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¿Existe el altruismo? Disputas en torno a su evolución

Por qué los genes no son egoístas. Un reto a las peligrosas ideas que dominan nuestra vida

Colin Tudge

Madrid, IAO Arte Editorial, 2015

317 pp. 24 €

Does Altruism Exist? Culture, Genes, and the Welfare of Others

David Sloan Wilson

New Haven, Yale University Press, 2015

192 pp. $27.50

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Uno de los principales problemas a que ha tenido que hacer frente la teoría darwinista desde sus inicios es la presencia en algunas especies de comportamientos sociales de tipo altruista, ya que, si poseen una base genética, deberían ser eliminados por la acción de la selección natural, tal y como Darwin la definió. En biología evolutiva se define el altruismo como aquella conducta que incrementa en promedio la eficacia biológica, esto es, la capacidad de supervivencia y de reproducción de los individuos sobre los que recae el influjo de la misma, y que, al tiempo, disminuye la eficacia biológica del individuo que realiza la acción. Esta definición de altruismo excluye conductas que en el lenguaje normal consideramos altruistas, como, por ejemplo, el cuidado parental, siempre que el esfuerzo de los padres hacia los hijos se traduzca en un incremento de su éxito reproductor. También deja fuera las conductas cooperativas en que los individuos implicados se benefician mutuamente, tan presentes en las sociedades humanas.

Lo que convierte al altruismo en un fenómeno controvertido es precisamente la pérdida de eficacia de los individuos altruistas, ya que la selección natural favorece genes que incrementan la capacidad de los organismos para sobrevivir y reproducirse, y esto, en apariencia, debería conducir a un mundo dominado por conductas egoístas que favorezcan esta capacidad. El altruismo, así considerado, se convierte aparentemente en una suerte de falsación popperiana de la teoría de la selección natural. No es de extrañar, por ello, que su explicación haya sido un tema importante dentro de la biología evolutiva tras la síntesis neodarwinista, máxime cuando hay interacciones cooperativas instaladas en todos los niveles de la organización biológica: los genes se agrupan y cooperan en los genomas de los organismos; los orgánulos cooperan para formar las células eucariotas y éstas para formar organismos pluricelulares; las sociedades de insectos y las humanas se basan en la cooperación. Hoy en día podemos afirmar que el problema del altruismo en lo esencial está resuelto, pero el camino ha dejado una extensa literatura, agrias polémicas entre científicos defensores de enfoques diferentes para resolverlo y múltiples equívocos sobre las repercusiones filosóficas de la teoría que han dado lugar a la construcción –ingenua unas veces e interesada otras– de una supuesta metafísica ultradarwinista que representa algo así como un retorno al darwinismo social.

El libro de David Sloan Wilson Does Altruism Exist?, el primero de los dos que sirven de base para este comentario, explica de manera clara el estado de la cuestión, pero desde una posición tan favorable hacia su forma de enfocar el problema y hacia la solución que se obtiene a través de la moderna selección entre grupos o selección multinivel, que resulta injusta con respecto a los pioneros en la resolución del mismo y, en cierta forma, engañosa para los no expertos, tanto sobre lo que ha sucedido, como sobre la solución alcanzada. Resulta sorprendente que Wilson, presidente de The Evolution Institute y SUNY Distinguished Professor de Biología y Antropología en la Universidad de Binghamton, perfecto conocedor del fondo de la cuestión y eminente teórico cuyo trabajo sin duda ha contribuido a aclarar el problema, adopte una posición tan sesgada. Sólo se entiende si introducimos en la ecuación el impacto emocional de su intensa disputa con otros distinguidos científicos y, por qué no decirlo, los réditos editoriales que unos y otros obtienen gracias a alimentar artificialmente el debate.

Es cierto que una parte del problema es de naturaleza semántica, algo muy frecuente en política o sociología, pero podría pensarse que no tanto en ciencia. En una reciente entrevista, el ya retirado profesor de Harvard, Richard C. Lewontin, eminente evolucionista y crítico con el enfoque sociobiológico de la conducta humana, alertaba contra los peligros que supone para la discusión científica la falta de rigor en el uso del lenguaje. Recordaba que cuando argüía, frente a la afirmación de que la agresividad es parte de la naturaleza humana, que cómo podía entonces explicarse la insumisión de muchos jóvenes a participar en los conflictos bélicos, como la guerra de Vietnam, la respuesta que solía obtener de sus colegas sociobiólogos era algo así como que, bueno, la insumisión es la forma que tienen esos jóvenes de manifestar su agresividad. Esta banalización del lenguaje está presente, sin duda, en el tema del altruismo. Es frecuente decir que el altruismo es una forma de egoísmo, o que el egoísmo puede ser una forma de altruismo («la caridad bien entendida empieza por uno mismo»). El equívoco está presente de lleno en el título del libro El gen egoísta (1976), con el que su autor, Richard Dawkins, puso a disposición de biólogos y público general, de manera brillante y amena, los principales hallazgos teóricos que la biología evolutiva había alcanzado en la década anterior.

Un poco de historia

Creemos que, para el lector no especialista, la mejor manera de vislumbrar de qué va la fiesta es acudir a un planteamiento histórico, tal y como vamos a hacer a continuación. La selección natural es un proceso que ocurre si los individuos de una especie presentan variabilidad, si algunos están mejor adaptados a su entorno que otros y, como consecuencia, dejan más descendientes y si existe herencia, esto es, si los hijos se parecen a sus padres. Con el tiempo, los organismos mejor adaptados sustituirán a los que lo estén menos. Es claro que el razonamiento de Darwin puede aplicarse no sólo a los individuos de una especie, sino a cualquier entidad con las propiedades previamente descritas: genes, células, organismos pluricelulares, grupos, colonias o especies. La acción de la selección natural en cada uno de ellos es lo que se denomina niveles de la selección.

El tema de los niveles de la selección está unido al problema paradójico del altruismo. En muchas ocasiones, los seres vivos manifiestan comportamientos que benefician a sus congéneres y que es costoso para ellos (costes y beneficios medidos en términos de eficacia biológica). Son ejemplo de estas conductas las llamadas de alerta en aves, la defensa en grupos de hienas y leones, ciertos comportamientos en bacterias, pero sobre todo el sacrificio que hacen las obreras de su propia capacidad reproductiva para cuidar y alimentar a los descendientes de la reina en las colonias de algunos insectos sociales: abejas, avispas y hormigas. Como ya hemos mencionado, la existencia de comportamientos altruistas parece contradecir los principios del darwinismo. ¿Cómo es posible que la selección natural favorezca comportamientos que son costosos para quien los lleva a cabo y beneficiosos para otros individuos? Una posible solución a esta paradoja la proporcionó el propio Darwin al invocar la selección entre grupos: un proceso en el que se produce la supervivencia de algunos grupos que reemplazan a otros que se extinguen, siendo mayor la probabilidad de supervivencia de un grupo cuanto mayor sea dentro del mismo el número de individuos que muestren comportamientos cooperadores. Tal y como arguye Darwin en La ascendencia del hombre: «Una tribu que incluya muchos miembros que, poseyendo altos grados de patriotismo, fidelidad, obediencia, coraje y simpatía, estuvieran dispuestos a ayudarse mutuamente y a sacrificarse por el bien común, alcanzaría la victoria sobre otras tribus; y esto sería selección natural».

¿Cómo es posible que la selección natural favorezca comportamientos que son costosos para quien los lleva a cabo y beneficiosos para otros individuos? 

A Darwin, el problema del altruismo le llevó a pensar en la posibilidad de que la selección natural pudiera actuar a veces a nivel de poblaciones, por encima del individuo, pero hoy sabemos que la selección natural puede actuar también a niveles inferiores: por ejemplo, en el del gen. El fenómeno que llamamos deriva meiótica consiste en que algunos genes pueden romper las reglas de equidad durante la formación de gametos y conseguir en promedio una mayor representación en los mismos de lo esperado por azar. Es también común interpretar el cáncer como una forma de selección entre líneas celulares, siendo las cancerosas las que se imponen por su mayor tasa replicativa.

En cualquier caso, como establecieron en su momento los fundadores de la síntesis neodarwinista, allá por los años treinta y cuarenta del siglo pasado, cuando la selección natural actúa a un nivel no tiene por qué conducir a adaptaciones beneficiosas a otro nivel: podría haber un conflicto entre la selección a distintos niveles. En el caso del cáncer, la selección a nivel de líneas celulares va en detrimento del organismo como un todo. El conflicto entre la selección génica y la individual ha sido utilizado por el hombre para luchar contra algunas plagas de insectos. La idea consiste en liberar individuos criados en laboratorio y portadores de algún gen con deriva meiótica que, si se impone en la población, pueda llevarla a la extinción. Para Darwin, el altruismo sería un ejemplo de conflicto entre dos niveles de selección: el individual y el grupal. El comportamiento altruista sería perjudicial para el individuo que lo practica dentro de su grupo, pero los grupos con mayor proporción de individuos altruistas tendrían más probabilidad de supervivencia en una selección entre grupos.

Durante los años sesenta del siglo pasado, la mayoría de los biólogos asumía, de forma rutinaria, que la evolución producía no sólo adaptaciones en los individuos, sino también adaptaciones para el bien del grupo o de la especie. El libro de Vero Copner Wynne-Edwards, Animal Dispersion in Relation to Social Behavior (1962), resume muy bien esta forma de pensar y el papel que en ella desempeñaba la selección de grupos entendida a la manera darwinista. El bien de la especie se invocaba sin ulterior justificación: si los animales no luchan hasta la muerte se debe a que, si los combates son demasiado frecuentes, se pondría en peligro la permanencia de la especie. Se consideraba, por ejemplo, que en algunas especies de aves las reuniones comunales podrían servir para que los individuos se informaran, mediante el canto colectivo, del número de individuos del grupo, y, en consecuencia, ajustasen su tasa reproductiva a las necesidades del grupo para evitar la superpoblación y el agotamiento de recursos.

Fue a mediados de los años sesenta cuando un grupo de eminentes biólogos, encabezados por George C. Williams, cuestionaron la selección de grupos como explicación de los comportamientos sociales al enfatizar que aquellos comportamientos que son perjudiciales para el individuo, pero que incrementan la probabilidad de supervivencia del grupo, sólo pueden mantenerse en una estructura de grupos muy aislados. La selección entre grupos es esencialmente inestable, ya que un grupo altruista siempre podría ser invadido por individuos egoístas que surgieran por mutación o llegasen por migración y que serían favorecidos por la selección, puesto que recibirían beneficios sin coste. Es decir, que la selección entre grupos sería eficaz sólo si las poblaciones son muy pequeñas y están muy aisladas unas de otras, con altas tasas de extinción y recolonización. Aunque existen razones teóricas para dudar de la eficacia de la selección entre grupos, en biología la última palabra la tienen los datos empíricos. Por ejemplo, la selección entre grupos sí parece ser importante en la interacción entre virus y huéspedes. Un virus muy activo tendrá ventaja en la competición con otros dentro del mismo huésped, pero, como consecuencia de esa mayor virulencia, matará muy pronto al huésped, lo que limitará sus posibilidades de contagiar a otros y propagarse. Esta interacción entre selección individual de virus dentro de huésped y selección de grupos de virus entre hospedadores parece que ha favorecido una virulencia intermedia en los procesos de coevolución parásito-huésped.

Williams ya advirtió que este escenario evolutivo puede ser diferente si los individuos de los grupos están emparentados, pero fue el biólogo británico William Hamilton quien, en un artículo clásico publicado en 1964, sentó las bases de la explicación alternativa a los comportamientos altruistas, que hoy conocemos como selección de parentesco (kin-selection). Si los grupos no están formados aleatoriamente, sino que se trata de unidades familiares, la situación cambia, ya que, aunque el comportamiento altruista suponga un coste para el individuo que lo practica y, por tanto, para el gen (o grupo de genes) responsable del mismo, supone un beneficio para los individuos que interaccionan con él y dicho beneficio revertirá, en cierta forma, en las copias de dicho gen que poseen los receptores de la acción altruista por el hecho de ser sus parientes. La denominada regla de Hamilton establece que un rasgo altruista se verá favorecido por la selección natural si el producto r x b es mayor que c, siendo r la proporción de genes que comparten el autor y el receptor del altruismo, b el beneficio que obtiene el receptor y c el coste que sufre el altruista. Resulta curioso señalar que esta idea ya estaba presente en el comentario que uno de los fundadores de la síntesis neodarwinista, J. B. S. Haldane, expuso mientras charlaba en un bar asegurando que no le importaría arriesgar su vida si con ello salvase a dos hermanos (r = 0,5) o a ocho primos (r = 0,125). El concepto de selección de parentesco ha sido realmente fructífero y se ha utilizado no sólo para explicar la evolución de los insectos sociales, sino en miles de estudios sobre la evolución del comportamiento social.

Estos estudios se beneficiaron del desarrollo también hacia mediados de los años sesenta desde el campo de la genética cuantitativa de modelos para estudiar cómo las interacciones entre individuos afectan a caracteres de interés económico. Así, por ejemplo, el crecimiento no depende sólo de los genes del individuo considerado, sino también de los genes de otros individuos con los que interacciona de modo favorable (facilitación) o desfavorable (competencia). El caso más obvio es el del peso al destete de un ternero que depende no sólo de los genes del ternero, sino también de los genes de su madre, que condicionan que alimente y cuide al ternero adecuadamente. Hay muchas otras situaciones de interés práctico: el crecimiento de peces criados en tanques, el de árboles que compiten con sus vecinos, el de cerdos que comparten comedero o el picaje de gallinas. La ventaja de estos modelos radica en que se ponen a prueba con facilidad, ya que el objeto de estudio, en vez de la eficacia biológica, es un carácter medible que se estima empíricamente. En este escenario, procesos selectivos del tipo de la selección de grupos o la selección de parientes pueden implementarse o no y estimarse sus efectos para satisfacer el interés del mejorador.

A pesar de algunas referencias a un proceso de selección de grupos familiares, los trabajos de Williams y Hamilton sobre la evolución del comportamiento prosocial fueron presentados y percibidos como una alternativa crítica con respecto a los modelos clásicos de selección de grupos. Nótese que la selección de parentesco no requiere que la población esté estructurada en familias, sino que las interacciones altruistas se produzcan principalmente entre parientes. El modelo se generalizó en algunas formulaciones ulteriores, como la del gen egoísta de Richard Dawkins o la de la eficacia biológica global (inclusive fitness) del propio Hamilton, que han tenido un gran éxito: la primera en la literatura divulgativa y la segunda en la científica.

Dawkins trató de describir el proceso selectivo que conduce al altruismo adoptando el punto de vista del gen. Quiso poner de relieve que si un gen responsable de un comportamiento cooperador es seleccionado positivamente en una población, se debe a que los efectos que produce en el organismo que lo porta son en promedio favorables a promover la replicación bien de dicho gen, bien de copias idénticas del mismo presentes en otros individuos. Sólo así puede incrementar su frecuencia con respecto a otras variantes distintas del mismo gen con las que compite por encontrar acomodo en el genoma. Es en ese sentido en el que, como una licencia metafórica, podría afirmarse que el gen es egoísta con respecto a las variantes con que compite y altruista con respecto a sus réplicas idénticas. El mismo Dawkins ha señalado en más de una ocasión que su libro podría haberse titulado El gen cooperador. Por su parte, Hamilton, con su concepto de eficacia global, puso de relieve que, para determinar si un rasgo puede evolucionar, no basta con conocer el efecto que produce en la eficacia de sus portadores: debemos averiguar también cómo influye en la eficacia de los otros individuos con que interacciona. Si los favorece y éstos tienen más probabilidad que la media de poseer dicho rasgo, el carácter evoluciona. En el caso más sencillo, los individuos estarían emparentados y daría lugar a la ya mencionada kin-selection. En cierta medida, esto supuso una modificación del paradigma darwinista: la selección natural no selecciona siempre, como se pensaba, aquellos caracteres que incrementan la eficacia biológica de sus portadores, sino los que incrementan su eficacia global.

La vuelta a los grupos

De forma paralela al desarrollo de la teoría de la inclusive fitness, algunos científicos retomaron los modelos de selección de grupo, cambiando la forma de plantear el proceso. Autores como el sociobiólogo Edward O. Wilson, el filósofo de la biología Elliott Sober o el autor cuyo libro nos ocupa, David Sloan Wilson, han sido claves en la reformulación de los modelos. Ya no se trata de poblaciones que compiten entre sí hasta que una suple a la otra, sino de una metapoblación en la que los individuos se asocian en grupos cuando interaccionan. No es necesario que la subdivisión sea real, física: basta con que lo sea en lo funcional, esto es, que el conjunto de individuos que interaccionan entre sí constituyan una especie de grupo virtual. En función de cómo se establezcan las agrupaciones entre los individuos puede surgir una organización que conduzca a fuerzas selectivas contrapuestas entre individuos (dentro de grupos) y entre grupos. Esta estructuración poblacional puede aplicarse a entidades pertenecientes a distintos niveles de organización, tales como genes, células, organismos o grupos de organismos, como si se tratase de una muñeca rusa, y puede dar lugar a procesos selectivos contrapuestos en cada nivel (multilevel selection). A partir de este planteamiento puede reinterpretarse la selección individual darwinista como selección de grupos de células en la que cada grupo está formado por el conjunto de células de cada individuo; o, la kin-selection, como un ejemplo de conflicto entre selección individual dentro de grupos y selección entre grupos de parientes. Todas ellas son afirmaciones válidas en un determinado contexto, pero han contribuido a crear confusión, a veces, entre los propios expertos. Para David Sloan Wilson, en el libro que comentamos, la selección multinivel tiene propiedades explicativas casi mágicas y su desarrollo pertenece a la misma categoría que otros avances científicos, tales como la revolución copernicana del sistema solar, la teoría de la evolución de Darwin o la teoría de la tectónica de placas.

Esta forma de reinterpretar las ideas ha generado una controversia científica que, como tantas otras en las que una buena parte del debate está sustentada en el uso de una terminología diferente, creemos que discurrirá más hacia su disolución que hacia su resolución. Varios son los elementos que van a contribuir a ello. En primer lugar, el hecho de que propuestas a favor de la evolución de mecanismos para favorecer a la especie, ligadas a la selección de grupos clásica, contra las que combatieron G. C. Williams, John Maynard Smith, William Hamilton o Robert Trivers, están hoy casi ausentes de los libros de texto. Resulta muy interesante, en esta situación, releer los libros del etólogo y premio Nobel, Konrad Lorenz, o, en el campo español, volver a ver los programas, por otro lado excelentes, de Félix Rodríguez de la Fuente para darse cuenta de lo habituales que eran estos razonamientos en la literatura etológica.

En segundo lugar, está la idea de modelos equivalentes. Esta idea clásica se utiliza en ciencia para referirse al hecho de que un fenómeno físico o biológico puede muchas veces analizarse a partir de distintos modelos matemáticos o estadísticos. Se dice que dos modelos son equivalentes cuando producen las mismas predicciones en el rango de la precisión empírica requerida. La mayoría de los biólogos evolutivos considera que la inclusive fitness y la selección multinivel son modelos equivalentes. Sin embargo, el hecho de que dos modelos sean equivalentes no quiere decir que sea irrelevante utilizar un modelo u otro. Alguno de los modelos puede ser más fácilmente interpretable o puede recoger mejor las relaciones causales, o simplemente puede ser más accesible al cálculo matemático o a la computación en ordenador. Por ejemplo, parece claro que en el conflicto virus-huésped resulta más intuitivo interpretarlo en términos de selección entre y dentro de grupos, aunque pueda hacerse sin recurrir a ella. Sin embargo, en la mayor parte de los casos en que una metapoblación está dividida en grupos, de manera que la eficacia biológica de cada subpoblación depende simplemente de la mayor o menor frecuencia de individuos adaptados, sería confuso utilizar un modelo de selección entre grupos: resulta más sencillo y aclaratorio interpretarlo como selección individual.

Según la teoría de los autores, somos altruistas psicológicos y ha sido la selección multinivel la responsable de contrarrestar los costes de este comportamiento

Donde sí se reconoce que la selección entre grupos puede ser predominante es en aquellas situaciones en que éstos son capaces de desarrollar mecanismos que restringen o suprimen la competición individual dentro del mismo, con lo que evitan la invasión y el éxito de los individuos egoístas. Es lo que ocurrió en lo que suelen denominarse las grandes transiciones evolutivas, esto es, las grandes etapas de la evolución de la complejidad: el origen de los cromosomas, de los organismos eucariotas, del sexo, de los organismos multicelulares y, por último, de las especies ultrasociales, colonias de insectos y sociedades humanas. Estas etapas fueron expuestas en un libro muy importante, todo un clásico ya, de John Maynard Smith y Eörs Szathmáry aparecido en 1995 y que, curiosamente, no cita Wilson cuando trata esta cuestión en su libro. Estas transiciones, a pesar de su evidente importancia, han sido sucesos raros. El problema es que su aparición exige superar dos dificultades: en primer lugar, cómo surgen por primera vez entidades de orden superior y, en segundo, cómo se establecen mecanismos que permitan su mantenimiento y hagan el proceso irreversible. En palabras de Wilson, se trata de explicar cómo surge un control que suprima los efectos destructivos que provocan las unidades de nivel inferior buscando su propio interés. Como ya hemos señalado antes, esta irreversibilidad no siempre es completa y, por ejemplo, hay genes que escapan al control cromosómico y se convierten en virus, o células que escapan al control del tejido multicelular y se vuelven cancerosas. En las sociedades humanas, con la aparición del pensamiento simbólico y la transmisión cultural, estos mecanismos pueden ser muy variados: por ejemplo, el altruismo recíproco, que se dirige sólo a quienes también colaboran y rechaza a los que no lo hacen, o el desarrollo de normas y el consiguiente castigo a quienes las incumplen. A menudo esta cohesión dentro de grupos va ligada al comercio o a la guerra con otros, de manera que aquellas sociedades que desarrollan instituciones sociales más eficientes se imponen a otras. Pero empezamos a adentrarnos de lleno en el terreno de la Historia.

Al extender Wilson la teoría de la selección multinivel también a la selección cultural, la capacidad de imaginar explicaciones plausibles para cualquier comportamiento humano se multiplica. Wilson no es creyente pero, a diferencia de Dawkins, sí es respetuoso con la religión y ha tratado de investigar en repetidas ocasiones el fenómeno religioso desde una perspectiva evolutiva. Como cabría esperar, Wilson considera que la religión es una adaptación de grupo que se ha impuesto por selección cultural. La religión hace que los individuos trabajen para el bien del grupo reprimiendo sus tendencias egoístas. Por tanto, los grupos que adoptan una religión compiten mejor con los grupos que no lo hacen. Se trata de una idea plausible, pero basta hojear cualquier revisión seria sobre el temaVéase, por ejemplo, el libro de Adolf Tobeña, Devotos y descreídos. Biología de la religiosidad (Valencia, Universidad de Valencia, 2014) y nuestra reseña del mismo aparecida en Revista de Libros. para darse cuenta no sólo de la complejidad del mismo, sino de las tremendas dificultades para abordarlo empíricamente.

En la parte final del libro, Wilson trata de convencer al lector de que la teoría de la evolución a través de la selección multinivel es esencial para conseguir el objetivo altruista de hacer un mundo mejor. En un libro anterior bien conocido, Unto Others. The Evolution and Psychology of Unselfish BehaviorExiste una traducción castellana de Ana Grandal aparecida en el año 2000 y publicada por laeditorial Siglo XXI con el título El comportamiento altruista. Evolución y psicología., que escribió con el filósofo Elliott Sober en 1998, propusieron, siguiendo al evolucionista Ernst Mayr, una distinción interesante entre las causas próximas y las causas últimas del comportamiento altruista. La causa última es el mecanismo evolutivo que da cuenta de la evolución del carácter. La causa próxima responde al mecanismo psicológico que lo hace posible. Aquí distinguen atinadamente que la selección natural puede manejar dos soluciones para comportarnos de manera altruista en el sentido biológico. Por una parte, a través del desarrollo de una mente que actúa como un egoísta psicológico, de manera que considera los costes de su comportamiento altruista como una inversión que debe reportar beneficios a largo plazo. Por otra, desarrollando sentimientos auténticamente altruistas que nos permitan empatizar con nuestros congéneres y prestarles ayuda de buen grado. Los autores apuestan porque somos altruistas psicológicos y que ha sido la selección multinivel la responsable de contrarrestar los costes de este comportamiento. Nadie discute que los seres humanos constituimos una especie en la que las dos tendencias –egoísmo y altruismo– se hallan presentes, pero supone un error y una pérdida de tiempo tratar de subrayar un aspecto de nuestra personalidad bipolar si se hace a expensas de relegar al otro. Tampoco se cuestiona que la mayor parte de los padres sienten empatía y cariño real hacia sus hijos, aunque su evolución se explique por selección individual, ya que no es un carácter altruista en el sentido técnico, o el afecto que podemos sentir hacia familiares y amigos. Pero también desarrollamos emociones negativas cuando nos engañan o tratan de aprovecharse de nosotros.

Wilson considera que nuestro altruismo psicológico puede utilizarse para llevar a cabo acciones que nos permitan construir un mundo mejor. Esto último requiere una organización funcional a nivel de grupo (group-level functional organization). Este concepto lo toma prestado de Elinor Ostrom, una politóloga estadounidense ya fallecida que colaboró con Wilson. Ostrom, la primera mujer en ganar el premio Nobel de Economía en 2009, analizó la administración económica y la organización de la cooperación referida a bienes comunes, demostrando que éstos pueden ser administrados de forma efectiva por un grupo de usuarios sin necesidad de recurrir a una regulación por parte de las autoridades públicas o privadas. En el capítulo 8 del libro, Wilson describe The Neighborhood Project, en el que trata de aplicar estas ideas a la ciudad de Binghamton, de unos cincuenta mil habitantes, situada en el Estado de Nueva York y en cuya universidad trabaja. Para ello, determinaron mediante una encuesta el nivel de prosociabilidad de niños en edad escolar y sus respectivos vecindarios, estableciendo grupos con distinto grado de prosociabilidad. Posteriormente, se diseñaron competiciones amables entre ellos sobre cuestiones tales como el diseño de parques. La idea consistía en que esta competición entre grupos mejoraría la calidad de vida de la ciudad. Sin duda, el objetivo resulta loable, aunque las posibilidades de éxito nos parezcan pequeñas, pero lo realmente llamativo es que considere que dicha iniciativa ha sido posible gracias a que su profundo conocimiento de la teoría evolutiva y de la selección multinivel le sirve de guía.

Algo parecido sucede cuando sostiene que la selección multinivel puede salvar al planeta. Quién iba a decirles a los mejoradores de plantas y animales de los años sesenta que los modelos para estudiar el peso al destete de los terneros o el picaje de gallinas iban también a salvar el planeta. Wilson empieza por caricaturizar al gremio de los economistas, algo que resulta simpático, porque, visto lo visto, es cierto que no pasan por su momento más prestigioso. Según él, los economistas, siguiendo el paradigma del Homo economicus, defienden que el ser humano actúa sólo en función de su beneficio individual y que, como un resultado de esa actuación interesada, la sociedad termina por ajustarse en beneficio de todos. Pero, claro, no es así. La selección multinivel nos indica que tendríamos un mundo mucho mejor si nos preocupáramos por el bien común y evitáramos engañarnos unos a otros. ¡Caramba!, para llegar a esta conclusión no necesitábamos tanto aparato teórico. Esta simplificación de la política y la economía resulta paradójica, porque el autor posee una cultura fuera de lo común y ha colaborado con importantes economistas. O a lo mejor esa banalización refleja el mundo real, como parece indicar el comportamiento de buena parte de la clase política.

El libro tiene un tono grandilocuente que puede resultar molesto. Por ello ha recibido algún comentario mordaz, como el del antropólogo David Barash, a quien el empeño de Wilson en proclamar que la selección de grupos ha ganado la batalla en la explicación del altruismo le recuerda al comentario del senador George Aiken durante la guerra de Vietnam: «Declaremos, de forma unilateral, la victoria y larguémonos cuanto antes».

La malévola influencia del ultradarwinismo

A Colin Tudge, biólogo británico, conocido divulgador científico y autor del segundo de los libros que comentamos, Por qué los genes no son egoístas, le hubiese gustado que Wilson ganase esa batalla, o cualquier otra cosa que debilitase la base científica de lo que denomina la metafísica ultradarwinista. Tudge aprecia y valora, sin duda, el trabajo de los eminentes biólogos ya mencionados: Williams, Hamilton, Maynard Smith, etc., pero deplora el pensamiento metafísico que han generado sus trabajos. Su libro comienza con una descripción del mundo actual, de sus terribles asimetrías en la distribución de riquezas y recursos, con la que es difícil no coincidir, y hace responsable de la misma a las peligrosas ideas que dominan y apuntalan nuestra vida, el Zeitgeist, el espíritu de nuestro tiempo: la teoría política y económica asociada al neoliberalismo y la biología neodarwinista que, según él, le proporciona credibilidad científica.

No es nuestra intención entrar aquí a discutir los efectos perniciosos de la economía neoliberal, ni las consecuencias negativas de la globalización, primero porque el autor los asume sin más discusión y, segundo, porque no somos ni de lejos especialistas en dicho campo. Es difícil no solidarizarse con las buenas intenciones del autor y no mirar con simpatía su descripción de las asimetrías de un mundo económico basado en la competencia de unos contra otros que, aunque simplista, suena convincente en lo principal. Lo que nos interesa señalar es que la biología evolutiva actual no da soporte teórico a una naturaleza humana en lo esencial egoísta que permita pensar que el «éxito» del neoliberalismo se debe a su perfecta adecuación a la misma. A lo largo de este texto pensamos que esta idea ha quedado lo bastante clara. Por otra parte, la aplicación de la teoría evolutiva a la economía ha sido muy crítica con la idea de un ser humano funcionando como un Homo economicus, un preferidor racional egoísta, tan enraizada y próxima al neoliberalismoSirva de ejemplo nuestro comentario aparecido en Revista de Libros..

Si la vida es una, nuestra especie no tiene derecho a tratar a las demás como recursos, incluyendo al
planeta entero

En realidad, Tudge sabe que en la teoría neodarwinista la cooperación posee un papel relevante, aunque los equívocos en la divulgación de estas ideas hayan sido frecuentes. Lo que parece preocuparle más es el materialismo ultradarwinista que destila la obra divulgativa de muchos insignes evolucionistas, en particular Dawkins. Dos veces a lo largo del texto trae a colación el siguiente párrafo de este autor: «El universo que observamos tiene, precisamente, las propiedades que deberíamos esperar si, en el fondo, no hay diseño ni propósito, ni bien ni mal, nada, salvo indiferencia despiadada». Se trata de la idea de que el universo es un producto material y nada más, opuesta al principio de trascendencia que sostiene lo contrario: en el universo hay más de lo que se ve a simple vista, al margen de cuanta ciencia podamos hacer. Para Tudge, el sentido de trascendencia es un principio metafísico que apuntala y une las distintas religiones, base de la espiritualidad y algo intuitivo para la mente humana a lo que de ninguna manera podemos renunciar. También resulta intuitiva para el autor la noción de identidad de la vida: los seres vivos estamos hechos con el mismo tipo de átomos y moléculas, procedemos de un antepasado común y la inteligencia que compartimos los seres humanos y otras criaturas es parte del tejido del universo, de una inteligencia cósmica. Esto debería ser un antídoto contra el antropocentrismo: si la vida es una, nuestra especie no tiene derecho a tratar a las demás como recursos, incluyendo al planeta entero, que es contemplado desde la hipótesis de Gaia como una entidad autorregulable.

El avance científico ha sido extraordinario y Tudge lo valora, pero los progresos del neodarwinismo y de la ciencia en general, incluyendo la alta tecnología, no deben hacernos olvidar que siempre estaremos lejos de la omnisciencia: al final, la vida y el universo siempre serán misteriosos. Se configuran así los elementos de la metafísica que propone el autor para sustituir el egoísmo materialista que inspira al ultradarwinismo: una moralidad basada en la compasión y en la humildad; una cosmología que incluiría un sentido de trascendencia; y un sentimiento de identidad de la vida. A partir de aquí, dotados de esta nueva visión, deberíamos modificar nuestra actitud hacia las otras personas y hacia la vida en general y, a partir de ello, cambiar el mundo. Tudge observa ese deseo de cambio en muchas personas y en una agenda amplia y diversa de procesos: la búsqueda de energías alternativas, la comida sana, la vuelta a una agricultura de pequeña escala, la crítica del sistema económico y político en movimientos como el 15-M, la proliferación de ONG… Tudge piensa que la transformación se daría si la proporción de gente que la promueve alcanza una masa crítica, un 20% de la gente, trabajando para un mundo mejor, más cooperativo y solidario.

Nada que objetar a sus buenos deseos ni al derecho que tiene a defender sus propias ideas. Sin embargo, en nuestra opinión, el libro falla en sus aspectos esenciales; y no sólo porque el neodarwinismo no prescribe la metafísica que a Tudge tanto le molesta. También adolece de un platonismo desmedido que le incita a exagerar la influencia de la metafísica sobre los problemas del mundo. La mayor parte de la gente vive al margen, desde luego, del pensamiento neodarwinista y ni siquiera las ideas neoliberales condicionan de manera significativa su acción. Otra cosa es que las elites con poder político y económico hayan adoptado el paradigma neoliberal como modelo de funcionamiento del mundo. Además, no es necesario un sentido de trascendencia, ni un misticismo en torno al significado de la vida, para defender la necesidad de un mundo mejor, más justo y cooperativo, que promueva el respeto a todos los seres humanos y al resto del planeta: el problema es encontrar el modo de llevarlo a cabo. La historia nos muestra que, en nombre de religiones y de buenos deseos metafísicos, los seres humanos han cometido algunas de las mayores salvajadas. Como biólogos, al igual que el autor, echamos en falta una reflexión seria, a partir de la teoría evolutiva actual, sobre la naturaleza humana que permita entender su influencia en cómo son las cosas para, a partir de ahí, tratar de cambiarlas.

Laureano Castro Nogueira es catedrático de Bachillerato y Profesor-Tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, del libro ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2008).

Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid. Es coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).

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Ficha técnica

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