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Wolf Warriors

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Poco podía imaginarse Rambo que, con los años, el Ejército Popular de Liberación fuera a salvarle de una muerte poco digna. La primera película de la serie (First Blood), estrenada en 1982, con un coste de 15 millones de dólares, ha obtenido hasta hoy 125,2 millones en ventas globales. La última de 2019 (Rambo: Last Blood) costó 50 millones y sólo ha recaudado 91,5 millones que, en dólares constantes de 1982, representarían 33 millones. Rambo había llegado a su etapa de declive en el ciclo evolutivo de las marcas y nuevos competidores americanos —la franquicia Fast and Furious en cabeza— buscaban arrinconarla en ese mercado abierto.

No eran los únicos. En 2015 los cines de la República Popular presentaron Wolf Warrior, con un héroe y una estructura argumental muy similar a la de los Rambos originales. Pero ahora su émulo era chino y se llamaba Leng Feng. Leng no es sólo un magnífico tirador; cuenta también con firmes convicciones y en las primeras escenas, desoyendo una orden, ultima a un malvado traficante internacional de drogas. Sus superiores restablecen la disciplina: consejo de guerra y condena a confinamiento solitario. Pero Long Xiaoyun, la mujer que encabeza a los Wolf Warriors —una unidad de élite del Ejército Popular de Liberación—, lo rescata para futuras misiones. En este primer capítulo Leng tiene que enfrentarse con un grupo de mercenarios comandados por Tom Cat, un desertor americano que ha añadido a las muescas en su cinturón otra más por la muerte de un soldado chino. No hace falta una imaginación férvida para adivinar el resultado cuando China exige a los Wolf Warriors la defensa de su honor y que venguen al camarada muerto. 

La película fue un taquillazo pronto superado por su secuela de 2017, Wolf Warrior 2. Ahora Leng Feng extiende su misión a África para defender la Nueva Ruta de la Seda y enfrentarse con el aún más briboncísimo Big Daddy, que, de paso, ha asesinado a Long Xiaoyun, antigua jefa y, desde hacía poco, también novia de Leng. Big Daddy trama un golpe de estado para derrocar al gobierno local, que cuenta con el apoyo chino y con la defensa de Leng.

Sólo en China, esta segunda parte ha superado 874 millones de dólares de taquilla. El éxito de las dos primeras ediciones ha ido seguido del anuncio para una rápida tercera edición.

Desde los tiempos del libro colectivo La China que puede decir NO (1996), no se había dado una manifestación de nacionalismo tan rotunda y popular. Y aquello, en definitiva, no fue más que una expansión rápidamente controlada por el gobierno, que condenó el libro y prohibió su circulación. En 2015 y 2017, por el contrario, las películas contaron con la aprobación de la censura y el beneplácito gubernamental.

¿Qué había sucedido entre esas fechas?

Deng Xiaoping comenzó describiendo la política exterior de su país como una Estrategia de Desarrollo Independiente y Pacífico. Tomaba así distancia de los fervorines anteriores que pretendieron la rápida expansión —a cualquier precio— del comunismo militante que Mao siempre defendió. Hasta la muerte del Gran Timonel y la purga de la Banda de los Cuatro el apoyo a los grupos maoístas en el exterior fue incesante pese a fracasos colosales como los de Indonesia (1965) y Camboya (1975-1979).

Deng, siempre práctico, prefería mirar hacia el interior y no crear problemas geopolíticos. Tras la matanza de Tiananmén en 1989, esa era también la mejor manera de coartar el aislamiento internacional que muchos países impusieron a China. El lema se tornó más sibilino: perfil bajo y dilatar el ritmo de los tiempos. Deng prefería subrayar las tres grandes tareas que, en su proyecto, China debía primar: preservar la paz mundial frente al hegemonismo; reunificación con Taiwán; y avanzar en la modernización del país. La presencia de China como agitador internacional no figuraba entre ellas.

Pero la desconfianza respecto a los países extranjeros —que ya se había hecho notar desde los tiempos del Movimiento del 4 de Mayo de 1919— permanecía subyacente. En resumidas cuentas, para gran número de chinos de entonces y de ahora las potencias hegemónicas —luego de la Segunda Guerra Mundial encabezadas por Estados Unidos— habían conspirado para convertir a China en un país subyugado. Una maquinación que se resume en la denuncia de los cien años de humillación que van desde las Guerras del Opio hasta la creación de la República Popular en 1949. «Esa versión se ha ampliado a lo largo de los últimos veinte años, a medida que China y Estados Unidos se han envuelto en una creciente competencia por la influencia en el Sudeste asiático y hasta en el continente africano» .

La China de Xi Jinping no quiere renunciar a ser lo que su nombre propio de Zhongguo —Imperio del Centro, poder central o como quiera traducirse— indica: su determinación de ser el país decisivo en, por el momento, el resto de Asia.

La política exterior de China durante los últimos años no supone, en realidad, una ruptura radical con la apuesta de Deng, pero ha variado en su énfasis. Bajo Xi el nacionalismo chino se ha tornado explícito. China remacha hoy y ya sin rodeos su orgullo nacional y recuerda de consuno su capacidad militar para imponer sus propias soluciones en el Mar del Sur de la China, en Hong Kong o en Taiwán, así como para condicionar la política internacional de sus países más cercanos, pese a las protestas de otros vecinos y de Estados Unidos. A la hora de escribir este blog (junio 18) el enfrentamiento entre China e India en la disputada región fronteriza de Ladakh de los Himalayas se había cobrado la vida de veinte soldados indios en una acción de consecuencias aún imprevisibles.

Sobre ese fondo de un nacionalismo cada vez más explícito, el estallido del virus de Wuhan ha supuesto una nueva vuelta de tuerca que Brian Wong ha definido como la oficialización del nacionalismo, en un análisis que merece ser conocido y debatido. Para Wong, un colaborador de la excelente revista de asuntos asiáticos The Diplomat, estamos asistiendo a la adopción y validación como política de Estado del nacionalismo subyacente en numerosos estratos del pueblo chino. Algo similar había sucedido ya en alguna ocasión anterior, por ejemplo, en la crisis de 2017 con Corea del Sur por el despliegue del THAAD (Defensa Terminal en Áreas de Gran Altura, un sistema USA de defensa balística antimisiles), pero la respuesta a la pandemia lo ha empujado a un estadio sustancialmente distinto y más agresivo.

Ante todo, por la audiencia implicada. Hasta hace poco, las manifestaciones públicas de nacionalismo se hacían con gran cuidado porque iban dirigidas tanto a las cancillerías extranjeras como a la opinión pública doméstica. Ahora, el modelo es la diplomacia Wolf Warrior. «Los diplomáticos chinos nunca se han mordido la lengua adoptando una retórica de confrontación directa con aquello que consideraban interferencias extranjeras en sus asuntos internos, pero la pandemia ha abierto las puertas a otra actitud de ataque directo a los críticos de la respuesta del régimen chino ante la crisis».

Esa nueva retórica de unos diplomáticos jóvenes y exigentes resuena ante una parte importante del público nacional, cansado de la presunta mansedumbre anterior que ya se venía denunciando desde antes del estallido de la pandemia. Para muchos chinos, las declaraciones de Zhao Lijiang, un portavoz del Ministerio chino de Asuntos Exteriores, a mediados de marzo pasado, respondían a las necesidades del momento. Zhao criticaba el presunto racismo de Mike Pompeo, el Secretario de Estado USA, por hablar del virus de Wuhan y, al tiempo, acusaba a Estados Unidos de haber desencadenado la pandemia. Nada como el enemigo extranjero para calmar las ansias de una opinión pública deseosa de nuevas certezas.

La nueva dimensión del nacionalismo también apunta más allá de la China continental para incluir al conjunto de la diáspora china. China ha empezado a emplearse a fondo en la conocida táctica del frente único que agrupa a grupos étnicos minoritarios, movimientos religiosos y grupos de empresarios, científicos y políticos a los que el Partido apoya y en cuyo nombre se arroga la representación de los intereses chinos por el mundo entero. En definitiva, un mecanismo de defensa del régimen comunista que ahora se envuelve en la bandera de una sola y grande civilización china.

El frente único se despliega a través de organizaciones bautizadas como las Cinco Agencias para los Chinos del Exterior, dirigidas por funcionarios especializados que actúan en el seno de las representaciones diplomáticas chinas y dependen del Ministerio de Asuntos Exteriores. La nueva diplomacia china trata así de explotar cualquier crítica a la respuesta de su gobierno a la pandemia como un ataque etnocéntrico y xenófobo contra la totalidad de los chinos, sea cual sea su nacionalidad o su afiliación política.

¿Qué incentivos aporta esta oficialización del nacionalismo a los dirigentes chinos? Ante todo, las tradicionales buenas maneras y el primar la cortesía sobre la agresividad se han convertido perversamente en una vulnerabilidad. Las palomas han pasado a ser vistas como capitulacionistas que impiden a China defender lo que los taurinos llaman su cacho. Y, a partir de la idea de que las buenas formas por parte de China no van a ser reciprocadas por los gobiernos extranjeros, se crea un bucle en el que la beligerancia de los diplomáticos chinos deslegitima a los moderados de la parte contraria y, al par, refuerza el recurso a una diplomacia Wolf Warrior de mayor intensidad.

En segundo lugar, el contencioso sobre los orígenes de la pandemia ha dado mayor credibilidad a los partidarios de la confrontación con la llamada diplomacia sanitaria hacia Europa, redoblando con muestras de buena voluntad la diferencia entre China y sus oponentes. «El despliegue de una adecuada combinación de suministros sanitarios —mascarillas, respiradores, etc.— y de ayuda financiera ha permitido a Pekín alcanzar el punto dulce decisivo donde, por una parte, se ganan los corazones y las mentes de una mitad de la dividida Europa y, por otra, se les aleja de la otra mitad». Ya no importa tanto el debate sobre el cómo y dónde se originó la pandemia, sino que China aparezca como un protagonista cósmico y responsable ante su propia opinión pública. El rechazo de algunos países a su ayuda refuerza ante esta última la falta de empatía de aquéllos.

Un tercer elemento importante de la diplomacia Wolf Warrior es su contribución a una mejor legitimación del régimen que, una vez pasados los momentos de mayor tensión, redobló los gestos simbólicos de buena voluntad y el interés por los sufrimientos de su población.

Finalmente, algunas muestras de xenofobia provenientes del exterior han dado a Pekín munición para presentarse como el defensor de los intereses de todos los chinos sin distinción, incluso los de los exiliados por razones políticas. Hasta aquí el análisis de Brian Wong.

No está, sin embargo, meridianamente claro que esa nueva diplomacia sea la nueva forma —mucho menos la más importante— en que China haya decidido presentarse ante la opinión internacional. De hecho, como ha recordado Bill Bishop en su boletín Sinocism (marzo 23, 2020), el gobierno chino ha seguido una doble táctica en la que la promoción de la diplomacia Wolf Warrior ha ido acompañada de una cuidadosa caución ante las cancillerías internacionales.

Al poco de las salidas de Zhao, Cui Tiankai, el embajador chino en Washington, se distanciaba en una entrevista con la publicación Axios China de la posibilidad de que hubiera sido Estados Unidos el causante de la pandemia. Por su parte Hu Xijin, el director de Global Times, una publicación especializada en asuntos internacionales que es también el medio de opinión más cercano a los halcones chinos tuiteaba ese mismo día que «el coronavirus es un desafío para toda la humanidad. Es la hora en que toda ella necesita mantener la mayor solidaridad. La Historia no perdonaría un conflicto entre Estados Unidos y China en estos momentos. Quien trate de agitar ese conflicto será condenado por la Historia».

No parece, lo repito, que nos hallemos ante una seria diferencia de actitudes en el seno del gobierno chino, pero tampoco que esta conclusión haya de ser definitiva. Dada la inconmensurable opacidad de Zhongnanhai, lo más probable es que el gobierno chino haya querido dotarse de una mayor latitud para, en futuras tensiones, acentuar una u otra opción según lo crea más conveniente para sus intereses del momento.

¿Qué decir de la otra parte del argumento de Wong —que su actuación ante la pandemia haya contribuido a aumentar la legitimación del régimen ante su opinión pública-? Hablar de opinión pública en China es siempre aleatorio porque no hay forma de explorarla coherentemente. La actividad de la censura en Weibo y en foros como We Chat, Jio Chat o TikTok se ha disparado hasta límites difícilmente creíbles tras el virus de Wuhan y ha hecho muy difícil la expresión de críticas. En plena pandemia, China decidió expulsar del país a una docena de periodistas extranjeros que trabajaban para The Wall Street Journal, The New York Times y The Washington Post. Algunas voces discrepantes, como la de la escritora Frang Fang se oyeron al principio de la clausura de Wuhan, pero el velo de silencio se tornó cada vez más espeso.

Mientras la libertad de expresión aparezca acorralada en China, será prácticamente imposible saber cuáles han sido los resultados prácticos de la diplomacia Wolf Warrior.

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Ficha técnica

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