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El pasado 23 de marzo, domingo, en el parque de Lumpini había un ambiente entre relajado y festivo. Esos amplios y elegantes jardines en el centro de Bangkok se sitúan entre la zona de comercios y hoteles de lujo de Ratchaprasong al norte y el distrito financiero de Silom al sur. Tradicionalmente suelen ocuparlos parejas jóvenes, muchas de ellas de estudiantes de la cercana universidad Chulalongkorn, que retozan entre promesas de amor del bueno. También muchos ancianos que buscan refugio en la vegetación subtropical para protegerse del calor mareante del centro del día, niños pequeños bajo la vigilancia de sus niñeras, que este es un barrio muy bien, y en general paseantes de toda edad. Como todos los parques del mundo, Lumpini ha ido poniéndose al día con la incorporación de pistas de recreo para corredores, bares junto a los estanques y conciertos dominicales de rock, funk o hip-hop a cargo de bandas que ya no están en su máximo esplendor, como Ploy, The Innocent, Boyscout o Lift-Oil.

El parque tiene otros usos. En mayo de 2010, los partidarios de Thaksin Shinawatra, el primer ministro depuesto por un golpe militar en 2006, mejor conocidos como camisas rojas, protestaron allí contra el Gobierno de Abhisit Vejjajiva, que se había impuesto en una maniobra parlamentaria. Hubo numerosos enfrentamientos y muchos muertos entre los jardines de Lumpini y la entrada de la avenida Silom. A mediados de marzo de 2014, la insurrección clandestina contra el Gobierno del movimiento controlado por el depuesto Thaksin, se había resignado a no conseguir su objetivo manifiesto de derribar al Gobierno de los camisas rojas. A pesar de que el Comité Popular para la Reforma Democrática (CPRD), en palabras Suthep Thaugsuban, su autodesignado Kamnan Thep, o líder máximo, se había comprometido a impedirlas por todos los medios, las elecciones se celebraron el 2 de febrero sin mayores incidentes de los que luego se relatarán. A mediados de marzo, el movimiento faccioso se había desfondado notablemente, sin poder hacer mucho más que convocar a sus seguidores a la ocupación de Lumpini en espera de eventuales acontecimientos. El pasado domingo, sin embargo, su número había vuelto a crecer y, frente al enconamiento habitual de sus manifestaciones anteriores, el ambiente en Lumpini oscilaba entre el relajo y una esperanza renovada.

Entre ambas fechas se habían producido un par de noticias importantes. El 21 de marzo, el Tribunal Constitucional decidió declarar nulas las elecciones del 2 de febrero. Según la constitución, las elecciones han de celebrarse en toda Tailandia el mismo día, algo que resultó imposible porque la oposición al Gobierno impidió por diversos procedimientos que los electores pudiesen votar en 28 circunscripciones de ocho provincias del sur del país, que ha resultado ser, con Bangkok, la base de las protestas contra el Gobierno. El Partido Demócrata, que representa a la oposición parlamentaria, había llamado al boicot electoral, al tiempo que la oposición extraparlamentaria del CPRD se había encargado de impedir por la fuerza que los candidatos pudiesen registrarse en esas circunscripciones. El Constitucional daba un plazo de noventa días para organizar una nueva elección. No es la primera vez que el Tribunal Constitucional invalida unas elecciones.

Pero hay otra noticia que ha pasado casi inadvertida y que añade tensión a la ya de por sí difícil coyuntura política tailandesa. El Gobierno de Yingluck es un gobierno en funciones, con poderes muy limitados, pero poderes al fin, entre ellos el de organizar las nuevas elecciones. Para ello tiene que contar con la colaboración de la Comisión Electoral, un órgano burocrático que también goza de amplios poderes. Una elección en condiciones de enfrentamiento o empate entre esas instituciones volvería a llevar al gobierno a los partidarios de Thaksin y a las cosas a su estado anterior. La reacción inicial del Partido Demócrata ante la decisión del Constitucional era tajante. Al igual que en la anterior, los demócratas estaban dispuestos a boicotear la nueva elección si antes no había una reforma electoral. Por su parte, Suthep, el caudillo de la oposición en la calle, abundaba en lo mismo. Ni pensar en nuevas elecciones sin esa reforma. Pero, ¿cómo hacerlo sin desembarazarse antes del Gobierno en funciones de Yingluck?

La constitución militar impuesta en 2007 es muy prolija, trata de dejarlo todo atado y bien atado y, en lo posible, de impedir su reforma. Uno de sus elementos fundamentales es el Senado, la cámara alta, que cuenta con atribuciones muy similares a las de la asamblea legislativa. El Senado consta de ciento cincuenta miembros, elegidos y designados a partes iguales. La anomalía de los senadores designados ha sido criticada de siempre por los partidarios del Gobierno, que, a finales de 2013, aprobaron una reforma de la institución para hacerla totalmente electiva. Su propuesta fue considerada inconstitucional y nula por el Tribunal Constitucional porque, según su interpretación, no se ajustaba al artículo 68 de la Constitución, que prohíbe los intentos de hacerse ilegalmente con el poder y, como este era uno de ellos, ponía en riesgo a la corona. De resultas de la sentencia, la Comisión Anticorrupción ha solicitado al Senado la destitución de su presidente por haber amparado aquella maniobra. La caída del presidente del Senado, un partidario del Gobierno, colocaría a la institución en una situación muy delicada y, si llega a realizarse, podría poner a su frente a otro político de condición contraria. Como la asamblea legislativa está disuelta, en espera de las nonatas elecciones, el nuevo presidente del Senado tendría un fuerte control sobre la Constitución de un nuevo gobierno en funciones.

Y aquí se pone la guinda al pastel. La Comisión Anticorrupción está investigando a Yingluck por supuesta desviación de los fondos prometidos a los agricultores por el programa de compra estatal de arroz. No acusa a la presidenta del Gobierno de haberse quedado con dinero, sino de mala gestión de esos fondos, que no se habrían librado a tiempo. Si, como resultado de esa investigación, la comisión propusiera la destitución de Yingluck, con la asamblea disuelta, el Senado y su presidente tendrían un papel principal en la designación de un nuevo primer ministro en funciones.

Por estos vericuetos legales tan convenientes para torcer la voluntad popular, las instituciones llamadas independientes, es decir, no sometidas al parlamento, parecen estar en una carrera para imponer lo que ni los votos de la oposición parlamentaria (el Partido Demócrata no ha ganado una elección desde 1992) ni las movilizaciones en la calle, ciertamente numerosas, de los partidarios de Suthep, han podido lograr: la disolución del Gobierno legítimo de Yingluck.

No resultaban así extrañas las muestras de satisfacción de las que fui testigo durante el mitin del 23 de marzo en los jardines de Lumpini. El número de participantes no era demasiado alto por comparación con los que Suthep había movilizado en otras ocasiones. La gente sentada delante de la tribuna de oradores podría llegar, contada con generosidad, a unos siete mil. Si se añaden los que no encontraron acomodo y seguían los discursos ante los dos gigantescos monitores a ambos lados del monumento a Rama VI, podrían llegar a diez mil. Había más tiendas de campaña que en mi paso por el lugar tres semanas antes. Pero aquello tenía más de mercado de noche que de labor sediciosa. Por supuesto, en los puestos se vendían los famosos pitos colgados de una cinta con los tres colores de Tailandia que los pitantes se ponen al cuello para manifestar su descontento con el Gobierno cuando llega la ocasión. También pulseras anchas de tela tricolor como las que se pone Suthep; manazas, también tricolores, para aplaudir a los oradores sin calentarse las propias; mementos de las anteriores manifestaciones de masas; camisetas y polos tricolores; también había un puesto de ropa interior femenina que, como excepción, no era tricolor. Además se vendían unos vistosos pañuelos tricolores arrollados a guisa de sombrero puntiagudo, típicos de los campesinos. Los partidarios de Suthep aprenden rápido y saben bien que la promesa populista de pagar el arroz a precios superiores a los del mercado internacional ha empotrado una cuña entre el Gobierno y sus apoyos campesinos en el norte del país. Un par de oradores que iban calentando el ambiente hasta la intervención de Suthep se identificaron como dirigentes campesinos.

He visto en mi vida actuaciones de algunos líderes carismáticos. Suthep no está entre ellos. Aquella noche vestía su indumentaria habitual de hombre de bien: camisa blanca arremangada hasta medio antebrazo, pantalones caqui, playeras y, por todo adorno, un pito colgado de una cinta tricolor. Tiene todo el aire de la clase media acomodada, curtida en el servicio al Estado (era viceprimer ministro encargado del orden público en mayo de 2010, y responsable último, pues, de las numerosas muertes que entonces se produjeron), algo así como un notario o un registrador de la propiedad. Es un hombre que cosecha adhesiones, así que dedicó más de media hora a leer unas cuantas, especialmente de niños, cuyas cartas y dibujos multicolores recogían cuidadosamente las cámaras de la televisión. No pude entender su discurso, porque no había conseguido hacerme acompañar de algún amigo que hablase la lengua local, pero daba la impresión de que su fuerza era la del sentido común cuando se convierte en el menos común de los sentidos. Lejos de levantar grandes entusiasmos –tal vez me equivoque, pero no me pareció que hubiera muchos jóvenes entre la audiencia–, Suthep se dedicaba a anuncios prácticos y de organización. Aquella tarde convocó a sus fieles para una manifestación monstruo el 29 de marzo en Bangkok y en días sucesivos al mitin se ha puesto al frente de algunas para calentar motores.

Hasta el momento, los partidarios del Gobierno se han mantenido callados en la espera de que las elecciones del 2 de febrero les devolverían el poder que sus oponentes habían tratado de arrebatarles, pero ahora empiezan a ver una amenaza seria en las decisiones de los órganos no sujetos al parlamento. Suranand Vejjajiva, un dirigente de los camisas rojas, denunciaba que las agencias independientes «están forzando la legalidad y recurriendo a otras tácticas para retrasar las elecciones y convencer a la opinión de que la primera ministra no existe». Y seguía: «Nos acusan de paranoicos. Por supuesto que lo somos, aunque tal vez no lo bastante» (Bangkok Post, 22 de marzo de 2014). Al tiempo de escribir este blog se habla de una contramanifestación en Bangkok para el 5 de abril.

Aunque no sabemos cómo terminará la ópera, la gorda ha empezado finalmente a cantar su aria.

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Ficha técnica

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