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Gótico para tiempos difíciles

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El término gótico, además de en su más obvia acepción como estilo artístico, ha venido siendo utilizado en la historia cultural para designar una sensibilidad y un modo de representación que comenzaron a plasmarse de forma definida en la novela inglesa de mediados del XVIII . Así entendido, lo gótico ha ido generando un interés cada vez mayor, hasta el punto de que, a partir de mediados de los años setenta del pasado siglo, se ha convertido en un campo de estudios tan frecuentado que numerosas universidades anglosajonas han creado departamentos de Gothic studies o, por lo menos, programas específicos dentro de las correspondientes secciones de literatura inglesa.

Originalmente lo gótico se utilizó para definir una forma narrativa y popular, más afín al melodrama que a la tragedia, que surgió en un momento en que los valores de la Ilustración se ponían en entredicho. Gótico denota, en primer lugar, oposición a lo clásico. Vasari había empleado ya el término, desde el vocabulario de la Arquitectura, para aislar lo primitivo, lo caótico, lo oscuro o lo excesivo como opuesto a la claridad renacentista. Claro que, en la Inglaterra del XVIII , convulsionada por los efectos sociales de la primera revolución industrial, se producen una serie de cambios en el énfasis cultural de las Luces que van a investir al adjetivo de cualidades positivas. Lo gótico es lo primitivo, pero también lo puro, lo no contaminado, lo natural. Lo gótico se identifica con la «edad oscura», pero también con ese sentido de justicia y libertad de los antiguos germanos al que se refería Tácito y en el que Montesquieu veía el embrión del envidiado parlamentarismo británico. Lo gótico sirve también para referirse a lo que no puede explicarse racionalmente.Y, a esas alturas del siglo XVIII , ya se sabía que la Razón no sirve para dar cuenta de todos los pliegues del mundo. Lo sublime, por ejemplo, que es en lo que la mente reconoce algo más grande que ella misma, es inefable.Y puede causar terror.

Lo gótico es una respuesta a la ansiedad colectiva provocada por las vertiginosas transformaciones económicas, sociales, culturales e ideológicas suscitadas por la Industrialización. Una respuesta que no surge del arsenal teórico proporcionado por la Ilustración, sino de una fuente más antigua. El sueño de la razón produce monstruos –según el «capricho» gótico de Goya (1799)– que están ahí fuera, acechando las rendijas por las que entrar en el mundo. A lo largo de seis décadas, desde El castillo de Otranto, de Walpole (1764) –el texto fundacional–, hasta el Frankenstein (1818), de Mary Wollstonecraft Shelley, o Melmoth el errabundo (1820), de Maturin, la literatura gótica desplegó una panoplia de motivos, temas y obsesiones que, con las necesarias transformaciones y adaptaciones, no sólo han entrado a formar parte de una herencia reconocible en muchas de las manifestaciones de la literatura y la cultura popular producidas desde entonces, sino que también han infiltrado la producción de autores con estrategias y objetivos muy diferentes. El Dickens de Oliver Twist (1837) o el Engels de La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), por ejemplo, utilizan el énfasis gótico en la descripción de la ciudad monstruosa y superpoblada –teatro del horror, la injusticia y la alienación moderna–, al servicio de sus respectivas agendas de denuncia y crítica social.

A partir de aquella temprana irrupción en la literatura inglesa del setecientos –exportada con diferente intensidad por los vientos prerrománticos–, lo gótico no ha dejado de renacer en tiempos de crisis cultural. A finales del XIX , mientras la sociedad británica experimenta un desasosiego moral sin precedentes, y se desmorona definitivamente el sistema de certezas con las que el positivismo había impregnado la ideología dominante, la literatura gótica experimenta su segunda fase de esplendor.Tanto en las cumbres literarias del período, como El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de Stevenson, o Drácula (1897), de Stoker, como en buena parte de la obra de autores como H. G. Wells (La máquina del tiempo, 1895, o La isla del doctor Moreau, 1896), son rastreables las angustias desplazadas a las que responden: desde la conciencia de declive del Imperio –amenazado por los nuevos competidores y por el descontento en las colonias– hasta la quiebra absoluta de los valores que sustentan la sociedad patriarcal. El villano gótico se recicla: el doble o el vampiro/a encarnan el terror que suscita lo diferente y atávico, al tiempo que responden a las ansiedades suscitadas por la teoría de la evolución y la puesta en entredicho de la superioridad y estabilidad de la especie (lo que ha evolucionado puede también degenerar, como explica Lombroso a partir de la tipología de los criminales), la reivindicación antipatriarcal de la New Woman, o el temor a una clase obrera embrutecida (¿los morlocks subterráneos de Wells?) que, hacinada en los slums de las grandes ciudades, se concibe como una especie de amenazante nación paralela. Drácula y Hyde responden perfectamente al concepto de degeneración, desarrollado entonces por Max Nordau, a lo primitivo (reprimido por la civilización) que regresa. Lo que está en juego desde Darwin es la idea de la irreversibilidad de la naturaleza humana. En el caso de Jekyll, es una ciencia sin moral la que convoca su yo oculto: Hyde es el atávico compañero del que ni el progreso ni la cultura ha podido desprendernos. En Drácula es el pasado que creíamos vencido –encarnado en un extranjero que viene de la periferia del progreso– el que regresa para poner en cuestión no sólo los valores de una sociedad ostentosamente moderna (sus víctimas utilizan el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono o la fotografía), sino para acabar con las fronteras sacrosantas que separan la vida y la muerte. En ambos casos el escenario del drama es Londres ,«la ciudad mayor y más grande de la Tierra», como la llamó Conrad en El corazón de las tinieblas (1902), convertida en el teatro de ese Armagedón en que el futuro de la humanidad va a dirimirse entre héroes y monstruos. La restitución del orden burgués tiene lugar con la destrucción (¿definitiva?) de la amenaza. Jekyll pone fin a la vida –que es la suya– del asesino Hyde. En el caso emblemático de Drácula, la victoria es la obra de hombres y mujeres de clase media que se reafirman en su identidad cultural, en una masculinidad sin fisuras o en una feminidad asexuada que sabe cuál es su lugar como esposa y madre.

Lo gótico, antigua válvula de escape en épocas de angustia, forma parte esencial de nuestro mainstream cultural, aunque su eficacia como ansiolítico cultural haya disminuido ostensiblemente. Quizás porque la ironía posmoderna se ha cebado también sobre los modelos del gótico. La criatura de Alien (Ridley Scott, 1979), tantas veces resucitada, no da más miedo, ni es más imprevisible, que Osama.Y Drácula ya no es un peligro desde que, gracias a Coppola, sabemos que lo que le mueve es la sed de amor. Incluso en cierta forma hemos aprendido a amarlo. Al fin y al cabo, también él vive instalado permanentemente en la angustia y el rechazo.

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Ficha técnica

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