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Hay jueces en Berlín. Un cuento sobre el control judicial del poder

Hay jueces en Berlín. Un cuento sobre el control judicial del poder.

José Esteve Pardo

Marcial Pons, 2020,

93 páginas.

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Todo el que ha visitado Sans Souci, en Potsdam, cerca de Berlín, guarda en su memoria la imagen del molino situado junto al Palacio de Federico el Grande, que reinó en Prusia entre 1740 y 1786. Es la ocasión de poner imágenes a la historia del famosísimo enfrentamiento judicial entre esos modernos Goliat y David. No hace falta decir que Goliat es el monarca y David el molinero, que se atrevió a poner un pleito para defender sus derechos y acabó ganando. El poder judicial supo enfrentarse al ejecutivo y además no a cualquier ejecutivo.

En ello se ha basado el autor para redactar este interesantísimo libro sobre el eterno tema de la lucha entre el poder —el fuerte— y el derecho, encarnado en los jueces, la parte débil, al menos en una consideración inicial. Cuando estas líneas se escriben, a comienzos de junio de 2020, la batalla del coronavirus parece estar cambiando de escenario: de los Hospitales (y las declaraciones de los políticos, que no sabe uno qué acaba siendo más desaconsejable para la salud) la cosa lleva trazas de estar pasando a los juzgados. En eso consiste precisamente el Estado de Derecho, que decimos en el continente europeo (aunque se trate de un derecho tan excepcional como el que tenemos ahora). El rule by law de los ingleses. La arcadia rediviva.

Esteve no termina de dar crédito a la historia del molinero. En la contraportada se sincera: «Hay jueces en Berlín es un caso de leyenda, no sólo por lo borroso de su relato, sino también por el significado mítico que se le atribuye como primer exponente de la sujeción del poder al control de los tribunales. Se explica así su gran difusión en la moderna cultura occidental, a uno y otro lado del Atlántico, que presenta el control judicial del poder como un logro y una seña de su identidad». Para terminar con esta confesión de realismo: «En contraste con otros casos, sin duda más transcendentes en el curso de la historia, en los que se enjuicia a reyes derrotados, jueces en Berlín tiene como parte a un rey absolutista en la plenitud de su poder. Eso le otorga una mítica aureola, pero agranda también la dureza del golpe al dejar la fábula y toparse con la realidad del caso y del control judicial del poder. Como todos los cuentos, demasiado bonito para ser verdad».

La estructura del libro es la siguiente:

– «A modo de introducción». Páginas 9 y 10. Se reproducen las mismas ideas: de la historia del molinero de Sans Souci se vuelve a proclamar que forma parte del mito.

– I. «El cuento». Páginas 11 y 12. La célebre Sentencia favorable al molinero y que Federico cumplió al punto. Esto segundo —que un gobernante acepte que ha perdido en buena lid— resulta, a los ojos de quien esto escribe, muchísimo más increíble, por lo insólito.

– II. «Su difusión en la cultura occidental como lema del control judicial del poder». Páginas 12 a 16.

– III. «El poder real ante la justicia. Precedentes célebres de jueces en Berlín». Páginas 16 a 47. Se exponen tres hechos que, ellos sí, son rigurosamente históricos: a) Felipe II, Antonio Pérez y el Justicia Mayor de Aragón; b) el proceso de Carlos I de Inglaterra; y c) en fin, el juicio a Luis XVI rey de Francia. Estos dos últimos casos tuvieron lugar, como es notorio, cuando los monarcas habían dejado de serlo. No fueron propiamente enjuiciamientos al poder, por tanto. Ni tampoco se trató de actuaciones judiciales, para decirlo todo.

– IV. «La enseñanza de aquellos casos. El poder (que puede cambiar de sujeto) se impone sin control alguno». Páginas 47 a 49. El título lo dice todo: otro baño de realismo.

– V. «La novedad y aportación de jueces en Berlín». Páginas 50 a 63. El autor nos explica que, siempre en Prusia y bajo el reinado de Federico II, tuvo lugar la historia de otro molinero, un tal Arnold —auténtica, ahora sí—, en la que el monarca, que no era parte del litigio, acabó irrumpiendo para desagraviar al débil al que la justicia, un estamento nobiliario, no había escuchado. Y siendo así que luego ambos asuntos —el de Sans Souci y este otro— se han ido entreverando al hilo de la mitificación del primero. Es la parte por así decir más novedosa del trabajo de Esteve.

– VI. «Una explicación en su contexto histórico. La lucha en Europa por el dominio de la justicia entre el poder real y el señorial». Páginas 64 a 83. Con particular análisis de lo que en la Francia anterior a 1789 se llamaban los Parlamentos y que representaron el contrapeso del expansionismo absolutista.

– Y VII. «La orientación hacia un control limitado». Páginas 83 a 85. Esas palabras—-control, sí, pero limitado— se aplican al Consejo de Estado bonapartista (nuestra Sala de lo Contencioso-Administrativo del Supremo, para entendernos). «Y es que el Consejo de Estado no era un contrapoder, como lo fueron en su momento los Parlamentos judiciales, sino un órgano plenamente integrado en el poder que se configuraba en torno al estado napoleónico, sin capacidad efectiva alguna de oponerse a él».

Un libro, así pues, enjundioso. Lleno de datos contrastados y también de reflexiones, muy sabias por cierto. Es todo menos un panfleto idealizador.

Además, está pensado para que pueda leerse por quienes no están familiarizados con la jerga de lo jurídico. El autor se ha cuidado de no incluir un solo precepto literal. Quedan al margen asuntos que en el gremio de las togas se nos antojan importantísimos, por ejemplo, la sustitución en los últimos tiempos de la justicia contenciosa por la penal, mucho más personalizada y mediática, a la hora de ser la que ejerza el control, y que ha encontrado en delitos con una tipificación tan genérica como la prevaricación y el cohecho unos portillos que le han permitido entrar en lo más sacrosanto de la intimidad del poder político.

El lector saca la impresión de que nos encontramos ante un trozo de la historia de las ideas políticas —o también de las mentalidades sociales—, particularmente en el siglo XVIII y en Prusia y Francia, porque las referencias a España y a Inglaterra están para acompañar, a reserva de lo que luego se dirá. De aquella Prusia, con sus dos cabezas, como Jano, como resulta propio de un régimen llamado déspota pero también ilustrado: Federico fue contemporáneo de nuestro Carlos III, para entendernos. Y debe notarse que sobre esto segundo —la Prusia buena— se ha construido el estereotipo de la actual Alemania, la de la Ley Fundamental de Bonn de 1949: el judicialismo del Art. 19 (modelo del que en la Constitución española es el Art. 24: la anhelada tutela judicial efectiva y sin indefensión), y que un Otto Bachof elevara en su día a principio estructural, necesitaba una base en el pasado, más allá del principio autoritario que proclama que in Polizeisachen gilt keine Apellation. Para ellos, el molinero es su Cádiz: el mito fundacional.

Max Weber, que falleció en 1920, resumió la evolución de la vida como una larga marcha hacia la racionalización, de lo que forma parte la burocratización, entendida como factor de modernización (lo que presupone la juridificación y la judicialización, por supuesto). Una visión optimista que no puede ocultar, por supuesto, los contrapuntos, que en la Alemania de 1933 se pusieron sobre la mesa dramáticamente. Y es ese trasfondo el que está a la base del tal judicialismo —el funcionario profesional e independiente como paradigma— que, desde hace un par de décadas con impulsos norteamericanos, profesa su opinión especializada —la episteme, no la doxa— y políticamente correcta. La Sentencia del Tribunal Constitucional Federal de Karlsruhe de 5 de mayo de 2020 —asunto compra de deuda pública por el BCE— no se explica al margen de ello. Y eso aun cuando estemos —a Esteve le asiste la razón— ante un mito (en el sentido de Cassirer, por supuesto), que como suele suceder no resiste el escrutinio de la realidad.

¿Qué decir de España? Aquí tuvimos en 1962 el encendido discurso de Enterría en Barcelona, «La lucha contra las inmunidades del poder», una de las bases ideológicas de la Constitución de dieciséis años más tarde. Y luego nos hemos topado con las manipulaciones semánticas que son la esencia del independentismo catalán: «judicializar» ha pasado a ser algo malo y casi sinónimo de una conducta fascista (y, para más escarnio, con un discurso elaborado en base a un pretendido principio de democracia como opuesto al de legalidad, palabras que igualmente han sido sometidas a un proceso de vaciado para poderles dar el contenido que sirve a lo que se pretende). Vivir para ver.

El libro de Esteve se inscribe en la línea de las desmitificaciones o, si se quiere, del realismo jurídico como línea de pensamiento. Eso del control judicial tiene mucho de milonga —en cuanto basada en el maniqueísmo y el prejuicio: el político es malo y el juez, el juez de verdad, el que no está vendido a los poderosos, es bueno, una suerte de vengador hasta el grado de lo justiciero—, entendida la palabra milonga no en el sentido del género musical argentino de que habla la «Melodía de arrabal» —«barrio, barrio, perdonad si al evocarte se me salta un lagrimón»—, sino como sinónimo de embauque. Y, ya hablando de la manipulación del sentido de las palabras, del libro de Esteve vale la pena lo que relata con todo detalle sobre la Corona de Aragón y en particular, lo que explica, con tono de denuncia, sobre privilegios y fueros.

Historia antigua, sin duda, esa de las relaciones entre el poder y la justicia. Se puede uno remontar todo lo que quiera —hasta Roma o incluso hasta las tablas de Moisés—, aunque Esteve, que ha querido hacer un libro de síntesis, haya preferido dejar que los lectores, si les interesa, sigan buscando en otras fuentes.

Ojo, con todo, con los anacronismos. El contemporáneo —nosotros— se encuentra sometido, no sólo en España, a un bombardeo mediático y propagandístico del que resulta difícil salir indemne, bombardeo del cual forma parte muy relevante la información de las resoluciones judiciales, en particular de los juzgados de instrucción, convertidos en auténticas minas de noticias. En el siglo XVIII del que nos habla Esteve eso no era así. Es la galaxia McLuhan la que lo ha cambiado todo.

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Ficha técnica

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