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No puede construirse una sociedad nueva con una cuchilla

Imperio

MICHAEL HARDT, ANTONIO NEGRI

Paidós, Barcelona

Trad. de Alcira Bixio

432 págs.

24,04 €

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Olvídense de Bob Geldof, Bono y del resto de almas buenas: la única relevancia de Génova fue la de ser escenario de una de las últimas batallas en la guerra contra el neoliberalismo. En esta ocasión los anarquistas se apuntaron una «clara victoria». Los daños materiales y las luchas callejeras demostraron ser las formas más eficaces de protesta y provocaron una reacción exagerada de la policía: le pegaron un tiro a un hombre armado con un extintor de incendios y allanaron las oficinas del Foro Social de Génova sin motivo alguno. A los manifestantes no violentos les gusta afirmar que los «anarquistas» han secuestrado la protesta legítima, pero esto no es históricamente cierto: el Bloque Negro estaba allí para recibir a Reagan cuando vino a Europa en los años ochenta, mucho antes de que se hubieran formado el resto de los grupos representados en Génova. Los Tute Bianche («monos blancos») constituyen un fenómeno más reciente y típicamente postmoderno, decididos a deconstruir la oposición entre violencia y no-violencia, pero también ellos hunden sus raíces en los movimientos autonomistas de los años setenta. Las manifestaciones de este tipo han ido sucediéndose durante mucho tiempo y es improbable que desaparezcan. La única cosa que parece no estar clara es quién está luchando en cada bando.

No estoy refiriéndome al rumor de que en el Bloque Negro se habían infiltrado agentes provocadores, o al contraargumento de que los Tute Bianche han empezado a cooperar con la policía. El tema es más esencial. Desde el final de la guerra fría, el neoliberalismo se ha convertido en una doctrina tan dominante ideológicamente que ya no está claro si los verdaderos neoliberales son los líderes del G8 o la gente que está fuera con los pasamontañas y los monos. Cojamos el ejemplo de Ya Basta!, el grupo italiano formado en 1996 para apoyar el levantamiento de Chiapas y que sirvió de impulso para los Tute Bianche. Están luchando con el lema «Per la dignità dei popoli contro il neoliberismo», pero sus dos demandas políticas básicas, la emigración libre y el derecho a unos ingresos básicos garantizados, son políticas que fueron en su día en gran medida el dominio exclusivo de los comités asesores neoliberales en Estados Unidos. La idea de que todo el mundo debería recibir unos ingresos básicos, independientemente de cualquier otro ingreso que ellos obtengan, o de su buena disposición a trabajar, cuenta con una larga historia dentro de la derecha. A comienzos de los años sesenta, Milton Friedman salió en defensa de una forma de esta idea, y en Gran Bretaña ha circulado en los márgenes de las ideas políticas conservadoras durante medio siglo, y ha sido apoyada muy recientemente por Alan Duncan, un amigo de William Hague. El apoyo a la emigración libre ha provenido también fundamentalmente de libertarios de derechas y a comienzos de los años ochenta fue el tipo de tema que se trataba en los seminarios del Liberty Fund. Para los neoliberales, uno de los atractivos de estas políticas era su incompatibilidad con el estado de bienestar. La renta básica era la alternativa barata al bienestar, un rechazo frontal del «a cada uno según sus necesidades» (contempla la eliminación total de la infraestructura de la seguridad social); la emigración libre, que haría que los beneficios de las prestaciones sociales de una nación fueran accesibles a cualquier persona en el mundo, provocaría que rápidamente resultaran insostenibles los logros duramente conquistados del sistema de bienestar.

El solo hecho de que los «anarquistas» apoyen retazos de la agenda neoliberal que ni siquiera George W. Bush ha puesto aún en práctica no quiere decir que persigan fines neoliberales. En la política autonomista italiana, la idea de una renta garantizada surgió a comienzos de los años setenta no como un medio de recortar la factura de las prestaciones sociales, sino como parte del esfuerzo para desenganchar el trabajo productivo de la economía capitalista. En cuanto a la emigración libre, es una consecuencia tan natural de un internacionalismo de izquierdas como de un libertarismo de derechas. Es más, deberíamos ser cautelosos a la hora de interpretar la violenta confrontación de Génova como el choque de ideologías incompatibles. Aunque tiene su origen en un análisis marxista de la lucha de clases, la concepción de autonomía que inspiró el movimiento Autonomia en Italia y los Autonomen de Alemania y el norte de Europa ha venido básicamente a solaparse con la idea neoliberal de libertad negativa. El paso inicial parecía revolucionario: como Marx había mostrado que las relaciones sociales no eran, de hecho, el tejido perfecto de la mitología burguesa, sino más bien el campo de batalla del conflicto económico, la lucha de clases podría librarse más eficazmente si la clase trabajadora se desvinculara del trabajo asalariado y tratara de lograr la autonomía por sí misma. En el contexto italiano, el ideal de autonomía también representaba lo contrario del histórico intento del PCI de alcanzar la hegemonía por medio del dominio de la sociedad civil. Al buscar el liderazgo del estado capitalista, el PCI estaba simplemente contribuyendo a mantenerlo: la acción autónoma, independiente de los sindicatos y el partido, rompería toda relación de la clase trabajadora con el capitalismo y, sin trabajo que lo mantuviera, el capitalismo se derrumbaría.

En la práctica, la autonomía significaba que la acción considerada en otro tiempo como algo relativamente marginal a la lucha de clases, como ocupaciones ilegales o la «negativa a trabajar» –huelgas salvajes, llamar diciendo que se está enfermo, salir del trabajo antes de tiempo, pequeños robos y sabotajes–, se convirtieron en ejemplos paradigmáticos de la «autovaloración» de la clase trabajadora. En un principio estas acciones fueron parte de una estrategia para llevar a cabo un cambio revolucionario, no (como en el anarquismo) un intento de construir un nuevo ideal social. Pero pronto pasaron a convertirse en fines en sí mismos y durante los años ochenta el autonomismo sobrevivió básicamente en colonias de okupas neotribales como Kreuzberg en Berlín y Christiania en Copenhague. La repolitización del movimiento se debió en parte al éxito de los zapatistas. Sus «municipios autónomos» y su lucha por afirmar una alternativa política independiente del Estado suministró un nuevo modelo para todos aquellos que querían vivir fuera del sistema capitalista. Al mismo tiempo, el propio hecho de que personas de remotas partes del mundo hubieran de luchar para establecer esa autonomía servía para ilustrar el nuevo alcance global del capitalismo. Sin embargo, se había producido un cambio: la autonomía se había concebido para sustituir el capitalismo por el comunismo; pero en cuanto que antítesis de la globalización funciona de un modo muy diferente: áreas o esferas autónomas de actividad pueden constituir alternativas locales al capitalismo y, por tanto, limitar su extensión, pero no son incompatibles con su continuación. Esto es importante en términos de teoría política: «inmunidad del servicio del capital» (como podría haberlo formulado Hobbes) es una forma, hoy quizás la más importante, de libertad negativa, y las regiones autónomas y los ingresos básicos son modos ambos de hacerla posible, mientras que ni las zonas autónomas ni los ingresos básicos tienen encaje alguno en el comunismo, ya que ambos son modos de limitar las exigencias que pueden plantear unas personas a otras.

Es este contexto intelectual y político el que hace que resulte tan interesante la aparición de Imperio. En libertad condicional de la cárcel de Rebibbia de Roma desde hace poco, y una influencia reconocida de Ya Basta!, Antonio Negri posee unas credenciales revolucionarias intachables. En los años setenta fue el principal teórico de Potere Operaio y, más tarde, del movimiento Autonomia. Pero en 1979, el secuestro y ejecución de Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas les proporcionó a las autoridades italianas el pretexto para la represión indiscriminada de la izquierda extraparlamentaria. Miles de activistas fueron arrestados con acusaciones políticas; el propio Negri fue acusado de planear y organizar actos terroristas, así como de ser la voz sin identificar en una llamada telefónica a la esposa de Aldo Moro. No había pruebas concluyentes para demostrar ninguna de estas acusaciones. Los pentiti acusaron a Negri de complicidad únicamente en una acción, y se había tratado más de una travesura horriblemente chapucera que de un acto de terrorismo: en el «secuestro» de un simpatizante de Potere Operaio realizado por sus amigos para sacar dinero a sus acaudalados padres, mantuvieron durante demasiado tiempo un pañuelo con cloroformo sobre la cara del joven. Negri, no obstante, fue condenado a prisión y sólo sería liberado bajo inmunidad parlamentaria cuando fue elegido diputado por el Partido Radical. Huyó a Francia, donde contó con el apoyo de Deleuze y Guattari, prosiguiendo su carrera académica en París (donde Michael Hardt era un estudiante) hasta 1997, cuando regresó voluntariamente a Italia para cumplir el resto de su condena.

El intento de Negri de reteorizar la estrategia autonomista comenzó durante su primer período en prisión, con un estudio de Spinoza. Encontró en Spinoza una distinción (que se pierde en muchas traducciones) entre potentia («fuerza», «actividad creadora») y potestas («autoridad», «soberanía»). Según Spinoza, el poder de Dios (potentia) constituye su esencia, y en consecuencia existe todo lo que Dios ordena (potestas). Para Negri esto no significa sólo que lo creado por Dios, dado que Dios es necesariamente creativo, también existe necesariamente; según Negri, la potestas de Dios está subordinada a la constante plasmación de su potentia: la soberanía de Dios sobre el mundo es idéntica, en realidad, a su construcción del mundo. La trascendencia política de esta distinción surge en el incompleto Tratado Político de Spinoza, donde, afirma Negri, la multitud se convierte en «una esencia productiva» y la potestas del soberano es la potentia del pueblo.

Aquí encontró una nueva justificación la vieja estrategia autonomista del desligamiento de estructuras de autoridad existentes. Puede que el proletariado haya dado paso a la multitud de Spinoza, y el lenguaje de la economía al de la jurisprudencia, pero el punto básico permanecía inalterado: tomar el poder y construir el poder son la misma cosa. El potencial revolucionario de esta idea apareció afirmado en Insurgencias (1999), donde Negri señalaba que las revoluciones inglesa y americana se habían inspirado en una doctrina similar: la teoría republicana de la libertad, con su énfasis en el poder constituyente de la ciudadanía. En el breve pasaje «de la resistencia a la revolución, del asociacionismo a la constitución de cuerpos políticos […] desde las militiae a los ejércitos» se encontraba la prueba de que la potentia podía convertirse en potestas de la noche a la mañana. Todo lo que Marx había necesitado añadir a lo que John G. A. Pocock llamó la «tradición republicana atlántica» era la idea de que lo político incluye siempre lo social. Ahora, «el espacio político se convierte en espacio social», y con el trabajo creativo libre como su tema, el poder constituyente es «la revolución misma».

En Imperio, este argumento se aplica a la globalización. El nuevo orden mundial representa una nueva forma de soberanía imperial «integrada por una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos bajo una sola lógica de gobierno». La exposición del modo en que estos organismos –los Estados Unidos, el G8, las Naciones Unidas, las organizaciones no gubernamentales, las multinacionales y los conglomerados mediáticos– ejercen su autoridad es bastante vaga, pero en cierto sentido esto no importa. El imperio, como otras formas de soberanía (imperium en Spinoza) es sólo una manifestación patente del poder del pueblo. En la globalización, las alternativas al capitalismo no son tanto derrotadas como que reciben una nueva oportunidad para operar en una escala global: «Las fuerzas creativas de la multitud que mantienen el Imperio son también capaces de construir autónomamente un contra-imperio, una organización política alternativa de flujos e intercambio globales».

Es fácil ver por qué Imperio ha resultado ser la obra de teoría política más conseguida surgida de la izquierda durante una generación. No sólo está escrita con una energía, claridad e ingenio inusuales, sino que aborda directamente el tema político central del momento: la distancia percibida entre las personas normales que tratan de vivir del modo que quieren y los sistemas de poder que los frustran. Al redefinir la globalización como una forma de soberanía y, simultáneamente, reelaborar el proyecto autonomista en la tradición republicana, Hardt y Negri ofrecen un análisis excepcionalmente optimista del problema: por remota que pueda parecer, la soberanía no es nada que unas pocas personas no puedan crear por sí mismas. Las protestas anticapitalistas actuales pueden parecer violencia de una muchedumbre, pero esto es sólo la mitad del asunto: las muchedumbres callejeras construyeron también América; esto es la gestación del contra-imperio.

Sin embargo, la estructura del contra-imperio sigue siendo oscura. Hardt y Negri se alejan de aquellos que quieren simplemente «defender lo local y construir barreras al capital». Pero aunque su reinterpretación de la autonomía implica más que libertad de las limitaciones del mercado, puede aún reconocerse como una parte de la reelaboración del liberalismo a finales del siglo XX. El redescubrimiento por parte de Negri del pensamiento republicano a comienzos de los años ochenta fue análogo al de Quentin Skinner en Gran Bretaña y la recuperación del antifederalismo por parte de los libertarios en Estados Unidos. Esto no implicaba en ningún caso repudiar la idea de la libertad negativa, sino un énfasis renovado en la idea de que las personas pueden ser libres únicamente si poseen también una capacidad ininterrumpida de autogobierno. Para Skinner esto significaba una llamada a la ciudadanía activa, mientras que para Negri implicaba una reafirmación de la visión antifederalista de que el poder constituyente del ciudadano no se transfiere irremediablemente al soberano por medio de un contrato o constitución. El poder constituyente de la multitud es inalienable; sigue siendo, como escribe Negri en Insurgencias, «una provocación irresistible al desequilibrio, la agitación y las rupturas históricas». El contra-imperio es la revolución permanente.

Esta no es la revolución marxista con la que estuvo Negri comprometido en su día. Aunque saludado por Slavoz Zizek como «El Manifiesto Comunista de nuestro tiempo», Imperio es más jeffersoniano que marxista. Al igual que aquellos que invocan La Declaración de Independencia contra el gobierno federal, Hardt y Negri se centran en las contradicciones generadas por la soberanía global del liberalismo: la bomba nuclear (una afrenta permanente tanto para los ejércitos como para los pacifistas), la existencia continuada de controles de inmigración, la dependencia del comercio global y los intereses mediáticos del apoyo y la regulación gubernamental. Apropiándose alegremente de los eslóganes del neoliberalismo nacional para utilizarlos contra el neoliberalismo global, Hardt y Negri proclaman: «Ahora que los opositores conservadores más radicales del gran gobierno se han derrumbado bajo el peso de la paradoja de su posición, queremos recoger sus pancartas […]. Ha llegado nuestro turno de gritar: “¡El gran gobierno ha terminado!”».

Con su afirmación repetida de que no tenemos que aceptar el mundo como lo encontramos, y de que podemos rehacerlo para adaptarlo a nosotros, Imperio es ciertamente una lectura que nos sirve de inspiración. Pero resulta difícil decir qué es lo que podría inspirar a hacer a alguien, si es que inspira algo. Como la versión de Negri y Hardt de la libertad republicana es una teoría de poder más que de derechos, no es fácilmente traducible a la hora de hablar de obligaciones. (Al contrario que Skinner, no pueden demandar leyes que nos obliguen a ejercer nuestros derechos.) Además, su análisis del poder no es el que se presta a juicios sobre el modo en que debería ejercerse. Estas dos dificultades se heredan de Spinoza, cuya metafísica teológica dictaba que, dado que todo poder es poder de Dios, el poder debe ser coextensivo con el derecho natural. En un estado de naturaleza todos tienen tanto derecho como poder de ejercerlo, limitado únicamente por el poder antagonista de otros. La formación de una comunidad independiente no supone transferencia alguna de derecho natural al soberano (como en la teoría del contrato social), simplemente un conjunto de poder y, por tanto, de derecho, que incrementa el poder de la comunidad independiente sobre la naturaleza y sobre los individuos que acoge en su seno. El derecho civil es derecho natural y el derecho natural es poder. Como lo expresa Negri en Insurgencias, «la ley es anterior a la constitución, la autonomía de las personas vive antes de su formalización. Es el hombre salvaje quien funda la libertad en la experiencia de su propio derecho».

La creencia en que el derecho civil es poder no alienado es fundamental para el replanteamiento de Negri del programa autonomista. Pero como han señalado muchos comentaristas, la teoría de Spinoza autoriza tanto la tiranía como la democracia, y tanto la contrarrevolución como la revolución. Quienquiera que ejerza la soberanía tiene el derecho a hacerlo así siempre que tenga el poder para mantenerla. Al sustituir a Marx por Spinoza, Negri preserva el credo revolucionario a expensas de su justificación. Para Spinoza no hay ningún momento en el que ni el individuo ni la multitud queden alienados de algo que es natural o legítimamente suyo, de modo que nadie posee ningún derecho al poder que ellos no posean realmente. Si alguien desarrolla mayores músculos, compra una pistola más grande u organiza con éxito una revolución, el poder y el derecho se redistribuyen en consecuencia. Es tan sencillo como eso.

Spinoza, no constituye ninguna sorpresa descubrirlo, es el filósofo político preferido de Henry Kissinger. No sé si es también el predilecto de Mrs. Thatcher, pero por la lectura de Negri debería serlo. Para Spinoza, asimismo, «la ideología burguesa de la sociedad civil es sólo una ilusión» y no existe tal cosa como «un momento intermedio en el proceso que conduce del estado de naturaleza al estado político ». El concepto de «multitud» que Negri basa en Spinoza es, en consecuencia, tanto un rechazo de la sociedad civil como un sustituto de la vieja idea de las «masas». Según Negri, la naturaleza construye a los individuos y, a continuación, por medio de la cooperación, «se componen un número infinito de singularidades como esencia productiva». Lo político es «una multitud de singularidades cooperantes » coextensivas con lo social pero sin su mediación. Si la sociedad civil se desvanece, tanto mejor; la verdadera estructura de la soberanía queda entonces al descubierto. Otro tema es si Hardt y Negri pueden realmente arreglarse sin una concepción más matizada y autónoma de lo social. Ponen objeciones a los teóricos del contrato social que pretenden «que el tema puede entenderse presocialmente y fuera de la comunidad y a continuación imponerle una especie de socialización trascendental ». La dialéctica entre el orden civil y el orden natural está ya superada, defienden, pues «todos los fenómenos y las fuerzas son artificiales» y, por tanto, «fuera no queda ninguna subjetividad». Pero, si ya «no hay más fuera», ¿qué hay entonces de la afirmación de que el derecho civil es el poder agregado que disfrutan los individuos en el estado de naturaleza? Donde no existe diferencia entre lo natural y lo social, la distinción entre lo social y lo político resulta especialmente importante. Porque, ¿cuál es el papel del poder constituyente si la soberanía está siempre ya constituida? ¿Dónde está ahora «el hombre salvaje que funda la libertad en la experiencia de su propio derecho»?

Resulta irónico que sea en el propio Spinoza donde pueda encontrarse una respuesta a estas preguntas. No está nada claro que la interpretación que hace Negri de Spinoza sea correcta. En el Tratado Teológico-Político, Spinoza había mantenido que era necesario algún tipo de contrato social y que el derecho natural se transfería. En el Tratado Político, el contrato desaparece, pero está menos claro si su eliminación significa la continuación del derecho natural en el estado civil o la elisión de la diferencia entre lo civil y lo natural. Spinoza afirma en ocasiones lo primero, pero también resalta que en el estado de naturaleza en el que «el derecho natural del hombre está determinado por el poder de cada individuo y pertenece a todos […] aquél es una no-entidad, que existe como opinión más que como hecho». Sólo al formar parte de la comunidad independiente el derecho natural se convierte en algo más que una ficción: «los hombres en el estado de naturaleza difícilmente pueden poseer su propio derecho». A partir de esta interpretación, el derecho civil es la única forma de derecho que hay; en el estado de naturaleza hay un gran riesgo de que los hombres sean virtualmente impotentes enfrentados entre sí; lejos de aportar su poder inalienado a la comunidad independiente, lo experimentan en ella por vez primera. Para el hombre, el animal social si bien no para Dios o la naturaleza, la potestas crea la potentia.

Creo que para Hardt y Negri resultaría difícil dar la vuelta a su argumento de este modo. Aunque reconocen la función de la sociedad en la producción de subjetividades individuales, apenas reconocen su papel en la producción de poder. Utilizando el modelo de biopoder de Foucault, defienden que el poder constituye la sociedad, y no a la inversa. «El poder, en cuanto que produce, organiza; en cuanto que organiza, habla y se expresa como autoridad». En respuesta a la observación de Maquiavelo de que el proyecto de construir una nueva sociedad necesita armas y dinero, citan a Spinoza y preguntan: «¿No los poseemos ya? ¿No residen las armas necesarias precisamente en el seno del poder creativo y profético de la multitud?». Nadie es impotente; incluso los viejos, los enfermos y los parados están involucrados en el «trabajo inmaterial» que produce el «capital social total». Sonando un poco como Ali G., concluyen: «Lo pobre mismo es poder. Hay Pobreza Mundial, pero hay sobre todo Posibilidad Mundial, y sólo lo pobre es capaz de esto».

Resulta difícil ver cómo este análisis comprende la realidad de la impotencia. Es posible amenazar al mundo con una cuchilla, pero no construir con ella una sociedad nueva. Los problemas de los impotentes se han abordado en los últimos años a menudo a través de una dinámica que funciona en la dirección opuesta a la que sugieren Hardt y Negri. Su reacción ante la globalización es mantener que dado que no hemos formalizado un contrato para entrar en la sociedad global, aún tenemos todo el poder que necesitamos para cambiarla. La alternativa es defender que una sociedad geográficamente sin límites debe ser también una sociedad totalmente inclusiva. Esto último es una extensión de lo que solía llamarse la política del reconocimiento. Puede que la globalización haya reemplazado al multiculturalismo como el centro del debate político contemporáneo, pero hay una continuidad subyacente: la preocupación de los manifestantes antiglobalización por regiones remotas del mundo, por las vidas de personas diferentes a nosotros y por especies de animales y plantas que la mayoría han visto sólo en televisión se basa en una identificación imaginativa sin precedentes con el Otro. Esta totalización de la política de reconocimiento de lo local a lo global es lo que ha dado impulso a campañas como la de apoyo a las víctimas africanas de sida; aquí se trata de una cuestión de simpatía más que de soberanía, de justicia más que de poder. En muchos casos, a menos que los poderosos reconozcan alguna similitud con ellos, los impotentes simplemente morirían. El capitalismo no tiene ninguna necesidad del «trabajo inmaterial » de millones de personas vivas en la actualidad. Para los seres humanos impotentes, como para otras especies, la autonomía conduce a la extinción.

El conflicto en el centro del movimiento contra el capitalismo global es la tensión entre su postura libertaria y la demanda de justicia global. Aunque Hardt y Negri son proglobalización y anticapitalismo, pertenecen firmemente al bando libertario. El «republicanismo postmoderno» que defienden expresa el «deseo de liberación de la multitud» por medio de la «deserción, el éxodo y el nomadismo ». Y aunque en su obra más reciente, Kairòs, Alma Venus, Multitudo, Negri ha escrito una serie de meditaciones sobre la pobreza de un tono casi franciscano, la teoría política que ha desarrollado en los últimos veinte años carece de las herramientas para abordarla. La afirmación de que lo político es idéntico a lo social no puede ocultar el hecho de que la suya es una teoría concebida enteramente en términos de lo político. Como afirmó en cierta ocasión Hannah Arendt al respecto de la Revolución americana en tono aprobatorio, aquella fue una lucha «contra la tiranía y la opresión, no contra la explotación y la pobreza».

Para Arendt, era el otro tipo de revolución, motivada por la compasión más que por el deseo de libertad, la que conducía inexorablemente al terror y al totalitarismo. Puede que no estuviera del todo equivocada. Esas almas buenas y reformadoras son más peligrosas de lo que parecen. Incluso la idea muy manida de un impuesto sobre la especulación cambiaria (concebido para reducir la volatilidad del mercado y aportar recursos para el desarrollo sostenible) requeriría de un consenso ideológico mundial para su implantación. Llevarse el comercio de divisas de un paraíso fiscal a otro, y de acuerdos cambiarios a bonos y a materias primas y a productos derivados necesita de un gobierno mayor que cualquiera del que existe actualmente. La regulación medioambiental eficaz restringiría el movimiento, la fertilidad y los modelos de consumo de los individuos de todo el planeta. La alternativa ideológica al neoliberalismo es, como los neoliberales nunca se cansan de decir, una forma de totalitarismo. Pero eso puede ser sólo un motivo para que la gente empiece a pensar en qué nuevas formas de totalitarismo podrían ser posibles y, en realidad, deseables. En Estados Unidos, por ejemplo, la discusión ha recibido un fuerte impulso con los sucesos del pasado año. La globalización parece haber creado un mundo de riesgo ilimitado, sin la correspondiente totalización de los medios de control social. Algunos comentaristas, siguiendo el modelo del «choque de civilizaciones » de Samuel Huntington, defienden que el control global social es imposible y que el único modo de contener el riesgo es mantener las fronteras entre civilizaciones. Para los neoliberales, sin embargo, la dedicación a la globalización necesita la búsqueda de alguna forma de autoridad global: el nexo cambiante de ins-tituciones y alianzas que Hardt y Negri llaman Imperio. Pero esto no va a producir nunca el tipo de regulación social intensiva que se necesita para limitar todos los riesgos de una sociedad global. Los riesgos ilimitados necesitan de controles totales y, como señalan Hardt y Negri, «el totalitarismo consiste no simplemente en totalizar los efectos de la vida social y subordinarlos a la norma disciplinaria global», sino también en «la fundación orgánica y la fuente unificada de la sociedad y el estado».

Hardt y Negri no tienen ningún interés en el control del riesgo —un mundo de riesgo ilimitado es un mundo de poder constituyente ilimitado— y rechazan la comprensión totalitaria de la sociedad como aquella en la que «la comunidad no es una creación colectiva dinámica sino un mito fundador primordial». Pero el debate sobre el control social provocado el pasado año por los secuestros de aviones es uno en el que otros izquierdistas deberían apresurarse a participar. El tema aquí no es la hipocresía americana (Nagasaki, no Pearl Harbour, es la comparación pertinente). Que los suizos arrojen la primera piedra: Londres está lleno de estatuas de criminales de guerra. Es más bien que, sin darse aún cuenta de ello, la única superpotencia del mundo quiere conseguir algo que presupone mayor justicia económica y social. La actual política estadounidense puede ser inaceptable, pero el proyecto a largo plazo es inesperadamente prometedor.

Si la «guerra contra el terrorismo» quiere ser un fiasco menor que la «guerra a las drogas», requiere una inclusividad y reciprocidad social globales. El control social total implica un grado de microrregulación con el que los individuos han de cooperar. Un modo en el que se han diferenciado las sociedades totalitarias de aquellas que son simplemente autoritarias es en su provisión de trabajo y asistencia sanitaria. (Si se quiere seguir la pista de las personas no puede abandonárselas mientras están enfermas o en paro.) El nexo entre el bienestar y el totalitarismo funciona de ambos modos: la regulación y la inclusión social van de la mano. Si Estados Unidos quiere hacer del mundo un lugar más seguro, tendrá que acabar ofreciendo, u obligar a otros gobiernos a hacerlo, a la población de todo el mundo los medios para que participen en la sociedad global. Esto implicará restricciones reales al funcionamiento del mercado, especialmente al capital financiero. El martes 11 de septiembre de 2001 puede acabar siendo la fecha en la que el neoliberalismo y la globalización se separaron.

«Nous sommes tous Américains», proclamó el editorial de Le Monde. Y no sólo aquellos que estaban horrorizados por los secuestros de los aviones: el ataque sobre Nueva York y Washington no fue un acto de guerra contra un enemigo extranjero (no tenía valor estratégico) sino una protesta que implícitamente reconocía la soberanía de Estados Unidos. «Soy un piloto de American Airlines», se jactaba un secuestrador bebiendo en su bar local. Una mezcla de humor negro y vanas ilusiones, sin duda, pero un claro indicativo de proximidad psicológica. Si los estadounidenses no consiguen entender por qué se odia a su país suele ser porque apenas comprenden el alcance de su influencia. Nadie atraviesa medio mundo para matarse entre unas personas con las que siente que no tiene ninguna conexión. Incluso en el desierto árabe, Estados Unidos se halla incómodamente cerca. Para Estados Unidos puede parecer como una guerra extranjera, pero por otro lado es más como una guerra civil, que divide familias: los Bin Laden, por ejemplo.

Una cosa que los secuestros han sacado a la superficie es el grado en el que «el mito fundacional primordial» de una sociedad total está ya disponible en la historia de Estados Unidos. En un nivel, Hardt y Negri reconocen esto. Su trabajo está desprovisto del antiamericanismo residual de la izquierda europea y representa un esfuerzo sistemático por apropiarse del mito americano para la multitud global. Pero la suya es la América de la potentia, no de la potestas. No entienden que incluso aunque la multitud pueda crear sus propias Américas, sería más fuerte bajo la soberanía de la existente: no mejor sólo materialmente, sino mejor para poder conseguir sus objetivos sociales y políticos. Los escasos éxitos de la izquierda internacional en los últimos cincuenta años —descolonización, antirracismo, el movimiento de liberación de la mujer, el antiautoritarismo cultural— han contado todos con un auténtico respaldo (y a menudo oficial) del interior de los Estados Unidos. Los Estados Unidos no son ninguna utopía, pero una política utópica tiene ahora que abrirse paso a través de ellos. La antiglobalización es con frecuencia un argumento a favor de la globalización de las normas estadounidenses: ¿por qué habrían de tener los trabajadores de Filipinas menos derechos que sus homólogos estadounidenses? Israel se unirá a la lista de «estados incontrolados» sólo cuando Estados Unidos pase a ser más representativo de la población del mundo. Los regímenes totalitarios del siglo XX tuvieron mala fama, menos debido a su control monopolístico de la vida cotidiana que a su sofocante insistencia en una máxima de valores compartidos y a sus castigos draconianos del inconformismo. Fueron, en términos durkheimianos, intentos de crear comunidades totales más que sociedades totales. Estados Unidos ofrece un modelo para un tipo diferente de totalitarismo. Dentro de una sociedad total —un mundo de anomia universal poblado por los sujetos hibridizados de reconocimiento mutuo— la microrregulación monopolista no necesita ocuparse de la conformidad. Un Estados Unidos global no es, por supuesto, una sociedad total, pero una sociedad total está pasando a ser rápidamente más imaginable que el estado de naturaleza del que ha partido tradicionalmente la teoría política. En esta situación, necesitamos empezar a pensar en nuevos caminos. La versión de Negri de lo que Althusser llamó «totalidad sin clausura» es una política sin un contrato social, «un poder constituyente sin limitaciones». Pero en una sociedad total no es lo social lo que necesita un contrato, sino lo individual: un contrato antisocial que crea espacios individuales en un mundo totalmente regulado por una mutualidad sin sentido.

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