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Grupo salvaje: Sam Peckinpah y la ética de la violencia

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Los cambios históricos suelen arrojar a los márgenes a aquellos individuos mejor compenetrados con su época, ya sea porque se identifican con sus valores o porque se han acostumbrado a violarlos con cierto éxito. La historia de siete forajidos sostiene la trama de Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969), un western impregnado de melancolía y nihilismo que se inscribe en el largo ocaso de un género, donde lo crepuscular no es una distinción temporal, sino un rango de estilo. Es cierto que el western conoció una época dorada y un período de decadencia que se inició a principio de los años sesenta, produciendo frutos tan notables como Los valientes andan solos (David Miller, 1962), Los profesionales (Richard Brooks, 1966) y La venganza de Ulzana (Robert Aldrich, 1972), por mencionar tres ejemplos de una lista que podría prolongarse hasta nuestros días, cuando la nostalgia se disfraza de remake, casi siempre con mediocres resultados. Sin embargo, lo crepuscular no es en este caso un adjetivo ocasional que refleja una transformación social, sino una seña de identidad asociada a una persistente reflexión sobre la violencia. Cuando John Ford estrena en 1946 Pasión de los fuertes (My Darling Clementine), exalta y mitifica la pacificación de Tombstone llevada a cabo por Wyatt Earp (Henry Fonda) y sus hermanos, sugiriendo que el porvenir de Estados Unidos depende de su capacidad de extirpar la violencia. En un país civilizado, no hay espacio para aventureros como Doc Holliday (Victor Mature) o Ike Clanton (Walter Brennan). Esa exclusión también afecta al justiciero Shane (Alan Ladd) de Raíces profundas (George Stevens, 1953), el vengativo Ethan Edwards (John Wayne) de Centauros del desierto (John Ford, 1956), y el altivo Tom Doniphon (John Wayne de nuevo) de El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962). Desde muy temprano, el western opone el impulso civilizador a la violencia de forajidos, pistoleros, jugadores e inadaptados. Tom Doniphon no pertenece a ninguna de estas categorías, pero su individualismo exacerbado resulta incompatible con el avance del progreso, donde el sentido comunitario desempeña un papel esencial.

Los siete forajidos de Grupo salvaje saben que viven al límite, que su carrera criminal constituye un obstáculo para la convivencia pacífica, que nunca podrán fundar una familia, que su incipiente vejez cada vez los hace más vulnerables, que morir de un disparo es mucho mejor que acabar entre rejas o vagabundear como parias. Freddie Sykes (Edmond O’Brien) mató a mucha gente en sus tiempos, pero ahora es un viejo desdentado que camina torpemente. Incapaz de protegerse a sí mismo, no le queda otra alternativa que ocuparse de los caballos y el café, aceptando la protección de su antiguo amigo Pike Bishop (William Holden). Pike es el carismático jefe de la partida. Inteligente, duro y previsor, planifica eficazmente los atracos, pero el ferrocarril ha puesto precio a su cabeza, contratando a un grupo de mercenarios para hostigarlo hasta la muerte. No le tiembla el pulso cuando uno de sus hombres, gravemente herido tras un atraco fallido en Starbuck (Texas), le suplica que lo remate. Sin pensarlo dos veces, le apunta a la cabeza y dispara. Se muestra igual de implacable con los rehenes. «Si se mueven, ¡mátalos!», ordena a Clarence «Crazy» Lee (Bo Hopkins), un joven bandido de gatillo fácil y mente atolondrada. En el sangriento tiroteo final en el cuartel del general Mapache (Emilio Fernández), un sádico que lucha contra Pancho Villa con la ayuda de asesores militares alemanes, descarga su escopeta contra una mujer que le ha herido, disparándole por la espalda. La censura franquista suprimió esta escena por considerarla cruda y amoral. Pese a todo, Pike no es un desalmado. Cuando Tector Gorch (Ben Johnson) anuncia que va a matar al viejo Sykes porque es un estorbo y ha provocado que los caballos rodaran por las dunas, arrastrando a sus jinetes, Pike se lo impide airadamente:

– Va a conseguir que nos maten a todos. Voy a librarme de él ahora mismo.
– No te vas a librar de nadie. Seguiremos todos juntos como siempre hemos hecho. Cuando uno se mezcla en un lío de éstos es hasta el final. Si no quieres seguir eres peor que un animal y estás acabado. ¡Estamos acabados! ¡Todos!

No es lo mismo acortar la agonía de un moribundo que matar a un camarada porque se ha hecho viejo y ha cometido un error.

Durante la escala que realizan en Agua Verde, el pequeño y miserable pueblo mexicano de Ángel (Jaime Sánchez), devastado por las tropas de Mapache, Pike charla con un anciano que se expresa como un pequeño filósofo: «Todos soñamos con volver a ser niños, incluso los peores de nosotros. Tal vez los peores más que nadie». Pike comprende la indirecta y responde con agilidad, replicando que el viejo también fue un bandido y por eso les comprende tan bien.

Ángel es el más joven de la partida. Tector y su hermano Lyle (Warren Oates) no ocultan sus prejuicios. Sólo es un mexicano, tal vez con algo de indio, y opinan que su parte del botín debería ser menor. Pike no lo consiente. No es un sentimental, pero se considera responsable del grupo y no tolera agravios ni distinciones. Quizá sueña con ser un niño, pero lo cierto es que obra como un padre que ejerce un liderazgo prudente y juicioso. Su añoranza de la niñez, inherente a su condición de «fuera de la ley», no brota del anhelo de inocencia, sino de la rebeldía ante los abusos de los adultos. Cuando Ángel sufre las iras de Mapache, que lo tortura durante días por haber entregado una caja de rifles a los villistas, su sentido práctico queda postergado por la imperiosa necesidad de poner fin a una injusticia. Sólo necesita decir una breve frase («Let’s go») para movilizar a sus hombres. La contestación de Lyle («Why not?») no es un simple asentimiento, sino el reconocimiento de haber llegado al final del camino, de no tener nada que perder, ni esperar. Sería un error creer que detrás de ese gesto hay arrepentimiento o afán de redención. Ninguno lamenta su pasado. Sólo saben que su tiempo ha finalizado y desean morir con la misma libertad con que vivieron.

Quizás el espíritu más indomable del grupo no sea Pike, sino Dutch Engstrom (Ernest Borgnine). Dutch es leal, valiente y humano. Cuando Pike comenta que tal vez no son muy distintos de Mapache, pues sólo buscan un buen botín, Dutch explota: «No es cierto. No somos como ellos. Nosotros no ahorcamos a la gente». En otra ocasión, discrepa de nuevo de Pike, afirmando que sólo hay que respetar la palabra dada, cuando se ha comprometido con un amigo o una persona digna de confianza. La ternura de Dutch aflora al abandonar Agua Verde. Los habitantes del pueblo despiden al grupo con «La golondrina», la popular canción de Narciso Serradell. En cierta manera, los homenajean como a héroes, pues saben que no son como los federales de Mapache, que se han apropiado de sus escasos bienes y se han llevado consigo a las muchachas más jóvenes y bonitas. Una niña entrega una flor a Dutch, despertando una sonrisa en su rostro fiero y curtido por el viento de las llanuras. El sentimentalismo del forajido no es fingido, sino sincero. De hecho, simpatiza con los mexicanos y sólo desea morir al lado de su amigo Pike, al tiempo que escupe fuego a sus enemigos. Una muerte violenta es la mejor opción para un bandido, pues la sociedad jamás le hará un hueco y la cárcel lo matará lentamente, pisoteando sus ansias de libertad.

El sentido de la lealtad de Dutch le impide disculpar a Deke Thornton (Robert Ryan), que ha aceptado encabezar una partida de mercenarios para cazarlos. Thornton fue detenido en un burdel, mientras se divertía con Pike. Pike logró escapar por una ventana, pero él acabó en la prisión de Yuma, soportando latigazos y humillaciones. Pat Harrigan (Albert Dekker), empleado del ferrocarril, le ha dado unas semanas de plazo, asegurándole que volverá a la cárcel si fracasa. Thornton sigue apreciando a Pike. De hecho, cuando muere se queda con su revólver, no sin sacarlo respetuosamente de la funda. Sus afectos no han cambiado. Odia a Harrigan y a todo lo que representa. Después del tiroteo en Starbuck, que deja el pueblo sembrado de cadáveres, se encara con Harrigan, protagonizando uno de los diálogos más desgarradores de una película pródiga en momentos dramáticos.

– Dígame una cosa, Harrigan. ¿Qué se siente cuando le pagan a uno por estar ahí sentado y contratar a otros para que maten respaldados por la ley? ¿Qué se siente dirigiendo la caza legalizada del hombre?
– Satisfacción.
– Maldito hijo de perra.
– Dispones de treinta días para atrapar a Pike o volver a Yuma. Tú eres mi Judas preferido, Thornton. Treinta días para atrapar a Pike o treinta días para volver a Yuma. Aquí los quiero a todos cabeza abajo sobre la montura.

Harrigan representa la ley y el orden, los valores de la sociedad biempensante que recurre a los peores despojos para luchar contra inadaptados y forajidos. Thornton está al mando de una pandilla de granujas que no respetan ninguna regla, disparando indistintamente contra bandidos, ciudadanos honrados y soldados inexpertos. Coffer (Strother Martin) y T. C. (L. Q. Jones) son dos bribones con una relación ambigua, casi afeminada, que se disputan las piezas cazadas con chillidos histéricos. Thornton sabe que pueden meterle una bala en la espalda en cualquier momento, lo cual le obliga a permanecer vigilante, pero sin disimular el desprecio que le inspiran.

Grupo salvaje comienza y finaliza con una matanza. En las primeras imágenes, Pike y sus hombres aparecen disfrazados con uniformes del ejército. La cámara se congela y transita al sepia cada vez que atrapa el rostro de uno de los forajidos, transmitiendo un sentimiento de fatalidad. Mientras tanto, unos niños se divierten contemplando la lucha de un escorpión contra centenares de hormigas. Thornton y Harrigan han tendido una trampa al grupo de Pike que se saldará con una masacre. El inesperado desfile de una liga antialcohólica por el centro del pueblo multiplicará el número de víctimas inocentes. Sam Peckinpah utiliza la cámara lenta para recrear los efectos de un balazo, combinándola con secuencias cortas, zooms y primeros planos, que se suceden a una velocidad vertiginosa. Los supervivientes de la partida de forajidos se alejan del pueblo con las alforjas llenas. No saben que les han engañado, que no llevan oro, sino arandelas de metal. Su huida coincide con el fin del cruel entretenimiento de los niños, que arrojan ramas incendiadas sobre las hormigas y el escorpión. Antes de morir, el escorpión se ha hundido el aguijón en la espalda para evitar ser devorado aún vivo. Es inevitable pensar que esa forma de proceder no preludia el fin de Pike y sus hombres, que se inmolarán en una batalla desigual con las tropas de Mapache. Sam Peckinpah filma con la misma solvencia el asalto a un tren, la voladura de un puente y la batalla en el cuartel de Mapache, donde una moderna ametralladora siega vidas con una estremecedora facilidad, mostrando el lado más cruel del progreso. Los imitadores de San Peckinpah han repetido hasta el aburrimiento sus innovaciones, abusando de la cámara lenta y la sensación de caos que produce encadenar secuencias cortas a un ritmo desbocado, trepidante. Se asocia a Peckinpah con la violencia, pero se tiende a olvidar su talento para lo lírico y poético. La mítica caminata de Pike y sus hombres hacia una muerte segura es uno de los momentos más épicos de la historia del cine. Armados hasta los dientes, avanzan con determinación entre la tropa, las mujeres y los niños, que los observan perplejos e intimidados. No son conquistadores, sino perdedores que asumirán su derrota con enorme dignidad.

Las mujeres y los niños no salen demasiado bien parados en una película centrada en el universo masculino. Las mujeres son frívolas o trágicas, promiscuas o sumisas. Se entregan a los hombres para mejorar sus condiciones de vida o se resignan a vestir luto tras una existencia consagrada a la familia. Los niños son crueles e irreflexivos. Se divierten con el sufrimiento ajeno, maltratando a los animales o participando en las torturas que padecen los adultos. Cuando Ángel es arrastrado por el coche de Mapache, con la piel desgarrada y las ropas reducidas a andrajos, se montan sobre su cuerpo, riendo como si se tratara de un caballo de madera que les columpiara suavemente. En otra escena, un niño contempla con admiración a Mapache, imitando la seriedad y disciplina de un soldado. Sus ojos no son inocentes, ni culpables. Simplemente, están más allá de cualquier consideración moral. En cierta medida, pertenece al territorio de la mitología, pero de una mitología precristiana, donde aún no se barajan las nociones de pecado y expiación.

Grupo salvaje es una película violenta que discurre con cierto aire de leyenda. La silueta de Pike y sus hombres se recorta contra el cielo cuando cruzan la frontera mexicana, casi como si cabalgaran por entre las nubes. Cuando desfilan hacia la muerte, sus rostros parecen esculpidos por el destino. Thornton y Sykes son los únicos supervivientes, pero saben que sus días están contados, pues no son capaces de adaptarse a una sociedad donde el automóvil y el ferrocarril han desplazado al caballo. Su sentido ético está vinculado a la violencia, no al progreso. Al igual que Tom Doniphon o Shane, sólo entienden el mundo con el revólver en la mano, pero -a pesar de su coraje- son tremendamente vulnerables. De hecho, Pike muere por el disparo de un niño, que lo encañona por la espalda. De todas formas, morir no es lo peor. Es mucho peor vivir encadenado a una odiosa rutina. Grupo salvaje es un canto a la rebeldía, y quizá por eso continúa seduciendo a quienes aman la libertad por encima de cualquier otra cosa.

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Ficha técnica

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