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Hipótesis populistas

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Cualquier observador de la realidad contemporánea se sentirá inclinado a afirmar que la nuestra es una época ilegible a fuer de desconcertante: en ella se suceden los acontecimientos y no sabemos cómo interpretarlos, aunque, desde luego, hay donde elegir entre las incontables interpretaciones que se encuentran en circulación. Sin embargo, convendría preguntarse dónde está esa época legible que se ofrece sin ambages a sus coetáneos y ofrece pocas dudas acerca de su significado o dirección. Y uno diría: en ninguna parte. ¡No la ha habido nunca! Toda época se encuentra abierta a múltiples interpretaciones, por lo demás no necesariamente excluyentes. La contienda entre ellas no es, por ende, una simple disquisición académica, pues influye directamente sobre el modo en que percibimos la realidad social y, por ese camino, en el debate sobre el modo en que podría actuarse sobre ella.

Viene todo esto a cuenta de la revuelta protagonizada en Francia por los ya célebres gilets jaunes o «chalecos amarillos», un movimiento sin líderes visibles ?al menos de momento? que protesta desde hace semanas contra el presidente Emmanuel Macron. Nótese que ni siquiera es fácil discernir cuál es el objeto de la protesta: fuera del rechazo a la tasa ecológica sobre el diésel, el espíritu de la protesta podría resumirse en la demanda de más gasto estatal con menos impuestos. Y hasta aquí podemos llegar: el resto es semiótica. Es decir, un ejercicio de interpretación de señales que encuentra en el chaleco amarillo una metáfora impagable sobre la visible invisibilidad de quienes se rebelan contra el sistema o demandan de él más atención, o las dos cosas a la vez. No puede así decirse que los chalecos amarillos proporcionen ninguna clase iluminadora sobre la ola populista que más allá de Francia baña las playas de Occidente, sino que más bien añaden confusión: cada vez tenemos menos claro lo que está delante.

Una buena muestra de ello proviene también de Francia, a saber, la favorable opinión que sobre Donald Trump ha manifestado Michel Houellebecq, notable novelista y agudo intérprete de la soledad existencial del individuo posreligioso. A su juicio, no tiene sentido atacar a Trump en nombre de la democracia o la libertad de prensa: sólo Suiza es una auténtica democracia y la libertad de prensa ha desaparecido bajo el yugo de la corrección política. En cuanto a Europa, sólo es un mala idea hacia la que Trump tendría comprensibles reservas; ni tenemos una cultura común, ni el más mínimo deseo de convertirnos en un único «pueblo». Aunque Houellebecq encuentra a Trump personalmente «repulsivo», su presidencia tendría la ventaja de liberar al mundo del paternalismo norteamericano y podría representar el comienzo de una cierta «resoberanización» global. En suma, Trump sería eso que los anglosajones llaman a blessing in disguise: una aparente desgracia que resulta no serlo tanto. Houellebecq se inscribe aquí en esa francesísima línea que va de Joseph de Maistre a Léon Bloy, sólo que reemplazando la ira por un distanciamiento que linda con el cinismo.

Otros, que son mayoría, sostienen una opinión mucho más pesimista: estas protestan serían prueba del creciente resquebrajamiento de las sociedades occidentales y del imparable deterioro de la democracia representativa. Aunque tal vez sería más exacto hablar de una crisis de representatividad, como sugiere el chaleco amarillo en sí mismo: quien lo porta quiere ser visto y tenido en cuenta. En este sentido, el periodista Matthias Krupa escribe esta semana en Die Zeit que todo el continente europeo se encuentra atravesado por una brecha social que trae causa de una globalización que, como es sabido, produce de manera natural ganadores y perdedores. La brecha está comunicándose al sistema político y la esfera pública se ve dominada por emociones negativas: inseguridad, miedo, cólera. Por desgracia, nadie sabe cómo detener una polarización sociopolítica que dificulta la aplicación de las recetas pertinentes, que para Krupa tienen que ver con la lucha contra la desigualdad y la forja de eso que venimos llamando un nuevo contrato social.

Pero caben otras interpretaciones. Para Peter Sloterdijk, que ha hablado sobre los chalecos amarillos en una entrevista reciente, el populismo no es otra cosa que la manifestación contemporánea del viejo «malestar en la civilización» diagnosticado por Sigmund Freud. Sloterdijk llama la atención sobre el músculo asistencial del Estado francés, que da forma a una sociedad mucho más igualitaria que la media; a cambio, se ve aquejada de un centralismo que provoca desconfianza en una periferia definida como todo aquello que no es París. A su juicio, estamos ante un fenómeno rabelaisiano, carnavalesco: una negación del poder establecido que adquiere virtudes catárticas. Esta carnavalización tendría mucho que ver con el efecto de las redes sociales, que en Francia se combinarían con eso que Roger Peyrefitte llamó ya a mediados de los años setenta «inmovilismo convulsionario». Porque la revuelta estaría protagonizada por los más desfavorecidos más favorecidos, que envían a Macron un mensaje contradictorio: te elegimos para reformarnos, pero cuídate de hacer reformas. Para Sloterdijk, la economía política cuenta mucho menos que la psicopolítica: la percepción que los agentes tienen sobre sí mismos. Unos agentes, señala, que en la tradición francesa suelen «erotizarse» llamándose a sí mismos le peuple. Se trata del influjo del mito revolucionario: si no hay una Bastilla, habrá que inventársela.

También el columnista Simon Kuper ha sostenido que el populismo es un malentendido, que a su modo de ver encontrará solución por la vía demográfica: los votantes populistas irán saliendo de escena con los pies por delante y serán reemplazados por millennials imbuidos de diferentes valores. Kuper acierta cuando señala a los medios de comunicación, dedicados como están a sacrificar la ecuanimidad por la novedad: si hace dos sábados cient veinticinco mil chalecos amarillos salieron a la calle en toda Francia, y de ellos apenas diez mil en París, la marcha por el clima sacó de sus casas ese mismo día al doble de personas en la capital y a un número desconocido de manifestantes en todo el país. El énfasis periodístico, en todo caso, recayó sobre los gilets. Siendo los integrantes del movimiento blancos y trabajadores, el periodismo estaría aplicando el patrón Trump-Brexit por miedo a ser cogido otra vez por sorpresa. Pero ni el voto norteamericano ni el británico se dejarían explicar por razones económicas, sino más bien culturales e identitarias. Y se trata de un voto avejentado: a medida que los mayores desaparecen y los niveles educativos siguen subiendo, insiste el periodista anglo-holandés, el populismo irá perdiendo fuelle.

Ahora bien: esta es justamente la interpretación del populismo que rechazan enfáticamente los politólogos británicos Roger Eatwell y Matthew Goodwin, autores de uno de los libros sobre el tema más interesantes del último año. Haríamos mal en creer que lo que ellos llaman nacionalpopulismo puede desvanecerse por efecto del cambio demográfico, impulsado como está por factores de largo recorrido. Su descripción del nacionalpopulismo es clara: movimiento o doctrina que prioriza la cultura e intereses de la nación y promete dar voz a la gente que ha sido desatendida, o incluso despreciada, por elites corruptas y distantes. Eatwell y Goodwin recuerdan que los populismos preceden a la Gran Recesión y representan, ante todo, una revuelta contra la política mainstream y los valores liberales. Pero ?sugieren? no son antidemocráticos, o lo son raramente: lo que hacen es oponerse a la interpretación liberal de la democracia y suelen demandar más ?no menos? democracia; una democracia de referendos y líderes empáticos. Asimismo, plantean preocupaciones legítimas: la erosión del Estado-nación, los efectos de la inmigración masiva, la creciente desigualdad, la hegemonía de la agenda cosmopolita. Algunos son racistas o xenófobos, sobre todo en relación con el mundo árabe; mas eso no debería hacernos olvidar ?advierten? que abordan preocupaciones extendidas entre los ciudadanos. Tildarlos de autócratas o fascistas supone poner el acento en lo que podría pasar en lugar de en aquello que está pasando, además de aplicar un marco heredado de los años treinta que hoy resulta de dudosa utilidad. Asimismo, el paternalismo liberal nos induce a pensar que han votado contra el sistema en lugar de hacerlo a favor de los nacionalpopulistas. Pero no es el caso: sencillamente, hay votantes receptivos a esos valores; un argumento cercano al desarrollado por David Goodhart en su conocido libro sobre el asunto, donde habla de un «populismo decente» integrado por ciudadanos conservadores que han existido siempre y no desaparecerán por arte de magia.

Para Eatwell y Goodwin, no hay una sola causa o motivo que explique el ascenso del nacionalpopulismo. Su marco explicativo se basa en cuatro procesos históricos de cambio social que habrían convergido en nuestro tiempo, marcado por las convulsiones psicopolíticas generadas por la crisis económica. Ofreciendo al lector una fórmula que puede recordarse fácilmente, como corresponde a un libro que aspira a cierto número de ventas y rehúye por tanto el tono académico, identifican cuatro «D». Por orden: la primera es la desconfianza hacia los políticos y las instituciones, ligada al sentimiento de que amplias capas de la población nada tienen que decir acerca del modo en que se organiza su sociedad; la segunda es el miedo a la destrucción de la identidad nacional y las formas de vida tradicionales por causa de la inmigración y el cambio étnico; la tercera es el sentimiento de privación relativa [en el original, deprivation] causada por una creciente desigualdad de ingresos; y la cuarta es el desalineamiento de partidos y votantes, que conduce a sistemas de partidos más volátiles, fragmentados e impredecibles. A su modo de ver, son factores que operan simultáneamente: por acumulación más que por exclusión. Y la plantilla es útil: los chalecos amarillos cumplen tres de los cuatro supuestos, es decir, todos menos el relativo a la identidad nacional, que no está tan presente o sólo lo está de forma implícita.

Debido justamente a la concurrencia de causas de largo recorrido, Eatwell y Goodwin creen que el nacionalpopulismo ha llegado para quedarse. Es una creencia que comparten con Steve Bannon , el arquitecto del trumpismo, quien se muestra convencido de que la democracia del futuro vendrá definida por la confrontación entre el populismo de izquierda y el populismo de derecha. Así que, ante la pregunta de «si Occidente está acercándose al fin de un período de volatilidad política o e está más cerca, en cambio, el comienzo de un nuevo período de grandes cambios», Eatwell y Goodwin apuestan por lo primero. Admiten que los jóvenes son más tolerantes que sus mayores, pero señalan que los nacionalpopulistas también están forjando vínculos con ellos y advierten de que los apoyos electorales recibidos por ellos en Gran Bretaña o Estados Unidos son más diversos de lo que suele creerse: de otro modo ?sugieren? no podríamos explicar los resultados. En este mismo sentido, apuntan hacia una posibilidad inquietante: la de que estemos aproximándonos gradualmente a una época pospopulista, es decir, una en la que los votantes puedan evaluar el rendimiento de los gobiernos populistas y lo juzguen de manera favorable. Sea o no el caso, señalan, el nacionalpopulismo ya ha producido un serio impacto sobre los sistemas políticos occidentales al escorarlos hacia su derecha.

¿Quién tiene razón? No lo sabemos: no lo sabe nadie. Estamos ante un fenómeno escurridizo y ambivalente, que a menudo responde menos a causas objetivas que a una percepción ?individual o colectiva? inducida por los propios actores populistas. Éstos, como señala con acierto Benjamin Moffitt, desarrollan un estilo político basado en la «espectacularización de la crisis» a través del discurso y la escenificación. Esta es la mayor debilidad del sólido trabajo de Roger Eatwell y Matthew Goodwin, quienes desatienden la dimensión performativa del populismo. Esta performatividad conoce una nueva expresión con los gilets jaunes: no es un líder quien «crea» al pueblo dirigiéndose a él, sino que la identidad del movimiento surge anónimamente en las redes sociales y los servicios de mensajería instantánea hasta alcanzar una masa crítica.

Desde luego, no debemos confundir la simpatía que la opinión pública francesa dice sentir por el movimiento con el tamaño del mismo. Pero estas modestas dimensiones, amplificadas por los medios de comunicación, ha sido suficiente para torcer la voluntad de todo un presidente de la República. Y esto no es cualquier cosa: tras haber sido elegido por una amplia mayoría popular, bien que tras lograr apenas el 24% de los votos en la primera vuelta, un dirigente democrático se rinde ante una sostenida protesta callejera. Para que luego digan que los representantes se olvidan de los representados mientras no hay urnas a la vista. Esto es ciertamente problemático: ¿por qué ha de valer más la voluntad de quien sale a protestar frente a la de quien se queda en casa? ¿Es que los cócteles molotov son más persuasivos que unos cuantos millones de aburridos votos? Pero, por otro lado, ¿de qué manera pueden plantearse asuntos particulares en la agenda política cuando éstos quedan desdibujados en el juego de las mayorías parlamentarias?

Ahora que la democracia liberal ha entrado en una fase decididamente agonista, en fin, nos percatamos de los delicadísimos equilibrios que han de mantenerse para que funcione eficazmente: la democracia es también una acrobacia. Y aunque esto no significa que vaya a precipitarse al suelo a las primeras de cambio, es evidente que estamos inmersos en una crisis de decidibilidad que tiene mucho que ver con el auge de la protesta extrainstitucional. También aquí los chalecos amarillos resultan paradigmáticos: ni tienen líderes ni se les espera. Son el sueño del anarquista romántico, pues, sencillamente, nadie se sienta en la mesa y ante el poder establecido se abre un vacío que anuncia un nuevo desorden. Al menos, hasta que se promete un incremento del salario mínimo y se pospone el encarecimiento del diésel; la épica deja entonces paso a la calculadora y el movimiento se ve reducido a un núcleo ?que quizá no era el original? que hace bandera de los referendos populares con objeto de «desbloquear la democracia». Esta petición encaja con la idea de que el nacionalpopulismo no es antidemocrático, sino partidario de una concepción directa ?menos pluralista? de la democracia. Al menos sobre el papel, pues una democracia directa en una sociedad de masas no se ha conocido nunca ni se conocerá jamás.

Sea como fuere, el diagnóstico se hace aún más difícil si damos un paso atrás para tomar distancia. Ya se ha dicho que Simon Kuper cree que el cambio demográfico diluirá el populismo; Roger Eatwell y Matthew Goodwin, que estamos ante el comienzo de una larga etapa de disrupción. De acuerdo con esta interpretación, el nacionalpopulismo se constituirá en fuerza de gran alcance en la política mundial y, con ello, la identidad se consolidará como vector dominante de la vida política: identidad nacional, sí, pero también grupal o, incluso, de género. Pero cabe una lectura más optimista, hegeliana si se quiere. Y es que, si vemos en el identitarismo contemporáneo una respuesta a la globalización, lo que padecemos en realidad son los dolores de parto de una sociedad-mundo que conforma a largo plazo el destino inevitable de la civilización humana. Inevitable, se entiende, si logramos conjurar el riesgo de desestabilización de los sistemas planetarios; y destino con minúscula, pues la especie se encuentra biológicamente condenada y el mismísimo sol terminará por apagarse. Dificultades inugurales, pues; no en vano dice Sloterdijk que la readaptación ecológica de las sociedades llevará un siglo. Algo parecido puede decirse de la sociedad mundial, que lleva gestándose al menos desde 1492 y que ya conoció, tras los veloces avances del siglo XIX, una fuerte regresión durante la primera mitad del XX. Es un proceso sinuoso, que produce por el camino toda clase de insatisfacciones y puede cristalizar en una pausa nacionalpopulista más o menos prolongada cuyo comienzo acaso estemos viviendo, pero que, en última instancia, no podrá sino continuar su curso.

En el más corto plazo, este blog se toma una pausa navideña y desea felices fiestas a sus lectores.

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