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Las andanzas de Dumas por España

De París a Cádiz. Impresiones de viaje

ALEXANDRE DUMAS

Pre-Textos, Valencia, 592 págs.

Traducción y notas de Ariel Dilon y Patricia Minarrieta

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Alexandre Dumas viajó por España en octubre y noviembre de 1846. La razón principal de ese viaje fue asistir, siguiendo una indicación gubernamental, a la boda del duque de Montpensier, hijo de Luis Felipe, con la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II, que se celebró, en Madrid, el día 10 de octubre, junto a la de la propia reina con Francisco de Asís. Viajó en compañía de su hijo Alexandre, de su «colaborador» Auguste Maquet, de los pintores Louis Boulanger, Adolphe Desbarrolles y Eugène Giraud, y de un pintoresco sirviente abisinio, bebedor y olvidadizo, que algunos han considerado el precedente del Passe-Partout de La vuelta al mundo en ochenta días. Entraron en España por la frontera de Irún, y, pasando por Tolosa, Burgos y el puerto de Somosierra, llegaron en dos días a Madrid, donde estuvieron casi dos semanas, asistiendo a la boda y a los espectáculos y celebraciones que la acompañaron. Después, tras visitar El Escorial, siguieron su recorrido hacia el sur, que les llevó primero a Toledo y Aranjuez, y luego, por Puerto Lápice, La Carolina y Bailén, a Jaén, Granada, Córdoba, donde dedicaron varias jornadas a cazar en Sierra Morena, Sevilla y Cádiz, en cuyo puerto embarcaron hacia Argelia.

Dumas publicó poco después, entre 1847 y 1848, en cinco volúmenes, el relato de su recorrido español, presentado en forma epistolar, con el título de Impressions de voyage. De Paris à Cadix. En 1847, antes de que se hubiese completado la edición original francesa, aparecieron dos traducciones españolas parciales, una en Barcelona y otra en Madrid, con comentarios –poco amables con el autor– de Víctor Balaguer y Wenceslao Ayguals de Izco. Una nueva traducción española, esta vez completa, en cuatro tomos, debida a Rafael Marquina, fue publicada por Espasa Calpe en 1929. Y otras dos se han sumado a las anteriores en los últimos años: la publicada, en 1992, por la editorial Sílex, y la que aquí nos ocupa, de Ariel Dilon y Patricia Minarrieta, incluida, diez años más tarde, en la serie de narradores clásicos de la editorial Pre-Textos.

Cuando viajó por España, con poco más de cuarenta años, Alexandre Dumas era ya un autor muy popular. Había publicado poco antes, en 1844 y 1845, sus dos novelas más renombradas, Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo, y su popularidad se hizo patente en más de una ocasión, facilitándole las cosas, durante su recorrido: «Soy más conocido –escribe–, y tal vez más popular en Madrid que en Francia». Ello se debía, según el propio Dumas, a que los españoles creían ver en sus obras «un no sé qué castellano que les produce un cosquilleo agradable en el corazón». Durante los días que pasó en España, Dumas encontró frecuentes muestras de esa afectuosa consideración, que sin duda tuvo que ver con el agrado y la simpatía que tiñen a menudo –no siempre, claro está– su vivencia viajera. Al partir de Madrid, «la ciudad hospitalaria», donde había llegado a «la más franca de las cordialidades» con los artistas españoles, dice dejar allí «doce de los días más felices» de toda su vida.

El libro de Dumas forma parte del nutrido conjunto de relatos de viajes por España que ofrecieron, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, los escritores románticos franceses. Fueron muchos los autores de esa procedencia y de esa filiación que recorrieron entonces las tierras españolas y dejaron un testimonio escrito de su experiencia viajera. Tras las Cartas de España, de Prosper Mérimée, publicadas en los años treinta, algunas de las expresiones más destacadas de esa dedicación viajera y española de los escritores franceses aparecieron precisamente en los años cuarenta. En ese decenio, en el que se editaron también los dos libros de procedencia inglesa más notables en este campo, el de George Borrow (La Biblia en España, 1843) y el de Richard Ford (Manual para viajeros por España y lectores en casa, 1845), se publicaron, además de las Impresiones de Dumas, las obras de George Sand (Un invierno en Mallorca, 1842), Théophile Gautier (Viaje por España, 1845) y Edgar Quinet (Mis vacaciones en España, 1846). También en esos años cuarenta fue cuando viajó por el norte de España Victor Hugo, aunque las notas que redactó entonces aparecieron bastante más tarde.

Los juicios sobre las Impresiones españolas de Dumas han sido a veces muy severos. Se ha dicho de ellas que constituyen uno de los más acabados exponentes de una visión tópica de España, frecuente en el romanticismo francés, en la que se aúnan la ignorancia y la falsedad. Sería así el libro de Dumas una muestra elocuente de aquella literatura romántica francesa en la que Arturo Farinelli, buen conocedor del asunto, apenas distinguió otra cosa que un conjunto de «fantasías, locuras y disparates sobre España y los españoles». Pero reducir a eso el relato de Dumas parece, cuando Viajes menos, exagerado y simplista. Hay, sin duda, unos cuantos tópicos en ese relato –como suele suceder en casi todas las manifestaciones del género, sin excluir las más logradas–, pero hay también algunas otras cosas, en ocasiones interesantes y valiosas, que sería injusto olvidar.

Más que un libro de viajes convencional, atento a la presentación más o menos ordenada de los aspectos de interés que va descubriendo el viajero, el de Dumas es, sobre todo, la narración novelesca de las andanzas españolas del autor y sus acompañantes. A diferencia de otros viajeros, apenas presta atención a los aspectos artísticos y monumentales que va encontrando en su camino, y cuando lo hace, como sucede en Granada, sus consideraciones son más bien escuetas, superficiales, un poco artificiosas, cuando no remite, como en la Alhambra, a las obras de otros autores –entre ellos, Gautier, «que escribe a la vez con la pluma y el pincel»– para hacerse una idea completa de lo que él, según dice, ni siquiera intenta esbozar.

Dumas ofrece un relato de su recorrido español con aires de novela de aventuras, cuajado de sucesos y peripecias que adorna y transforma con grandes dosis de habilidad e ironía. Escenas como la del almuerzo en Tolosa, nada más entrar en España, con los tipos, las situaciones y los diálogos que allí se presentan, o la de la actuación bravucona, digna de Los tres mosqueteros, del autor y sus amigos en la posada de El Escorial, donde había unos huéspedes ingleses, ofrecen muestras elocuentes de esa dimensión novelesca del relato de Dumas. En él está muy presente el talento narrativo, que no era poco, del autor. Las páginas de las Impresiones del viaje por España –páginas «ligeras, frívolas, ingeniosas, algunas exactas», dijo Azorín– no desmerecen de la capacidad noveladora de Dumas.

No faltan, desde luego, los lugares comunes en el relato: el país «de capa y espada», el reino del «poco a poco», la realidad inmóvil, como anclada en el pasado, de «otro siglo», la inevitable y enojosa diferencia entre las distancias declaradas y las reales, la prodigalidad de la tierra, la imagen de España como un paraíso natural, la belleza de las mujeres. Y tampoco falta la opinión sobre la diversidad de España, que interesó también a otros viajeros románticos, y sobre sus consecuencias sociales y políticas. Dumas, como otros escritores foráneos de su tiempo, llamó la atención sobre las diferencias internas de España e insistió en las dificultades que podían entrañar a la hora de lograr una organización nacional unitaria. Había, según él, varias Españas, no una sola, y, aunque formasen «un solo reino», no le parecía fácil lograr, a partir de ellas, «un solo pueblo».

Dumas consigue, a lo largo de sus Impresiones, plasmar con innegable maestría algunos de los ambientes y las situaciones que fue encontrando. Basta leer, para comprobarlo, las páginas que dedica a los festejos madrileños, incluidos los taurinos, que acompañaron a las bodas de la reina y de su hermana, o a la cacería en Sierra Morena, o a la sesión de baile que se organizó para él en Sevilla. Y la mejor de las imágenes de las ciudades que recorrió, la más despierta y la más sentida, es la de Granada. Allí dice encontrar «el paraje más bello del mundo», el paraje en el que se ven, desde el Generalife, «las torres cobrizas del palacio que lloró Boabdil», el barrio del Albaicín y, al fondo, la «inmensa fortaleza» de Sierra Nevada, «toda almenada de plata opaca y de plata pulida».

Esa evocación del «paraje» granadino nos lleva, para terminar, a uno de los aspectos más interesantes y valiosos –y, en general, menos recordados– del libro de Dumas: su visión del paisaje. Fueron los viajeros románticos los que introdujeron en España el modo moderno de ver el paisaje, de percibirlo y de valorarlo, y en esa aportación, que tiene un notable interés geográfico, participaron activamente los autores franceses. A propósito de la Sierra de Guadarrama, por ejemplo, Azorín supo ponderar el papel desempeñado por los románticos franceses que recorrieron España en los años cuarenta –Gautier, Boulanger, Achard, el propio Dumas– en el «descubrimiento» moderno del paisaje. Ellos «nos hicieron ver –escribe Azorín– esa magnífica montaña que Velázquez y Goya habían puesto en los lejos de sus cuadros».

Las Impresiones de Dumas contienen un conjunto de imágenes del paisaje en las que alienta con claridad ese renovado horizonte moderno. Son imágenes en las que se aúnan, como en todo el paisajismo moderno, la descripción y el sentimiento, la intención de conectar lo exterior con lo interior, el deseo de hacer del paisaje, como decía Byron, un estado de conciencia. Así va hablando Dumas de los paisajes que encuentra en su camino: las Landas y la costa vasca, Castilla y la Sierra de Guadarrama, Sierra Morena y Andalucía. Habla del tránsito entre los paisajes norteños y los castellanos, del paso de «las sombras frescas», de «las montañas pintorescas de Guipúzcoa», a «las arenas rojas, los brezales grises y los horizontes sin fin de Castilla la Vieja». Se refiere al paisaje de la otra Castilla, Castilla la Nueva, entre Toledo y Aranjuez: «Un paisaje casi pavoroso –escribe– a fuerza de grandiosidad». Y se muestra muy sensible al «carácter imponente» del paisaje de Sierra Morena, que consigue proporcionarle, «con su lenguaje nuevo, un éxtasis desacostumbrado».

También se encuentra en las Impresiones de Dumas la visión de la Sierra de Guadarrama que hizo que Azorín lo incluyese entre los descubridores modernos de ese paisaje. Al acercarse, con sus compañeros de viaje, a El Escorial, se adentran en «las faldas del Guadarrama» y allí descubren un paisaje que les impresiona hondamente: «Pocos paisajes he visto –escribe Dumas– de un carácter tan salvaje y grandioso como el que teníamos delante». Y los pintores que le acompañaban no ocultaron la intensa emoción estética que les deparó aquel paisaje serrano: Giraud y Boulanger se mostraron, añade Dumas, «muy entusiasmados» ante aquellas «inmensas extensiones de luz y de sombra», ante aquella «grande y bella naturaleza a lo Salvatore Rosa». Esa visión del paisaje de España, esa manera moderna de acercarse a él y de sentirlo, es, en fin, un componente significativo y apreciable de las Impresiones de viaje de Dumas. Unas Impresiones que, por lo demás, no se alejan en ningún momento del fin principal que, según Menéndez Pelayo, que entendió bien al autor, persiguió la dedicación narrativa de Dumas: entretener ingeniosamente a sus lectores.

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