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Gangnam Style

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He pasado unos días en Seúl. Me gusta viajar, pero en esta ocasión lo hacía por imperativo legal. El Gobierno chino cambia su política de visados cada dos por tres y este año me tocó uno que obliga a salir del país cada sesenta días. Así que, a finales de abril tenía que abandonarlo y volver a entrar por otros sesenta, y así sucesivamente. Como el Gobierno chino no tiene el detalle de pagarme los gastos de viaje, al sufragarlos de mi bolsillo, podía elegir dónde gastarme los cuartos. Había varias opciones, por ejemplo, un fugaz viaje a Shenzhen desde donde cogería el metro a Hong Kong, para entrar allí por unas horas y volver a China por el mismo camino trillado. Y si no era el metro a Hong Kong, un transbordador a Macao, donde temía enredarme en algún casino local y gastarme mucho más dinero del que puedo permitirme. Así que decidí buscar otro destino más cercano a Dalian. Y ahí se me partía el corazón. ¿Tokio o Seúl? He estado en Tokio varias veces y me fascina, pero al cabo Tokio es como una amante a la que uno conoce desde hace años y cuyo cuerpo no procura ya grandes sorpresas, aunque siempre resulte delicioso volver a explorarlo. En Seúl, casi una desconocida, bullía el goloso acicate de la primavera con su alevosa promesa de recuperar la juventud en otros brazos aún por descubrir.

Antes había estado en Seúl una sola vez, hace veinticinco años, y fue en un viaje de trabajo, tres días de aburridas actividades profesionales que me dejaron exhausto. Sólo unas horas para una visita turística de circunstancias en la que cada monumento se fundía en la niebla del anterior. Nada especialmente notable. Después de aquello, poco había vuelto a saber de Corea, aunque lo poco que llegaba me intrigaba. Un Hyundai barato, funcional y feo, que resultó ser el mejor coche que he tenido en mi vida; horas perdidas varias veces entre dos vuelos en el aeropuerto de Inchon, del que se me han quedado en la memoria su excelente diseño, sus tiendas carísimas, unas mujeres muy bien vestidas y una casa de masajes (con un aviso a la entrada para informar a eventuales clientes de que allí no se prestan servicios sexuales) en la que daban un shiatsu que recomponía los destrozos del vuelo de catorce horas desde Nueva York; un par de estudiantes, bien guapas por cierto, en mis tiempos de profesor en Filadelfia, con las que nunca hablé de su país ni de ninguna otra cosa; los programas en inglés de la televisión japonesa que mostraban una ciudad chiflada por los efímeros encantos de la moda y de la cirugía estética; los culebrones surcoreanos que exhibían los canales vietnamitas.

Uno de ellos, Mi amante galáctico, ha tenido a mis estudiantes chinos pegados a la televisión y ha generado miles de weibos (miniblogs) cada vez que se emitía uno de sus capítulos. No me extraña. La televisión china no para de emitir atroces series épicas locales, rebosantes de héroes, todos igualmente triviales, todos igualmente acartonados, ya sean de los tiempos de la dinastía Tang, de la Ming o de la gloriosa guerra de liberación nacional, revolucionaria y patriótica del Gran Timonel. Entre tanta cochambre, una historia de amor y lujo como la de Do Min-yoon y Cheon Song-yi florece como un oasis.

En 1609, luego de que la terrícola local a la que amaba muriese por salvarle de un accidente, Min-yoon, un extraterrestre, perdió la nave espacial que iba a devolverlo a casa y se quedó atorado en la Corea de la dinastía Joseon, también escrita Chosun (1392-1897). Como todos los de su condición, Min-yoon no envejece, así que cuatro siglos después, convertido ya en un típico profesor universitario, es decir, alguien tan penetrante en su inteligencia como apuesto en su aspecto, se cruzará en su vida Song-yi, una estrella de la hallyu (movida coreana), que, además de parecerse como una gota de agua a la amante difunta, ha decidido mudarse a un apartamento de un barrio de ricos y famosos y, por razones poco explicitadas y aún menos inteligibles o necesarias, también aspira a mejorar su formación académica. A nadie se le oculta quién será el profesor de sus cursos y de sus sueños y, aunque eso resulte menos obvio para los que vivimos de un sueldo universitario, con qué vecino compartirá ascensor y lecho en el lujoso edificio donde viven ambos.

La serie acabó el pasado 27 de febrero y ha sido uno de los mayores éxitos de la hallyu, con un 25% de seguimiento medio en la audiencia nacional. Las canciones de su banda sonora han estado entre los números más altos de la tabla durante meses. Pero no sólo ha sido coreano el interés. Su triunfo en China ha sido espectacular y se ha extendido a muchos ámbitos distintos de la televisión. Si voy a un karaoke con mis estudiantes, son sus baladas las primeras que cantan. En uno de los capítulos, Song-yi (papel a cargo de una verdadera estrella coreana, Jung Ji-hyun) le contaba al extraterrestre que su comida preferida era el pollo frito con patatas y cerveza y, según decía la prensa local, en Pekín había colas de hasta una hora para hacerse con una ración en los restaurantes especializados. En otro, llevaba unos zapatos tipo Abel de color antracita (con un tacón de diez centímetros) de Jimmy Choo. A pesar de su precio (625 dólares), pocos días después del capítulo emitido el 25 de diciembre no quedaba ni un par en Seúl, Pekín o Shanghái. Una mochila de cuero que lució el extraterrestre era de la marca Samsonite. La compañía no sabía que iba a utilizarse en la serie y, tras su aparición, tardó un mes y medio en reponer sus existencias, que se habían agotado al momento, como se hizo eco The Wall Street Journal.

Estas cosas molestan mucho a los críticos de la sociedad consumista, muchos de los cuales han hecho un capitalito con el negocio del denuesto. A mí me interesaba olisquear algo menos lucrativo: ver el lugar de nacimiento del hallyu; cómo y por qué un país tan improbable como Corea del Sur se ha convertido en el líder de la cultura de masas en toda Asia oriental. En cuanto llegué, pues, mi primera visita fue para Gangnam. No recuerdo si era Gangnam el barrio de nuestros amantes intergalácticos, pero en cualquier caso les correspondía. Es allí donde se apiñan los apartamentos más caros de Seúl y allí se concentran, además de las celebridades de moda (glitterati), las grandes empresas de entretenimiento y comunicaciones.

Si al final de la guerra mundial sólo un tercio de Varsovia quedaba en pie y en su mayor parte maltrecho, la suerte de Seúl tras la ocupación japonesa no le había ido a la zaga. Las estadísticas hablan de la destrucción de doscientos cincuenta mil edificios y viviendas. La posterior recuperación urbana se centró en el más antiguo y próspero casco urbano de los distritos de Jongno y Jung, al norte del río Han, pero en los últimos treinta años ha sido Gangnam (Al sur del río es la traducción de su nombre) el barrio que se ha desarrollado más deprisa. Un vistazo al mapa muestra que su desarrollo ha seguido un modelo multinuclear basado en la concentración de grandes empresas de servicios. Su cogollo se centra en Teheranno (traducido al inglés como Teheran Valley, por aquello del Silicon Valley californiano), una avenida de unos cuatro kilómetros de largo. Allí tienen grandes oficinas muchos de los chaebol (conglomerados empresariales con actividades horizontales) que han contribuido decisivamente al desarrollo económico del país (POSCO, Hyundai Department Store Group, GS, Hansol), compañías internacionales de tecnología de la información (Google, IBM, Toyota) y, por supuesto, no pueden faltar todas aquellas que aspiren a ser algo en cine, televisión, música o Internet.

Mi fatigoso paseo por la zona no resultó especialmente sugestivo. La apabullante aglomeración de rascacielos, muchos de ellos bellísimos, especialmente de noche, contribuía a una cierta agorafobia especialmente agravada por la falta de personal. Mis días en Seúl coincidieron con una serie de fiestas (Primero de Mayo, Día de los Niños, Nacimiento de Buda, Día de los Padres) y las oficinas estaban vacías, las tiendas cerradas y los restaurantes desiertos, como si aquello fuera el decorado para una película de Ridley Scott. Salvo por la grafía geométrica del idioma nacional, uno se sentía en medio de otra aldea global, con paisajes urbanos idénticos a los de Ginza en Tokio, Nanjing Lu en Shanghái, el Distrito 3 de Saigón o la parte alta de Madison en Nueva York, que fue donde se inventaron. Nada especialmente coreano en las franquicias de Starbucks, Pascucci Café, Gloria Jean’s, Mr. Pizza, ni en los grandes centros comerciales como Galleria Department Store, COEX Mall, Trade Tower Mall, ni las tiendas de gran lujo de Apgujeong Rodeo Street y la abundante cosecha de lugares parecidos que se disputan el terreno en la avenida Gangnam o en el cercano Yangjaedong. Pero tal vez sea ese el secreto de la hallyu: su vaciado de contenidos identitarios le permite llegar a audiencias para las que, hasta hace poco, Corea era solamente una abstracción geográfica de escaso relieve.

Juro que, como Mariotte, en esas estaba por mi cuenta cuando, de vuelta a China, me encontré con que Boyle se me había adelantado en la formulación de la hipótesis. Chuyun Oh, una doctoranda de la Universidad de Texas en Austin, acababa de publicar un trabajo que, pese a su horrendo título deconstruccionista («The Politics of the Dancing Body; Racialized and Gendered Femininity in Korean Pop», parte de un libro colectivo dirigido por Yasue Kuwahara, The Korean Wave: Korean Popular Culture in Global Context, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2014) concluía que el éxito de Girls’ Generation, tal vez el grupo más famoso de K-Pop, se debe a su identidad híbrida, ese espejo en el que puede encontrarse reflejado quienquiera que aspire a una identidad «culturalmente mutante», sea este oxímoron lo que fuere.

No somos nadie.

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Ficha técnica

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