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Hitler, psicología de un supervillano

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Aunque nos duela y nos cueste reconocerlo, Hitler ejerce una poderosa fascinación sobre la imaginación colectiva. Su reiterada aparición en el cine lo ha convertido en un supervillano casi tan irreal como Darth Vader o Fu Man Chú. En Malditos bastardos (2009), Quentin Tarantino se permitió la fantasía de desviar el curso de la historia, escenificando su muerte en un cine de París en compañía del repelente Goebbels. Ambos aparecen como dos seres grotescos y mentalmente inestables. Podrían desfilar por un esperpento de Valle-Inclán y sólo advertiríamos la extrañeza que produce cualquier ucronía. Se han escrito infinidad de biografías sobre Hitler, pero su personalidad sigue envuelta en lo incierto y paradójico. Todos los investigadores destacan su desconcertante infantilismo, que sirve de base a su megalomanía y a sus tendencias autodestructivas. El historiador alemán Joachim Fest escribe en El hundimiento: «siempre que se investiga a fondo el legado de Hitler, lo que hizo y lo que dijo, resalta el tono hondamente nihilista que impregna la totalidad de sus ideas». En sus Anotaciones sobre Hitler, Sebastian Haffner formula un juicio semejante. Hitler no concibe alternativas a la derrota de Alemania. Si el país no es capaz de vencer a sus enemigos, no merece existir. No habrá futuro para el hombre ni para la cultura. No habrá un después. Haffner reflexiona sobre la mala conciencia de Alemania y advierte a sus compatriotas: «La historia alemana no acaba con Hitler. Quien crea lo contrario y tal vez se alegre de ello, no sabe hasta qué punto está cumpliendo la voluntad del dictador».

Hilter nunca pensó en el futuro de Alemania. Identificó su destino con el de su país, mostrando una horripilante insensibilidad hacia sus compatriotas. Cuando, en noviembre de 1941, se insinúa la posibilidad del fracaso en el frente del Este, Hitler afirma que «el pueblo alemán debía desaparecer… y ser exterminado si algún día ya no tuviese fortaleza y voluntad de sacrificio para exponer su vida en defensa de su existencia, y él no derramaría una sola lágrima por tal pérdida». Su predisposición al suicidio se mezclaba con su visión política. Se concebía a sí mismo –escribe Haffner– como «un elegido, con derecho no sólo a identificarse con Alemania, sino a incorporar y subordinar la vida y muerte de Alemania a su propia vida y muerte (“El destino del Reich sólo depende de mí”). Y fue eso mismo lo que finalmente hizo».

Hitler se casó en vísperas de su suicidio, como un gesto de gratitud hacia Eva Braun. Nunca se planteó la posibilidad de la paternidad. De hecho, «el amor –anota Haffner– desempeñó un papel insignificante en su vida». Sólo cabe mencionar la turbia relación con su sobrina Geli, que se suicidó tras confesar a una amiga: «Mi tío es un monstruo, nadie puede imaginarse las cosas que me exige». Al margen de cualquier especulación, parece innegable que Hitler nunca mostró interés por formar una familia y educar a unos hijos. Ese desinterés por una prole que –de algún modo– prolongara su existencia, es perfectamente congruente con su ideario político, que incluye la perspectiva del apocalipsis. Si el nacionalsocialismo no conseguía imponerse, Hitler se aseguraría de que su portazo de despedida resonara largamente en la posteridad. Su caída sería tan estrepitosa que quizá desapareciera cualquier vestigio de vida humana en el planeta. Su intolerancia a la adversidad es tan infantil como su impotencia para administrar el triunfo. Es posible que –de haber logrado sus objetivos– la embriaguez de la victoria hubiera derivado hacia la paranoia, desatando purgas inacabables entre sus correligionarios políticos o la población alemana. Sin judíos, gitanos o bolcheviques a los que exterminar, el nacionalsocialismo habría perdido el sentido de su existencia. Hitler habría caído en uno de esos estados de apatía que se manifestaban tras los brotes de euforia. El objeto de la política es gestionar la vida, pero Hitler no podía concebir el futuro sin guerras ni conflictos. Carecía de la perspectiva constructiva de un estadista, con un proyecto de reformas e innovaciones, donde todo está subordinado a mejorar las condiciones de vida, garantizando la estabilidad, la equidad y el progreso: «Al igual que el jefe de una cuadrilla de bandidos, no tenía intenciones que fueran más allá de la idea de matar y robar –apunta Joachim Fest–. En todo caso, aquel enfrentamiento bélico con casi el mundo entero no tuvo, como constataron no sin asombro sus generales y después todos los observadores, un objetivo medianamente definible. En febrero de 1941, cuando todavía acariciaba la idea de haber concluido la campaña contra la Unión Soviética en el otoño siguiente, preocupado por la inminente paz, le pidió a Jold que elaborara un estudio sobre la invasión de Afganistán y la India».

«¿Política? Yo no hago política. Me repugna», exclamaba Hitler. Tal vez por eso su herencia consistió en una Europa devastada por una guerra colosal, la degradación moral de los alemanes formados en los dogmas del nacionalsocialismo, la ferocidad del Ejército Rojo –una masa de hombres traumatizados por terribles pérdidas– o el pragmatismo amoral de las democracias vencedoras que incorporaron a antiguos criminales nazis a sus servicios de inteligencia. Hitler pidió al pueblo alemán grandes sacrificios colectivos para conquistar el poder y la gloria. Durante doce años, la sociedad que lo encumbró suscribió su tosco darwinismo social, considerando que en la escala de la vida hay formas de existencia que merecen ser extirpadas sin falsos sentimentalismos. Hitler pensaba que el sentimentalismo es un prejuicio pequeñoburgués, incompatible con la edificación de un imperio basado en la doctrina de la Sangre y el Suelo. El desplome moral de la sociedad alemana, sin el que no habría sido posible la guerra, se condensa en el caos interior del protagonista de Alemania, año cero (Germania, anno zero, Roberto Rossellini, 1948), un niño que envenena a su padre enfermo para liberar a su familia de una boca inútil. Su suicidio en las ruinas de Berlín expresa trágicamente la pérdida de la esperanza de una generación que se educó en el culto a lo colectivo y el desprecio al individuo.

El desprecio al individuo incluye como supuesto principal el desprecio de las minorías. La minoría es el cáncer que devora cualquier utopía colectivista. La diferencia es una provocación que frustra la pretensión de reemplazar al individuo por la masa. El grado de civilización de un sistema político se mide por su tolerancia con la alteridad, con el individuo que decide vivir en los márgenes, escandalizando a la mayoría, a veces con conductas antisociales. Diógenes de Sinope se masturbaba en público. Cuando alguien le recriminaba su actitud, respondía que ojalá el hambre se aplacara del mismo modo. La Alemania nazi habría enviado al filósofo a Dachau. Una sociedad democrática mira hacia otro lado o se limita a extender una multa.

Algunos de los que mantuvieron una relación más estrecha con Hitler confirman la inmadurez que han apreciado distintos historiadores. En su Diario de Spandau, Albert Speer, que perteneció al círculo de los más íntimos, escribe: «Aunque expusiera con expresión seria, casi solemne, sus grandiosos planes, nunca tuve la impresión de estar escuchando a una persona adulta». En su estudio sobre la infancia de Hitler, Alice Miller ha señalado su incapacidad para madurar. Atrapado entre un padre brutal y una madre sumisa y mucho más joven, no se cumplieron las condiciones necesarias para que pudiera desarrollar una personalidad adulta y estable. Hitler nunca superó los conflictos de su infancia. Siempre abrigó odio hacia la figura paterna, que no le dejó otra huella que un profundo resentimiento, fruto de las humillaciones y los castigos físicos. Siempre soñó con liberar a su madre, sometida a las mismas vejaciones, y nunca logró superar el odio hacia su propia debilidad. Pero «rescatar a su madre –afirma Alice Miller– también supone para un niño luchar por su propia existencia. Dicho en otros términos: de haber sido la madre de Adolf una mujer fuerte, no lo habría expuesto a todas esas torturas ni a un miedo y terror pánico constantes. Pero como ella misma estaba degradada y sometida por completo a su marido, era incapaz de proteger al niño. Los niños imaginan a menudo que tendrán que rescatar o salvar a sus madres para que éstas puedan ser por fin las madres que en otro tiempo necesitaron. Y esto puede convertirse en una ocupación a tiempo completo en la vida adulta. Pero como ningún niño tiene la posibilidad de salvar a su propia madre, la compulsión de repetir esta impotencia conducirá inevitablemente al fracaso, o incluso a la catástrofe, si no es detectada y vivida en sus orígenes».

Al convertirse en dictador, Hitler invirtió los papeles. Adquirió el poder ilimitado que le había infligido tantas ofensas. Destruyó cualquier vestigio de debilidad en su carácter. Perdonó a su padre porque usurpó su lugar y se identificó con él. Esa transformación le permitió reinventar a su madre, atribuyéndole los rasgos de fortaleza, orgullo y determinación que exigía el nacionalsocialismo a todas las madres alemanas. Obtuvo el apoyo de gran parte de la población porque su tragedia reproducía la infancia de una generación educada en el miedo y la obediencia ciega. Aunque sería ridículo negar su participación en la historia, Hitler se movía en el ámbito de lo simbólico, sin comprender la terrible inmadurez de sus actos. Ni siquiera al dictar su testamento a su joven secretaria Traudl Junge, titubeó en su odio hacia los judíos. Un odio que no respondía a un antisemitismo convencional, sino al pozo de frustración de su infancia y primera juventud. El padre que a los once años lo había vapuleado hasta dejarlo medio muerto, que jamás le permitió mirarle a los ojos y que le obligaba a acudir con un silbido, podía presumir de su condición de funcionario de aduanas. Había triunfado en la vida. En cambio, Adolf sólo había conocido el fracaso hasta comenzar su carrera política. Incapaz de terminar la educación secundaria, suspendió el examen de ingreso en la Escuela de Bellas Artes y vivió como un vagabundo en Viena y Múnich, sobreviviendo con su pensión de orfandad y con la venta ocasional de sus mediocres pinturas.

Hitler es el producto de una coyuntura, no de un proyecto. Encarna una patología colectiva y el miedo a una libertad responsable. Su resistencia a encontrar y ejercer una profesión puede interpretarse como un rasgo bohemio, una forma de manifestar su desprecio por la vida acomodada y burguesa, pero la verdadera explicación hay que buscarla en su inestabilidad neurótica. Su tendencia a sobrevalorarse actuó como un mecanismo de compensación respecto a la inseguridad de los primeros años. Sin mucho interés por el amor o la amistad, la política llenó su vida y, lo que es más dramático, su vida ocupó la política, convirtiéndose en la cabeza de una nación hambrienta de un líder, o más exactamente, de un padre con la autoridad necesaria para garantizar el pan y el orden público. Hitler obró como ese padre anhelado. El pan regresó a los hogares y la disciplina se impuso en toda Alemania, pero el precio incluyó la destrucción de las libertades, la arbitrariedad de la ley y la hipoteca de una guerra que debería ejecutarse cuanto antes. Aunque en sus cínicas y tediosas Memorias, Leni Riefenstahl nos asegura que, en vísperas de la invasión de Polonia, Hitler invocaba a Dios en presencia de Albert Speer, rogándole que no «se viera forzado a una guerra», en la primavera de 1939 le espetó en Berlín al ministro rumano de Asuntos Exteriores: «Tengo cincuenta años y prefiero que la guerra sea ahora y no cuando cumpla cincuenta y cinco o sesenta». Algo más tarde, el 22 de agosto, comunicó a sus generales «su decisión irrevocable de hacer la guerra», alegando que no sabía cuánto tiempo le quedaba de vida y que no necesitaba otra justificación que «el rango de mi personalidad y mi autoridad sin parangón». ¿La finalidad de la guerra? Un nuevo concepto de humanidad, libre al fin de la retórica de la Ilustración y la herencia judeocristiana. Un mundo sin otro derecho que la fuerza y sin más voluntad que el derecho natural de los pueblos superiores: «Mi pedagogía es dura. Lo débil debe eliminarse a martillazos. En mis fortalezas de la Orden Teutónica crecerá una juventud que hará temblar al mundo. Quiero una juventud violenta, dominante, impávida, cruel. La juventud ha de ser todo esto. Ha de soportar dolores. En ella no debe haber nada débil ni tierno. La fiera libre y espléndida deberá brillar nuevamente en sus ojos. Quiero una juventud fuerte y hermosa… Así podré crear algo nuevo».

Si no se cumplía esa meta, Hitler vaticinaba el desastre. Se impondría el caos en las relaciones entre clases y naciones, y la humanidad –infectada por el bacilo del judeobolchevismo– se encaminaría hacia su autodisolución. Sólo él podría evitar ese funesto destino: «No hay autoridad militar ni personalidad civil que pueda sustituirme». Hitler no concebía ningún futuro después de su muerte y acertó en lo que respecta a su influencia en la posteridad. Pese a los residuos marginales, no queda nada de su obra. No podía ser de otro modo, pues el nacionalsocialismo responde a las pulsiones autodestructivas del género humano, a la fantasía onanista que concibe al mundo como un teatro orquestado para satisfacer el ansia de placer de un yo inmaduro. La famosa imagen de Chaplin (The Great Dictator, 1940) en la que lo vemos jugando con una gigantesca bola del mundo recrea perfectamente esa pasión regresiva. Hynkel impulsa el globo sin reparar en que su deseo de gozar y apropiarse de todo conducirá a la destrucción total. El globo finalmente estalla y el pequeño dictador solloza sobre su escritorio, pues intuye que su ambición desmedida sólo oculta un terrible vacío interior. Al igual que otros déspotas, Hitler apreciaba enormemente el cine y organizó al menos dos pases privados de El gran dictador. Su opinión sobre la película que lo parodiaba no trascendió, pero es indudable que Chaplin captó lo esencial: para Hitler, el mundo sólo fue un juguete en sus manos.

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