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Desmontando a Bartleby

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¿Pueden los deseos de los demás convertirse en un problema propio, incluso cuando no nos impiden directamente satisfacer los nuestros? Desde luego que sí. Basta con que uno de nuestros deseos sea, precisamente, que los demás no quieran lo que quieren.

Hay al respecto un pasaje de Sociofobia, el reciente libro del sociólogo español César Rendueles, que llama la atención por su contundencia: «Uno no hace la revolución para asentir plácidamente a un ideal de vida basado en los zapatos Manolo Blahnik, el paintball y los cruceros Disney»César Rendueles, Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital, Madrid, Capitán Swing, 2013, p. 138.. Se sugiere así que este ideal de vida, al igual que otros semejantes, no sería un fundamento aceptable para el orden social. De donde se deduce que hay vidas mejores que otras, o, si se quiere, vidas cuyo contenido tiene un valor superior al de otras.

A mí esta frase me trajo inmediatamente a la memoria una de las intervenciones que le oyera a Konrad Ott, filósofo de la Universidad de Kiel, durante un congreso celebrado en Maguncia hace ahora un año. Reunidos una docena de profesores para abordar las implicaciones políticas y morales de la geoingeniería del clima, el sexagenario profesor Ott desarrolló la siguiente argumentación sobre las preferencias de los ciudadanos, que cito de memoria:

Los sujetos son respetables, pero sus preferencias no lo son. Me niego a respetar aquellas preferencias individuales que contribuyen al deterioro del planeta o expresan un estilo de vida consumista. Porque esas preferencias son el producto de un contexto determinado, el contexto capitalista, que a su vez produce un determinado tipo de preferencias. Y éstas no tienen por qué ser respetadas, no son sagradas, ni puede excluirse la intervención sobre ellas. Yo respeto al ciudadano, pero no su preferencia.

Tanto Ott como Rendueles plantean un problema filosófico-político de primer orden, a saber: la aceptabilidad de las preferencias individuales y su relación con el orden colectivo. Son, en rigor, dos problemas distintos. Pero, en ambos casos, el punto de partida es que las preferencias son discutibles, y aun recusables. De modo que hay que prestar la máxima atención a aquello que hacemos cada día, porque quizá queremos las cosas equivocadas y la suma de todas esas equivocaciones sea, ella misma, un gran error social.

Hay que descartar aquí aquellos supuestos en los que alguien expresa una preferencia que implica la vulneración de la ley, como hacer del crimen una forma de vida o negarse a devolver el dinero que le ha sido prestado. También habría que dejar a un lado aquellos casos en que nuestros deseos, debido a sesgos cognitivos o emocionales, militan contra nuestros intereses: nos empeñamos en continuar una relación amorosa que sólo nos trae problemas o hacemos una inversión financiera claramente condenada al fracaso. ¡Allá cada cual! ¿O no?

Precisamente, el problema se plantea cuando se discute la legitimidad de la preferencia en sí misma. Y ello tanto por razones sustantivas como por el efecto que produce su agregación colectiva. Dicho de otro modo, se considera que hay preferencias rechazables por su vulgaridad o banalidad, preferencias que, cuando son mayoritarias, dan forma a un orden colectivo inclinado –todo él– a la vulgaridad o la banalidad. Zarpar en un crucero Disney, morirse por unos Manolo Blahnik, disfrutar con el paintball: preferiría que no lo prefirieras. Se trata de derrotas de la promesa ilustrada que no merecen ningún respeto. Y no lo merecen porque habría preferencias mucho más valiosas, cuya universalización daría como resultado una mejor sociedad: mejor todos escuchando cuartetos que haciendo karaoke. A quien invoque la libertad de elegir, pues, opóngasele el deber de acertar.

Sin embargo, quizá no se trataría tanto de acertar cuando elegimos como de haber estado sometidos a la suma correcta de influencias en el proceso que nos conduce a la decisión. La separación que hace Ott entre individuo deseante y deseo del individuo apunta al hecho de que nuestras preferencias son el producto de un contexto determinado antes que la emanación natural del yo. Más que criticar el uso de la libertad individual, se ponen aquí en cuestión las condiciones bajo las cuales esa libertad es ejercida. Si usted vive en una sociedad cuyas ficciones glorifican los zapatos de Manolo Blahnik, es probable que acabe por quererlos, pero no hay nada natural ni auténtico en ese deseo; y así sucesivamente. Es ésta una línea crítica tan interesante como peliaguda.

Frente a la leyenda épica del sujeto liberal, autónomo en la formación de unas preferencias inviolables, sus críticos llevan décadas practicando una filosofía de la sospecha cuyo centro es la naturaleza exógena de esas mismas preferencias. Desde este punto de vista, el yo es menos el centro reflectante de una esencia incorruptible que la refracción de todo aquello que le rodea. No habría un sujeto sin sociedad, sino una sociedad que da forma al sujeto. De forma que si cambiamos la sociedad –¡alehop!– nos sale también otro individuo. Técnicamente, éste no sería responsable de querer lo que quiere, sometido como está a unas estructuras del deseo contra las que no puede luchar; tanto menos si no es consciente de la existencia de aquellas y cree elegir libremente. A decir verdad, nadie cree tener mal gusto, ni siquiera quien tiene el peor gusto posible.

Ahora bien, reconocer que estamos socialmente determinados en una medida variable no resuelve demasiados problemas, sino que plantea algunos nuevos. Porque, ¿quién decide cuáles son las preferencias valiosas y las impone a los demás? Si los resultados de la libertad son decepcionantes, porque desembocan en el éxito de los cruceros Disney, ¿debemos prohibirlos?

A esto puede darse una respuesta à la Guy Debord: el capitalismo de consumo crea un espejismo que convierte en valioso lo que carece de valor, creando un marco social que no es neutral, sino que empuja a los individuos a ciertos deseos y no a otros. Podría alegarse que nada nos obliga a abrazar, por ejemplo, la práctica compulsiva del shopping, igual que nada nos aleja de la lectura de Karl Jaspers. Hay más pluralidad de preferencias y estilos de vida en la sociedad contemporánea de lo que sus críticos más radicales admiten; pluralidad que, a menudo, puede predicarse también de un mismo sujeto: ¿no pueden llevarse unos Blahnik a un concierto de música de cámara?

Sin embargo, este argumento sería vulnerable a la objeción de que la presión ambiental empuja con más fuerza en la dirección del centro comercial que en la de la biblioteca. Y ya está demostrado que distintos estratos sociales, educativos y generacionales producen gustos diferentes, a través de los cuales nos distinguimos unos de los otros. No puede negarse que el gusto mayoritario está lejos de las aspiraciones humanistas más elevadas; no es difícil encontrar en la sociedad posmoderna amplios depósitos de superficialidad y mal gusto. Para Javier Gomá, esa vulgaridad es el saludable precio de la democracia, la consecuencia lógica del uso generalizado de la libertad a estas alturas de la historia universal.

Pero, ¿por qué ha de preocuparnos cómo vivan los demás, sólo porque vivan de un modo que no nos gusta o difiera sustancialmente del que hemos elegido nosotros? ¿Son las preferencias ajenas, en fin, asunto nuestro? Hay muchas posibles respuestas para esta pregunta, que se refiere a la intersección entre el individual y el colectivo.

Quien crea que el sistema social existente enmascara, bajo apariencia de libertad, la explotación injusta de unos hombres a manos de otros, alegarán la necesidad de controlar las preferencias individuales para construir una sociedad mejor. Y quien crea que las preferencias mayoritarias reflejan una humanidad que está muy lejos de haber agotado su potencial para el refinamiento cultural y espiritual, aspirará a generalizar aquellas otras preferencias, hoy minoritarias, que más fielmente reflejan el ideal ilustrado, humanista, de una vida significativa. En ambos casos, aunque con mayor claridad en el primero, no hay ninguna solución practicable que no pase por un serio cercenamiento de la libertad individual en nombre del orden colectivo: ya sea a la manera bolchevique o a la platónica, bien se imponga la igualdad forzosa o el mandato de los filósofos. Para evitar que decidamos mal, otros deciden por nosotros. La opción intermedia consistiría en formas atenuadas de despotismo ilustrado, con arreglo a las cuales se empuja ligeramente a los ciudadanos en la dirección más virtuosa, haciendo presentes los costes asociados a sus decisiones: si sabemos cuántas calorías contiene el pastel, será más probable que renunciemos a élSobre esto, véase la obra de Richard Thaler y Cass Sunstein, Nudge. Improving decisions about health, wealth and happiness, Londres, Penguin, 2009.. Esta técnica, empero, presenta limitaciones en el terreno de los bienes culturales.

John Stuart Mill se enfrentó a este problema de manera originalJohn Stuart Mill, Utilitarianism, Indianapolis, Hackett, 2001.. Mill sostenía que la satisfacción de preferencias puede dividirse en dos grandes tipos: la satisfacción de los placeres inferiores y la de los placeres superiores. Los primeros son importantes para llevar una vida saludable, mientras que los segundos nos permiten acceder a una vida plena. Ni que decir tiene que el paintball pertenece a los placeres inferiores y la lectura en casa a los superiores. Ahora bien, ¿quién dictamina la superioridad de unos intereses sobre otros? La respuesta es estrictamente lógica: solamente podrá jerarquizarlos quienes estén igualmente familiarizados con ambos tipos de placeres. A ojos de quien no suele leer o lee productos de entretenimiento, el lector de Hegel se aburre soberanamente; a ojos del lector de Hegel, son los demás quienes se aburren. Dado que no puede obligarse a los ciudadanos a preferir unas cosas a otras, razona Mill, la única solución en el plano colectivo es procurar una educación dirigida a hacer posible que la mayoría de los ciudadanos se familiaricen con los placeres superiores, al tiempo que se facilita su acceso a los bienes del espíritu, a través de su provisión pública o mediante la creación de las condiciones necesarias para su provisión privada: del libro de bolsillo a las franjas de entrada gratuita a los museos. Y esperar que, con el tiempo, la estrategia funcione. ¿Paternalismo o idealismo?

Recordemos que Mill escribía en pleno siglo XIX, cuando el acceso a la educación universal estaba todavía fuertemente restringido y el impulso ilustrado, pleno de optimismo, apenas empezaba a cobrar fuerza. ¿Qué sociedad habría esperado encontrar Mill a comienzos del siglo XXI, cuando los niveles de alfabetización y riqueza en el mundo desarrollado permiten el fácil acceso a la cultura? Probablemente, una distinta a la existente; una, en fin, más respetuosa del pensamiento, menos ruidosa, quizá más elegante. Pero ésta es la que tenemos; acaso, con todos sus defectos, la mejor que hemos tenido hasta ahora.

En último término, no hay una solución clara a este problema. Ya que no puede cercenarse la libertad individual más allá de lo razonable, las preferencias banales habrán de ser respetadas, por mucho que nos disgusten. La sociedad no es una guardería; si asumimos como premisa lo contrario, estaremos abriendo la puerta a experimentos domesticadores de dudosos resultados. Sólo cabe crear las condiciones para que el mayor número posible de ciudadanos organicen reflexivamente sus preferencias, con la esperanza de que el resultado agregado –la suma de las preferencias individuales– produzca una sociedad más inclinada al cultivo de las virtudes de la especie que al de sus defectos. Algo que, bien mirado, no deja de ser una preferencia más.

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Ficha técnica

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