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El gazpacho de la «Quinta de Carabanchel»

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En el extenso epistolario de Prosper Mérimée, sólo en parte publicado, hay una carta aún inédita, dirigida a la emperatriz Eugenia. Por razones azarosas una fotocopia ha llegado a mis manos. En ella, el autor de Carmen –uno de los mitos más sugerentes de la literatura europea, correlato femenino del mito masculino de Don Juan, otro sevillano, por más señas– escribe desde su casa de París durante un caluroso día de verano. En la breve misiva el escritor se queja del sofocante aire de la capital, de que los adoquines del pavimento parecen plomo derretido, así como de la enervante calina que enturbia el cielo. Mérimée imagina que su augusta corresponsal, por entonces en Biarritz, disfruta en esos mismos momentos de la vista de un mar intensamente azul y de las caricias de una brisa refrescante. No la envidia, sentimiento que no sería galante y fuera de lugar en la etiqueta cortesana. Sí, en cambio, echa de menos el refrescante gazpacho que la condesa de Montijo, madre de la emperatriz, solía ofrecerle en la «Quinta de Carabanchel», su residencia de verano en Madrid. A dos leguas de la Puerta del Sol se encontraba este palacete; en él solía alojarse Mérimée cuando visitaba la Corte. Son los últimos años del Segundo Imperio; la salud del célebre escritor, senador imperial y confidente de la soberana, se encuentra quebrantada. Presagiando, quizá, el cercano final de una época de esplendor para Francia en la aludida carta se palpa un velo de suave tristeza. El escritor murió el 21 de septiembre de 1870, diecinueve días después del desastre de Sedán. Tras esta batalla capituló el ejército francés y Napoleón III fue hecho prisionero.

Ese gazpacho ya era un plato muy conocido en España a finales del siglo XVIII. Algunos de los curiosos impertinentes que visitaron nuestro país escriben sobre él. Por ejemplo, el inglés Richard Twiss, al salir de Gibraltar en dirección a Cádiz, el 16 de julio de 1773, otro tórrido día, después de recorrer a caballo unas tres leguas, llegó a Los Barrios. Allí hizo un alto. No habiendo venta o posada en lo que entonces no pasaba de ser una aldea, logró pernoctar en ella tras persuadir a una vieja frutera. Sólo pudo cenar gazpacho. Lo describe como «una especie de soupe maigre»; y perspicazmente lo valora como «excelente reconstituyente y refrescante durante los calores intensos». Aún se atreve a dar la receta: «se prepara vertiendo una cantidad suficiente de aceite, vinagre, sal y pimienta, en un cuarto de agua fría, añadiendo, además, mendrugos de pan, ajo y cebolla picados finamente».

No es muy distinta ni la receta ni la opinión que, medio siglo más tarde, daría otro inglés: Richard Ford, que recorrió durante tres años el país. Fruto de aquella estancia fue la primera y excelente guía turística de España que escribió doce años después a petición de Murray, el famoso editor londinense. En su Hand-book, Ford afirma que el gazpacho se compone de «cebolla, ajo, pepinos y pimientos, todo muy picado y mezclado con trozos de pan en una sopera llena de aceite, vinagre y agua fresca». Opina, además, que es un plato «refrescante durante el verano». Observa, que los andaluces no pueden prescindir del mismo. Advierte a eventuales viajeros que «los extranjeros no lo digieren fácilmente».

Más o menos es el mismo plato que Théophile Gautier degustó por primera vez en Vélez-Málaga. Era el verano de 1840. El autor de Viaje a España, uno de los libros más maravillosos del género de todos los tiempos y que alcanzó un extraordinario éxito editorial, también nos dejó su receta: «se echa agua en una sopera, a esta agua se le añade un chorro de vinagre, unas cabezas de ajo, cebollas cortadas en cuatro partes, unas rajas de pepino, algunos trozos de pimiento, una pizca de sal, y se corta pan que se deja empapar en esta agradable mezcla, y se sirve frío». Gautier no dudó en calificarlo de «horrible brebaje». Añade cruelmente que en Francia «unos perros bien criados rehusarían comprometer su hocico en semejante mezcolanza». No deja de sorprenderse que «las más bonitas mujeres» no teman tomarlo. Y, finalmente, acaba por mostrarse condescendiente, al añadir que «por muy extraño que parezca la primera vez que se prueba, uno acaba por acostumbrarse e incluso llega a gustar».

El gazpacho, ya era a mediados del siglo XIX, junto con el cocido o puchero, el plato más genuino y representativo de la vilipendiada cocina española. Prueba de ello es que otro inglés, William George Clark, tituló Gazpacho su libro de impresiones tras recorrer España durante el verano de 1848. En el prefacio, el autor justifica la elección del título por varios motivos: en primer lugar, porque es un plato popular y muy conocido en España; en segundo lugar, porque es una mezcla de elementos muy heterogéneos que acaba por resultar equilibrada, perfecta y, además, barata y al alcance de todos. Por lo dicho desea que su libro le parezca a los lectores un reflejo de esa rara y sabia combinación.

Pero ninguno de los autores citados advierte la presencia del tomate entre los numerosos ingredientes del gazpacho; mientras que en las recetas de hoy día tal vez sea el elemento hegemónico. El primer viajero que cita esa baya es el ruso Vassily Botquin, que recorrió el país muy poco después que lo hiciera Gautier y siguiendo un parecido itinerario. Botquin escribió un excelente libro en ruso, Cartas desde España, traducido a varias lenguas europeas pero que incomprensiblemente continúa inédito en español. En sus Cartas escribe que por la noche se suele servir en las ventas un «sopicaldo de pimientos, cebollas, tomates, vinagre, agua, sal y pan, que llaman gazpacho». Pero el paladar del ruso detesta el plato y su estómago se resiste a digerirlo; hasta el punto que dice preferir «comer chocolate con huevos pasados por agua acompañado de una ensalada aliñada tan sólo con vinagre».

En sus remotos orígenes el gazpacho fue un plato de segadores y gañanes. Debido al esfuerzo que realizaban y a las extremadas circunstancias en que se producía, los trabajadores del campo necesitaban un alimento de fácil preparación, nutritivo, y, sobre todo, refrescante. En un dornillo, preferiblemente de madera o corcho por ser de más fácil transporte, se majaban algunos dientes de ajo juntamente con sal gruesa; luego se le añadía abundante agua fresca del cántaro, un chorreón de aceite y de vinagre; y, por último, se le echaban mendrugos de pan, cascos de cebolla y eventualmente también pepinos troceados. En sus inicios, probablemente, el gazpacho no contenía ni pimiento ni tomate. Estos productos, originarios de América, sólo se popularizaron a partir de mediados del siglo XVIII. Como, por otra parte, los trabajadores no disponían de mucho tiempo para su preparación, el majado era muy somero; los trozos de pan y verduras quedaban sobrenadando.

Ese mismo plato elaborado, no en el tajo sino en las viviendas, con mayor primor, tiempo y habilidad por las manos de una mujer, se transformaba en una sopa ligera y prodigiosa: la maja, diestramente manejada, polvorizaba y reducía a fina masa los varios ingredientes. Ingredientes que siempre deben combinarse de manera que ninguno de ellos logre imponer su sabor.

Dos de los más relevantes pensadores españoles del primer tercio del siglo XX, Gregorio Marañón y José Ortega y Gasset, escribieron sobre ese plato andaluz. Para el primero de ellos, se trata de un alimento natural, equilibrado, maravilloso; un producto, en suma, genial desde un punto de vista dietético. Y el filósofo madrileño toma al gazpacho como base para elaborar su sugestiva, brillante y errónea «Teoría de Andalucía».

Existe, pues, una primera fórmula de gazpacho que se inicia en los tajos del campo andaluz, a la sombra de una higuera, de un alcornoque o bajo un sombrajo. Esa versión de tosca factura, propia de «segadores y gente grosera», como afirmaba Covarrubias en su célebre Tesoro de la lengua castellana o española, de 1611, uno o dos siglos más tarde es refinada por la mano más hábil de la mujer. Ésta dispone en el hogar de más tiempo, útiles más apropiados y, sobre todo, productos más selectos y variados, elegidos en el corral doméstico o adquiridos en el mercado. Por último, a mediados del siglo XX, la batidora eléctrica acaba por popularizar y transformar radicalmente el plato tradicional.

El gazpacho deja de ser una sopa muy ligera, en la que los diferentes ingredientes conservaban una relativa autonomía a pesar de haber sido pacientemente reducidos por la maja. A partir de la invención del artilugio eléctrico, los diferentes elementos son triturados y emulsionados; como consecuencia de ello los diferentes sabores se homogeneizan. El resultado final es una espesa crema o puré de verduras, en la que predomina el tomate, cuando no otras bayas o verduras exóticas. La batidora eléctrica ha permitido, sin duda, liberar al ama de casa o al cocinero profesional de la larga e ingrata tarea que es el majado, que requiere tiempo, bastante esfuerzo y no escasa habilidad para obtener un resultado óptimo. Pero también la batidora, unida a la influencia ideológica de ciertas modas alimenticias, acaba por desfigurar el genial invento de los segadores y gañanes andaluces.

El gazpacho de la «Quinta de Carabanchel», soñado por Mérimée, estaba tan lejos del grosero sopicaldo de un tajo de segadores, en el que sobrenadaban en el agua los trozos de pan duro y los cascos de cebollas, como del espeso y untuoso puré rojizo que nos sirven en un restaurante de Sevilla, de Londres, París, Roma o Nueva York. ¿Era mejor o peor el ligero y fresco gazpacho majado con el que solía agasajar a sus invitados la condesa de Montijo a mediados del siglo XIX, que la untuosa y espesa crema fría de un restaurante de hoy? Probablemente muchos preferirán el que se hace hodierno. Sin riesgo de errar, se puede afirmar que son platos muy diferentes a pesar del origen común.

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Ficha técnica

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