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Female gaze (II)

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Se tiene la impresión, en el marco del intenso debate en curso sobre las normas que regulan las relaciones entre los sexos, de que andan mezclándose dos problemas distintos. Y están mezclándose porque no pueden separarse nítidamente, pues uno de ellos proyecta inevitablemente su sombra sobre el otro. Porque nadie ha salido en defensa de la violencia sexual ni ha sugerido que el chantaje laboral sea un medio legítimo para acceder al cuerpo de otra persona: en eso estamos de acuerdo. ¡Sólo faltaba! La peligrosidad del hombre para la mujer –aunque también para los demás hombres– es un viejo dato de la cultura:  recordemos que Zeus rapta a Europa y que Troya arde porque Paris secuestra a Helena. Pero hoy no estamos discutiendo la legitimidad de estas conductas; el problema se plantea allí donde no parecen concurrir violencia ni intimidación. Porque es allí, justamente, donde, al decir de la crítica feminista, se produciría una intimidación no visible que constituye el sedimento psicosocial de milenios de dominio masculino sobre la mujer. De ahí que algunas comentaristas hablen de una «cultura de la violación» que no puede referirse únicamente a las agresiones sexuales propiamente dichas (tipificadas penalmente y socialmente rechazadas), sino a la sospecha de que la mayoría de las relaciones sexuales incorporan de manera implícita un componente intimidatorio. El rechazo de la violencia, pues, no es la cuestión; la cuestión es cómo definimos la violencia.

No es un problema nuevo, pues esto mismo ha venido discutiéndose de manera intermitente durante las dos o tres últimas décadas; por ejemplo, en relación con la vida sexual de los campus universitarios norteamericanos. Cuestión distinta es que la nueva atmósfera política haya recrudecido el debate, que ha pasado de plantearse en términos más o menos abstractos a incorporar nombres propios con una facilidad pasmosa. Ahí tenemos el caso de Woody Allen, del que tantas actrices reniegan ahora, sin más razón que la nueva impresión anímica que produce hoy un presunto caso de abusos infantiles para los que no se encontró fundamento alguno cuando fue investigado hace un cuarto de siglo. O, más relacionado aún con nuestro asunto, el episodio de la denuncia anónima contra el actor y director norteamericano Aziz Ansari, al que una fotógrafa de veintitrés años acusaba en la página web feminista Babe de conducta sexual inapropiada en el curso de una cita. De acuerdo con su relato, él se mostró demasiado insistente y ella habría dado muestras suficientes de su reticencia a través del lenguaje no verbal; una expresión de incomodidad que él no habría percibido o a la que habría hecho caso omiso.

Para unos, el caso no es más que una «mala cita», una experiencia que puede adoptar muchas formas y que para casi nadie es desconocida; para otros, en cambio, el relato revela un patrón sexista que tiene que ver con las expectativas sociales acerca de lo que un hombre puede esperar de una mujer y lo que una mujer debe esperar de un hombre: disponibilidad en el primer caso, agresividad en el segundo. Huelga decir que la veracidad del relato no ha sido discutida y que nos parece perfectamente natural leer acerca de los detalles de la vida sexual de dos jóvenes norteamericanos mientras nos tomamos un refresco en el salón.

¿Mala cita o violación frustrada? ¿Humano desencuentro o intimidación masculina? ¿Saludable incertidumbre de los encuentros eróticos o inquietante ausencia de fronteras prefijadas? A menudo las distinciones son borrosas y eso plantea un problema elemental de legibilidad. La ensayista norteamericana Daphne Merkin se hizo varias preguntas al respecto tras la gala de los Globos de Oro en la que el gremio hollywoodense protestó contra el acoso sexual:

¿De qué se acusa exactamente a los hombres? ¿Cuál es la diferencia entre acoso, asalto y «conducta inapropiada»? Hay una inquietante falta de claridad acerca de los términos empleados, dado el espectro de conductas objetables existente. ¿No debería el acoso sexual, por ejemplo, comportar un cierto grado de hostilidad? ¿Constituye necesariamente una conducta predatoria dar un beso a alguien, o enseñarle la foto de un torso masculino desnudo?

Merkin tiene sesenta y tres años. Al otro lado de la línea divisoria generacional, Laurie Penny –que está en los treinta y dos– interpreta el caso Aziz, así como el entero movimiento #metoo, de manera muy distinta: como un cuestionamiento de las reglas del juego sexual que venían prescribiendo un determinado tipo de conducta para la mujer. Y escribe:

No debemos ser maleducadas. No debemos enfadar o amenazar al hombre. Debemos decir que no cuando así lo sentimos, pero con cuidado de no ofenderle ni amenazar su masculinidad, porque dios sabe lo que sucedería entonces. Y ahí es donde el contraataque ha sido contraproducente. En lugar de poner en evidencia a un movimiento que habría ido demasiado lejos, en vez de probar que #metoo es sólo –como ha dicho una carta en la prensa francesa que ha recibido mucha atención– un ataque contra los hombres, la historia de Aziz/Grace ha suscitado toda una nueva conversación acerca de lo que esperamos del sexo incluso cuando es técnicamente consensual. Así que estamos lejos de haber terminado con este asunto [la cursiva es mía].

La carta a la que alude Penny es el ya célebre manifiesto de un grupo de mujeres francesas encabezado –al menos publicitariamente? por Catherine Deneuve y Catherine Millet. En él, se plantea un contrarrelato que, a partir del inequívoco rechazo de toda forma de intimidación, desproblematiza las relaciones sexuales ordinarias en términos a ratos provocadores («una mujer puede […] disfrutar de ser el objeto sexual de un hombre sin ser una “zorra” ni una vil cómplice del patriarcado») y a ratos tradicionalista (cuando habla de «la galantería»). Una de sus expresiones más controvertidas es la defensa de una «libertad de importunar» que, a su juicio, no puede separarse de la libertad sexual. Y que, dicho sea de paso, disfruta la mujer en la misma medida que el hombre. En una entrevista concedida tras la publicación del manifiesto, la escritora Catherine Millet subraya la ambigüedad inherente a los procesos de seducción, en los que no siempre se alinean perfectamente dos voluntades simétricas, razón por la cual los elementos borrosos serían inerradicables:

Cuando me ha intentado seducir un hombre, a veces he sentido una atracción que no era lo suficiente grande para ceder de inmediato. Un momento de duda… A veces terminas cediendo y otras, no. Mientras que esas mujeres dicen que un no siempre es definitivo, yo creo que hay matices. A veces, los hombres tienen una oportunidad si insisten una segunda vez.

Es algo que también ha señalado el historiador de las emociones Javier Moscoso en su último libro. En el curso de su indagación sobre las pasiones vigentes en la Francia revolucionaria, señala que, «por desgracia», la exégesis facial que permite diferenciar entre una mirada cándida o un parpadeo insinuante no es una ciencia exacta: «Más bien al contrario, las actitudes, rasgos y gestos de la mayor parte de las personas tienen lugar en el contexto de un teatro performativo del que no cabe extraer conclusiones definitivas». Y así es. Pero cabe matizar –después volveremos a esto– que Moscoso escribe sobre una época en la que estaba vigente un distinto régimen intersexual, acaso no exento de algunas insospechadas ventajas, diferente del nuestro. De hecho, lo que demandan muchas feministas es introducir una mayor claridad en las reglas que organizan actualmente las relaciones amorosas y eróticas entre hombres y mujeres: para que sea posible extraer conclusiones definitivas sobre quién desea qué.

En ese sentido, es llamativo que el contramanifiesto escrito por la feminista Caroline de Haas en respuesta al texto de Millet y compañía se haya centrado en la aparente banalidad con que ellas abordan el problema de la violencia, hasta el punto de «despreciar de facto a los millones de mujeres que sufren o han sufrido ese tipo de violencia». Para despejar esas dudas, Deneuve ha pedido expresamente disculpas a las víctimas, manteniendo, sin embargo, su apoyo al escrito original. En realidad, lo que dice el manifiesto es que la mujer no tiene por qué situarse necesariamente en el papel de la víctima: algo que vale para las «malas citas» e incluso, a juicio de Millet, para quien ha sufrido una violación. Esta hipótesis es, por cierto, la que pone en escena Paul Verhoeven en Elle, la película protagonizada por Isabelle Huppert acerca de una profesional que, violada por un desconocido, decide ignorar el suceso. Pero Millet está expresando con ello un desideratum –que ni siquiera en caso de ser sexualmente agredida la mujer se «ate» a su sufrimiento–, más que una receta. Lo que resulta interesante, como ha anotado la periodista Masha Gessen, es que la discusión ha ido abandonando gradualmente el terreno de lo objetivable para adentrarse en el terreno de las normas no escritas y las intenciones no declaradas:

La conversación que estamos teniendo acerca del sexo comenzó con incidentes que implicaban una clara coerción, intimidación y violencia. Paradójicamente, parece haber creado la impresión de que el consentimiento significativo es esquivo y quizás imposible.

Aunque parezca que estamos avanzando, advierte, quizás estemos retrocediendo a una era más restrictiva sexualmente hablando: una donde la mujer carecía de agencia. Para Gessen, la victimización de la mujer es un error moral que no refleja la realidad psicosocial de nuestro mundo, donde la capacidad de decisión de la mujer ha aumentado espectacularmente en el último siglo, y no digamos desde la segunda posguerra mundial. Pero, ¿es suficiente? Laurie Penny cree que no, porque establece como objetivo final eliminar la relación entre sexo y poder. En otras palabras, se trata de lograr una genuina liberación sexual basada en la plena igualdad entre hombres y mujeres, superando así la miseria erótica en que, a su juicio, malvivimos:

Esto significa que una gran parte del sexo que es técnicamente consensual resulta, sin embargo, funesto y decepcionante, sobre todo para las mujeres implicadas. Por eso la demanda de mejor sexo es también revolucionaria.

En principio, este argumento tiene poco que ver con la victimización; el caso Aziz debería ser interpretado bajo su luz como una «mala cita» que revela problemas estructurales acerca de las respectivas economías del deseo. Desde ese punto de vista, lo que resulta problemático en las declaraciones de Millet es su afirmación de que, si el hombre insiste, la mujer termina «cediendo», pues sitúa a las mujeres en una posición paradójica de decisión pasiva. En su lugar, el deseo de la mujer debería situarse en pie de igualdad con el del hombre, y esa igualación, a su vez, ha de encontrar reflejo en las normas sociales sobre la seducción. Volveremos sobre esto con más detalle cuando introduzcamos el espinoso tema de los condicionantes sexuales biológicos, pero detengámonos por el momento en la cuestión del poder y su relación con la agencia.

Millet no está describiendo una situación en la que la mujer carezca de poder ni de agencia: sólo una codificación del proceso de seducción que deja al hombre la iniciativa. Pero en su descripción es ella, salvo cuando median la intimidación o la violencia, quien decide: quien «cede» o no cede ante la oferta masculina. Nótese que el argumento de Penny no carece de fuerza: sería mejor que todo fuese mejor. Y mejor para todos, incluido el hombre al que ninguna mujer hace caso. La pregunta es si puede producirse esa transformación: si hombres y mujeres pueden conducirse en este terreno de la misma forma. Ya sea por razones biológicas o culturales, o por una combinación de ambas, el hombre suele adoptar una actitud –¿predatoria?- mucho más explícita a la hora de presentar su candidatura sexual. Eso sitúa a la mujer en una posición en la que escasean los incentivos para comportarse de modo distinto: si hablamos en términos económicos, no le hace falta «pagar» el coste de la iniciativa; le basta con elegir entre sus ofertantes. Dicho esto, la mujer puede señalizar de muchos modos su disposición ante el hombre que le interesa y, como estamos ante una realidad compleja y dinámica, también asumir la iniciativa. ¡Arde Tinder! Sencillamente, no suele tener la necesidad de hacerlo.

En el viejo régimen matrimonial, tal como ha demostrado la socióloga Eva Illouz, también la mujer decidía a quién se entregaba como esposa; por eso, en perceptiva anotación de Georg Simmel, se prolongaba la fase de coqueteo: mientras durase, la mujer gozaba de un poder que luego perdía debido a la posición de superioridad que la ley concedía al pater familias. Pero no se trataba de una organización institucional caprichosa, sino de un ejercicio de realismo orientado a la canalización de los impulsos sexuales y las necesidades reproductivas; a costa, claro, de la libertad individual. En el momento de mayor esplendor juvenil, hombres y mujeres eran sometidos a la disciplina del matrimonio sin divorcio, del que se esperaban hijos y, por tanto, tempranas responsabilidades: he ahí un diseño inteligente que, bajo pretexto de respetar las tradiciones, creaba un orden social estable, aunque injusto. Y es la gradual disolución de ese orden la que nos ha arrojado a un régimen difuso de interacción sexual, marcado por la aparición de un mercado libre de encuentros amorosos al que no se encuentra asociada una institucionalización automática. En ese espacio, así como en el que se abre allí donde se funda una familia, el poder desempeña inevitablemente un papel. Pero, ¿quién tiene ese poder?

Ya hemos mencionado al hombre al que las mujeres no hacen ningún caso; podemos añadir que las relaciones sentimentales establecidas conocen muchas combinaciones posibles y no es rara aquella en que la mujer dispone y el hombre obedece. Seguramente el sexo cuenta menos que el carácter para determinar qué tipo de equilibrio se configura en cada caso: la más somera observación de nuestro entorno inmediato revelará ejemplos variopintos y desmentirá la idea que la mujer está, por definición, sometida al hombre. Asunto distinto es la atracción sexual que ejerce el poder mismo, que admite muchas variantes: económico, político, artístico. Recordemos aquella canción de The Modern Lovers que tomaba a Picasso como emblema del carisma sexual: «Algunos tratan de ligarse a una chica / Y son llamados imbéciles / Eso nunca le sucedió a Pablo Picasso / Podía bajar por tu calle / Y las chicas no resistían su mirada / A Pablo Picasso nunca lo llamaron imbécil». Y, por más que toda la deprimente vulgaridad de Donald Trump asomara en aquellas frases suyas sobre cómo «las mujeres» se dejan hacer cualquier cosa cuando eres famoso, estaba apuntando hacia un fenómeno bien conocido: no hay millonario soltero ni estrella de rock cuando está de gira que duerman solos. Quizás Aziz abusó de ese poder; quizá la chica que salió con él se sintió inicialmente atraída por su celebridad; quizá no pasó ninguna de esas dos cosas. En The Square, la película de Ruben Östlund, el protagonista plantea esa pregunta a la mujer con que ha pasado una noche: «¿Por qué no asumimos que el poder es atractivo?» Y ese poder no está en absoluto restringido a los hombres: ahí tenemos a la mismísima Simone de Beauvoir seduciendo con cuarenta y cuatro años al joven Claude Lanzmann, que tenía veintisiete.

En este contexto, no parece fácil de materializar la aspiración a que las relaciones sexuales estén basadas sin excepción, no ya en un consentimiento auténtico y explícito (pues eso sucede ya a diario de forma mayoritaria en el interior de las sociedades occidentales), sino en un consentimiento que se deriva de una estricta igualdad volitiva y propositiva. Pero no porque sea, así formulado, un horizonte indeseable. Es cierto que, si este ideal llegara a realizarse, quizá desaparecieran por el camino aspectos de las relaciones entre los sexos que les confieren ?al menos bajo la mirada contemporánea– parte de su atractivo: todo aquello que asociamos con la seducción y, como veremos más adelante, con los aspectos abismáticos del sexo. Aunque no es menos cierto que autoras como Laurie Penny no aspiran necesariamente a eso, sino que demandan la plena igualdad entre hombres y mujeres en materia sexual. No es lo mismo, y de ahí el énfasis en descartar toda sexofobia: «No somos desfallecientes damas victorianas. No odiamos el sexo. Amamos el sexo y amamos a los hombres, ¿de acuerdo?» Su queja se dirige contra la «injusticia sexual» que obliga a las mujeres a seguir un guion escrito por los hombres: esa «mirada masculina» que Laura Mulvey encontraba en los estereotipos sexuales representados en el Hollywood clásico. Lo que no sabemos es si la cultura tiene la capacidad de suprimir el papel que desempeña en las relaciones entre sexos la distribución, inevitablemente asimétrica, del capital erótico. Y si puede, en relación con eso, hacer desaparecer las diferencias que ?según muchos biólogos– persisten entre las estrategias reproductivas y las conductas sexuales de hombres y mujeres. Pero eso será ya la semana que viene.

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