el joven comunista de Un, dos, tres, la película de Billy Wilder, cuando se le dice que en Moscú hace mucho frío: «¡Mentiras fascistas!» O se puede aceptar, a fin de corregirlo. Esto sugiere que el deseable reequilibrio intergeneracional no puede hacerse sin medidas dolorosas a ambos lados del eje joven/viejo. Algo que, por descontado, nadie desea: los remedios, mejor cuanto más mágicos. Por otro lado, se plantean aquí problemas más amplios, de orden simbólico. El joven, lleno de ímpetu, desprecia la opinión del mayor cuyo tiempo ya ha pasado. Pero la edad es la posición epistemológica más importante: uno llega a saber cosas que antes no sabía; si es inteligente, pierde fanatismo y gana tolerancia. Y aun siendo cierto que el sistema electoral español está sesgado a favor del voto rural, quizás esto no sea tan mala idea: ¿o queremos que esa España no tenga voz porque la nuestra, sofisticada y cosmopolita, tiene derecho a ahogarla? De hecho, la España interior ya está ausente de los grandes debates públicos y carece de influencia en la creación de tendencias sociales. Lógicamente: las grandes ciudades y las zonas costeras son más creativas, más multiculturales, más dinámicas. Pero, como sugiere la teoría democrática más elemental, el bloqueo estructural –por ejemplo, mediante el sistema electoral– de los intereses de una parte de la población termina por sesgar las políticas públicas en su contra. Y esto, me temo, tampoco es deseable. Porque no sería justo.

4. El mal español

Las reacciones que han provocado los resultados electorales en una buena parte de la izquierda española confirman que es tarea urgente de los partidos mayoritarios esforzarse por remediar el grave problema que presenta nuestra cultura política como herencia del franquismo. Hablo, claro, de la extendida opinión según la cual el centro-derecha carece de legitimidad para ejercer el poder debido a su presunto vicio de origen histórico. Es verdad que el discurso inicial de Podemos, con su hincapié en la casta bipartidista y el retrato de la Transición como un apaño entre elites para asegurar bajo cuerda la continuidad de la dictadura, vino a reforzar este desagradable rasgo cultural, pero no puede decirse que lo haya creado: se ha limitado a explotarlo. Por supuesto, no faltan quienes, a la derecha del espectro político, abjuran de sus antagonistas de izquierda; pero sería absurdo negar que, por obvias razones históricas, el patrón perceptivo dominante es el opuesto: venimos de una dictadura de derecha y eso constituye un marcador simbólico inevitable. Que no sólo explica que la Gran Coalición posible en Alemania sea aquí de todo punto imposible; también que esta moralidad política tiña ya la aprehensión misma de la realidad y conduzca los juicios hacia la pendiente inclinada de la hipérbole. La subsiguiente lucha de identidades dificulta sobremanera el consenso y convierte los acuerdos en una remota posibilidad: porque el odio cultivado en el cuerpo social sometido a la influencia del discurso de las elites partidistas bloquea el entendimiento institucional. Por eso defendí hace unos meses la coalición entre populares y socialistas, auténtica culminación de esa transición a la democracia que, en la mente de tantos votantes, parece no haberse producido nunca. Y por eso es importante que estos resultados electorales sean leídos justamente en esa clave por los principales actores políticos. No cabe duda de que el odio y la deslegitimación son más rentables en términos electorales, pero va siendo hora de que reparemos la severa distorsión perceptiva que consiste en ver restos del franquismo allá donde miremos. Por desgracia, cuando podía pensarse que el natural recambio generacional debilitaría la memoria del guerracivilismo, el discurso de Podemos ha reavivado el odio ideológico entre los votantes más jóvenes, dificultando todavía más esa normalización imprescindible: muchos son todavía quienes de verdad creen que el centro-derecha es, en realidad, extrema derecha. También es cierto que la reacción contra el discurso adversativo de Podemos ha sido igualmente deslegitimadora: como si pudiéramos hablar del bien y el mal como categorías morales puras. No es el caso. Y urge empezar a comprenderlo, porque el progreso de las sociedades occidentales se asienta sobre un proceso de prueba y error entre diferentes soluciones institucionales proporcionadas por todos los actores políticos, no sobre la exclusión por anticipado de algunos de ellos. Desde luego, nada puede esperarse menos que esa normalización de nuestra cultura política, pero, ahora que lo inesperado se ha hecho presente, uno no puede menos de albergar alguna absurda esperanza.

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