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Europa, s. XXI. De Berlín a Kiev, pasando siempre por Moscú

Después del Muro: La reconstrucción del mundo tras 1989

Kristina Spohr

Taurus, Madrid, 2021

Traducción de Efrén del Valle Peñamil y María Luisa Rodríguez Tapia

896 p.

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            Hoy en día, acontecimiento histórico es casi cualquier cosa. Los medios periodísticos, en cualquiera de sus formatos, se apuntan con tanto entusiasmo a dicha estimación que, si por ellos fuera o de ellos dependiera, tendríamos acontecimiento histórico en cada estación del año, como si se tratara de la presentación de la moda de primavera o de otoño. Como si de una vulgar divisa se tratase, la inflación del sintagma ha devaluado obviamente su apreciación, de tal manera que nos hemos acostumbrado tanto a esa catalogación que la admitimos con manifiesta indiferencia, como quien oye llover. No seré yo quien, en manifiesta contradicción con esa premisa, reivindique ahora la terminología para aplicarla a lo que me pete. Me limitaré a decir una cosa más simple o a sostener un principio más evidente, sin poner etiqueta alguna: aunque prescindamos de la calificación de histórico para un hecho de nuestro presente porque reconocemos, entre otras cosas, que nos falta la perspectiva temporal para ello, no podemos dejar de constatar que algunos sucesos establecen en nuestras vidas un cambio profundo, de tal modo que no es absurdo hablar de un antes y un después. En esas ocasiones no hace falta esperar al distanciamiento cronológico porque la contundencia del hecho es de tal intensidad que se impone en el mismo instante que acaece. Pasó en su momento con la caída del Muro de Berlín, en el siglo pasado, o ya en este, con el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York. Ambos sucesos tenían tres notas distintivas: no solo eran importantes por sí mismos sino que tenían un marcado carácter emblemático y, sobre todo, desencadenaron en cascada una secuencia ulterior de eventos que supusieron en alguna medida la transformación de nuestras condiciones de vida o, al menos, de nuestra manera de entender el mundo.

            Mantengamos, empero, cierta cautela. Las aseveraciones anteriores no implican que todo giro imprevisto en el curso de los acontecimientos o cualquier impacto brusco en el devenir humano, por más que afecte a millones de personas o constituya incluso una sacudida brutal, puedan ser tasados como provistos de esa capacidad transformadora. La pandemia de COVID-19 nos ha revuelto la cotidianeidad en estos dos últimos años de uno a otro confín del planeta pero es posible, o quizá incluso probable, que dentro de medio siglo se la recuerde como una catástrofe que se llevó por delante millones de vidas sin que, una vez superada, detectemos en su azote la fuerza suficiente para cambiar drásticamente nuestra existencia, nuestras actitudes mentales o la estructura social, sino a lo sumo acelerar ciertas tendencias preexistentes. Por expresarlo de modo simplificado, lo más factible es que sigamos haciendo lo mismo que antes -o bastante parecido- cuando tiremos las mascarillas a la basura. En otro orden de cosas, aunque sin salirnos de ese encuadre intelectivo, no puede compararse lo que supuso la gripe española de 1918, con todos sus millones de fallecidos, con lo que significó –y aún significa- la Gran Guerra de 1914-18. La evocación de esos sucesos de hace poco más de un siglo es pertinente porque permite reveladoras analogías y nos ayuda por otra parte a establecer las coordenadas sociopolíticas que normalmente usamos para identificar los saltos históricos o los hitos cruciales. Dicho sin ambages y con voluntad de coger el toro por los cuernos, la invasión de Ucrania por parte de Rusia en febrero de 2022 tiene todas las características de ser un episodio determinante del curso histórico por presentar el triple carácter que antes señalé: traumático, simbólico y con múltiples consecuencias.

            A fuer de sincero, debo confesar que este último acontecimiento es el que me ha movido a redactar estas líneas. Prolongando esa sinceridad hasta sus últimas consecuencias, revelaré más aún: en este caso –aspiro a que sea solo con carácter excepcional- el libro cuya ficha encabeza este comentario ha sido elegido en función del antedicho criterio, o sea, con carácter francamente instrumental, para poner disponer de un basamento que me permita luego abordar el conflicto actual desatado con la invasión rusa de Ucrania. Esta base a la que acabo de aludir no es otra que la nueva configuración del mundo desde 1989, la que se desencadena con el desmoronamiento de los países del socialismo real primero y de la URSS inmediatamente después. Una vez reconocido esto, confío en que no me malinterpreten, no por lo que a mí me pueda afectar, sino por el libro y su autora, Kristina Spohr, una politóloga alemana que da clases e investiga en la London School of Economics, y que ha escrito un libro interesante y muy bien documentado, al que solo se le puede -y se le debe- reprochar su carácter desmedido o puntilloso. Más que un ensayo propiamente dicho, el volumen es una crónica prolija de los vaivenes políticos entre 1989 y los primeros años noventa. Eso sí, debo advertir ya que es una crónica con una voluntad tan resuelta de que no se escape ningún detalle que la extensión total del volumen se dispara hasta las novecientas páginas, de las cuales, por cierto, cerca de doscientas cincuenta se dedican a una relación de notas finales que alcanzan la abultada cifra de 1857. He leído tesis doctorales con menor despliegue bibliográfico.

Comprenderán por ello que no tenga más remedio que consignar que el lector –por lo menos este lector que les habla- hubiera agradecido una mayor capacidad de síntesis en la autora, cualidad que, por otra parte, tampoco hubiera sido muy difícil de ejercitar, por cuanto muchas de sus páginas contienen menudencias y precisiones que no resultan determinantes para el cuadro de conjunto. Pese a todo, debo insistir en que el lector interesado que hago acopio de fuerzas y paciencia para enfrentarse al volumen no se arrepentirá porque se lee bien, tiene un ritmo sostenido y está escrito con agudeza y garra periodística. Spohr realiza en estas páginas una esclarecedora y vívida disección política del mundo que contempló con estupor la caída del Muro de Berlín y trató de poner en marcha unas nuevas relaciones internacionales, basadas en principios diferentes a los que habían operado durante la Guerra Fría. Dictaminar si los dirigentes de la época tuvieron o no éxito en esta labor queda a juicio del lector, pues Spohr se mantiene las más de las veces en un nivel factual o empírico, esto es, se atiene a la concatenación de los hechos y a la descripción fiel de los mismos. Pese a esta preeminencia de la exposición sobre el juicio, la valoración global no es asunto que pueda soslayarse sin más, como enseguida tendremos ocasión de ver. Puedo adelantar ya que es más ambivalente de lo que en principio cabría suponer. Pero vamos por partes.

De entrada, debo hacer constar que resumir los argumentos de este grueso volumen en un par de pinceladas constituye, más que misión imposible, una auténtica traición a su contenido, sobre todo en lo que tiene de complejidad, matizaciones y mezcla inextricable y abigarrada de sucesos inverosímiles y personajes extraordinarios. Aun así, sin pretender ni mucho menos compendiarlo en estos breves párrafos, debo destacar al menos dos o tres puntos de referencia, que me permitirán luego enlazar con los sucesos que estamos viviendo en nuestros días. Pido de antemano disculpas por la simplificación o, mejor dicho, la esquematización, pero no creo que haya mejor modo de plasmar en estas coordenadas el planteamiento de Spohr que aludir a su convicción de que el mundo perdió en 1989 o, para ser más precisos, a partir de 1989, una oportunidad única –que difícilmente se repetirá- para rehacerse sobre nuevas bases. Si el muro fue la imagen emblemática de la Guerra Fría, su demolición constituyó el símbolo de su fin, del final de una era. Si en algún momento podía estar justificada una perspectiva optimista, ¿cuál mejor que aquel?: se abría una nueva fase en la que casi todo estaba por hacer. Por lo pronto, siguiendo con la metáfora, había que barrer y retirar los escombros, limpiar bien todo y pensar detenidamente en las características de lo que se quería construir. No fue esto lo que se produjo, según la autora.

            Que las cosas no estaban saliendo bien, era una estimación al alcance de cualquiera, ya desde el mismo principio. La guerra en los Balcanes y la desintegración de Yugoslavia, al inicio de la década de los noventa, extendieron la amenaza de balcanización a toda una inmensa zona euroasiática, afectando naturalmente a la propia Unión Soviética. Spohr apunta de modo complementario «que la lucha de poderes entre Moscú y Kiev por territorios de Ucrania y Crimea» amenazaba con desembocar en una guerra de consecuencias imprevisibles. En el libro se insiste en que las medidas que tomaron en su momento los dirigentes occidentales, que eran los que en principio debían llevar la iniciativa, tuvieron un carácter profundamente conservador, por no decir timorato y ventajista: «utilizaron instituciones y estructuras occidentales ya existentes en lugar de diseñar otras nuevas para satisfacer las exigencias de una nueva era», es decir, «no se creó una arquitectura paneuropea que abarcara las dos mitades del continente e incorporara a Rusia en una estructura de seguridad común». Por expresarlo en los polémicos términos textuales que el lector hallará en estas páginas, «la asimetría entre el Este y el Oeste fue acrecentándose (…) El desequilibrio resultante sería intolerable para Borís Yeltsin y Vladímir Putin, los sucesores de Gorbachov. Rusia, un estado residual marginado, aunque todavía poderoso y consciente de su estatus, quedó relegado a lamerse las heridas en la periferia de la nueva Europa. Todavía estamos lidiando con las consecuencias de ello».

            El modo en que se puso fin a la Guerra Fría dejó bastante que desear o, quizá, simplemente era una cuestión de expectativas desmesuradas. Sea como fuere, quedaba pendiente el control armamentístico, no se había resuelto la amenaza nuclear, se mantenían conflictos enquistados, no se renovaron las instituciones internacionales, se hacían fuertes algunos regímenes autoritarios y las amenazas hacia la libertad se hacían más ostentosas, por citar solo algunas de los más evidentes «fallos de diseño del nuevo orden». Spohr insiste en que, incluso atendiendo a un criterio benévolo, pensar «que el mundo convergería hacia los valores de Estados Unidos y un orden global cada vez más centralizado en Washington» era una ilusión bastante pueril, que no podía sostenerse en ningún análisis serio de la realidad. «La idea de que una Rusia agraviada pero renacida o la República Popular China (siempre siguiendo su propia brújula) aceptaran un estatus subordinado en un mundo unipolar se antoja ahora absolutamente ingenua». Por si fuera poco, en el nuevo siglo hemos visto cómo una y otra vez se materializaba el célebre principio de que todo lo que podía salir mal, salía mal: «el auge del populismo, el nacionalismo y el iliberalismo», el cuestionamiento de la integración europea con el Brexit y de la alianza trasatlántica con Trump, hacen que un supuesto «orden basado en la ley internacional, los valores liberales, el uso limitado de la fuerza y una autoridad internacional de arbitraje legítima» parezca una absoluta utopía en un mundo en el que la «vieja rivalidad entre potencias ha vuelto con fuerza, y las tradicionales verdades occidentales de la democracia y el libre comercio están siendo cuestionadas en todo el mundo, sobre todo por Rusia y China, pero también por el propio Estados Unidos».

            Visto desde hoy, las líneas esenciales del análisis de Spohr –que he procurado sintetizar del modo más fiel posible- son absolutamente incuestionables. De hecho, por lo menos en lo que a mí respecta, constituyen las premisas que me permiten entender lo que está pasando ahora en Ucrania. Pero no puedo callar un par de consideraciones que probablemente también se les habrán ocurrido a ustedes, ambas muy elementales. La primera es que, como ocurre en todos estos asuntos, hacer la crítica a toro pasado es relativamente fácil. Como reconoce la propia autora, los protagonistas de aquellos sucesos, en especial los que disponían de instrumentos para transformar las cosas, no esperaban aquella implosión del llamado «socialismo real», no se habían preparado para aquel escenario, sino justo para lo contrario, una posible crisis de confrontación abierta entre los bloques cuyas consecuencias, literalmente imprevisibles, había que minimizar a toda costa. La crisis de los años 1989-1991 les pilló a todos (los de un lado y los del otro) completamente desprevenidos, en el más amplio sentido del término, de modo que se vieron abocados a actuar como todos los humanos actuamos en esas circunstancias, improvisando medidas al compás de los acontecimientos. La improvisación, como es obvio, no es ninguna garantía para acertar, más bien lo contrario, pero a veces no cabe otro recurso.

            Dadas las características del libro de Spohr y la flexibilidad de su enfoque, es probable suponer que la observación antedicha haya pesado decisivamente a la hora de trazar en otros pasajes del libro una actitud, no ya menos crítica o más comprensiva con los gobernantes de la época -por lo menos los del mundo libre-, sino incluso abiertamente elogiosa. Quiero subrayar por tanto que, en aparente contraposición con las evaluaciones anteriores, la politóloga alemana aduce que sería injusto hacerles responsables de males que no estaban en sus manos remediar. Es verdad que «no hubo hueco para Rusia» en el diseño de la seguridad mundial, pero no solo –ni principalmente- por falta de voluntad de los líderes democráticos. Culpar a los dirigentes occidentales de la desintegración soviética, del fracaso económico y político de Rusia o de la no democratización de China no deja de ser un ejercicio de masoquismo intelectual, basado además en premisas falsas. «Lo que ocurrió al final en Rusia durante los años noventa fue algo que Occidente no fue capaz de controlar. Con Yeltsin, la democracia nació muerta. La corrupción se disparó y el Estado de derecho nunca arraigó, y los líderes occidentales no pudieron evitar el cataclismo del derrumbe económico del país. La consecuencia fue una feroz reacción de los nacionalistas rusos, humillados por el caótico empobrecimiento de su país y la pérdida repentina de su imperio europeo». En esta línea, Spohr termina suscribiendo –ahora ya de un modo que me parece abiertamente contradictorio con lo anteriormente expuesto- el veredicto de Philip Zelikow y Condoleezza Rice acerca de los políticos occidentales del momento: «actuaron con habilidad, rapidez y respeto por la dignidad de la Unión Soviética». Sin ellos, sin su talento y su determinación, la sacudida de esos años podría haberse convertido en una auténtica hecatombe. En general, «los logros de los arquitectos del mundo posterior a la caída del Muro alcanzaron una dimensión histórica sin precedentes tanto en el proceso como en los resultados».

Con buena voluntad, puede entenderse el dictamen como la otra cara de la moneda: se hizo lo que se pudo, se llegó hasta dónde se podía, lo cual exonera a muchos pero no modifica la certificación de que el resultado distara mucho del objetivo ideal. Aquí entra la segunda consideración que tenía pendiente. En este sentido, dado que nos estamos refiriendo a un ámbito político, habría que dar un paso más y preguntarnos si ese otro orden mundial que en determinados pasajes parece propugnar la autora hubiera sido factible en aquellas circunstancias y, aun siéndolo, hubiera sido necesariamente mejor que lo que resultó de la antedicha improvisación. Tal como estaban las cosas en aquel momento, no es descabellado afirmar que un borrón y cuenta nueva hubiera constituido un salto en el vacío cuyos resultados no estaban garantizados y que muy probablemente hubieran quedado también bastante lejos del ideal de gobernanza global que se postula. Las proclamas democráticas y pacifistas son tan apetecibles ideales nebulosos como borrosas realidades a ras de tierra. Nada indica que hubieran sido más realizables a partir de la crisis de finales del siglo XX.

            En todo caso, como se dice coloquialmente, de aquellos polvos, estos lodos o, lo que es lo mismo, de aquel estado de cosas que marcó la última década de la anterior centuria han venido todos o, al menos, una parte considerable de los problemas geopolíticos que han conmocionado estas primeras décadas del nuevo milenio. Entre ellos, naturalmente, la presente invasión de Ucrania por parte de Rusia, que era, como recordarán, el detonante de esta reflexión. Un trágico episodio que, independientemente de su calificación o no de histórico, como les decía, ha causado una conmoción cuyos efectos perdurarán en la memoria colectiva. Desde el punto de vista analítico y en consonancia con las pautas establecidas, creo que es importante contrastar los elementos de continuidad histórica con los de ruptura en este fenómeno bélico. «¡Guerra en Europa!», se ha dicho tocando a rebato, en los más diversos medios. ¡Menuda novedad! Nada más acabar la Guerra Fría, el primer escenario de un crudelísimo conflicto bélico –limpieza étnica incluida- fue precisamente Europa, concretamente la zona balcánica, con la desintegración de Yugoslavia. Más adelante, desde la llegada de Putin al poder, Rusia no ha dejado de mantener y alimentar conflictos bélicos –de baja o media intensidad- en todo su cinturón, de Chechenia a Georgia o, ya en la propia Ucrania, de Crimea al Donbás. Ahora bien, una vez dicho eso, preciso es también reconocer que la presente irrupción rusa en Ucrania presenta características diferenciales, por cuanto supone no ya una intervención puntual sino una invasión en toda regla de un país soberano con explícita voluntad de ocupación militar.

            Aunque este no es un artículo encaminado a trazar responsabilidades políticas –y mucho menos morales- con nombres y apellidos en los últimos acontecimientos bélicos, no puedo ignorar que una poderosa corriente de análisis dictamina de modo dogmático que «Putin es el único culpable de lo que está ocurriendo». Fin del análisis y el que disienta lo más mínimo queda estigmatizado. No voy a entrar al trapo, como he adelantado, porque me interesa más una mirada de largo alcance y trascender de paso los señalamientos concretos. Solo diré, para que no se me acuse de escurrir el bulto que, en efecto, considero que Putin es culpable y hasta admito que el principal culpable, con diferencia, amén de que su proceder es canallesco e injustificable. Ahora bien, eso no me lleva a la simplificación de aseverar que sea el único culpable. Sin que esta afirmación implique, como es obvio, rebaja alguna en su responsabilidad como auténtico criminal de guerra. Esto es lo que trato de bosquejar aquí sirviéndome del libro de Spohr.

            Orillando, pues, el tono moralizante y hasta maniqueo de algunos análisis apresurados, parciales o improvisados, vuelvo a las consideraciones que nos han ocupado hasta ahora. En estos tiempos de Internet y guerras televisadas, lo que más ha estremecido a los ciudadanos europeos es comprobar cómo reaparecen en el suelo del Viejo Continente los viejos fantasmas de mediados del siglo pasado, cuando Hitler y Stalin se repartían Europa, cuando la hybris de los tiranos desataba un imparable cataclismo de destrucción y sufrimiento inconcebible. Por supuesto, como no podía ser menos, se han empleado en los combates actuales avances tecnológicos del tiempo que vivimos, desde misiles de altísima precisión a drones y comunicaciones sofisticadas. Pero, por encima de todo, la invasión de Ucrania que hemos podido ver desde la distancia, la que nos ha llegado por medio de las plataformas audiovisuales, nos ha transportado irremisiblemente al pasado, como si se desarrollara una guerra del siglo XX en pleno siglo XXI: tanques, artillería convencional, bombardeos de ciudades, francotiradores, ataques a la población civil y, en fin, toda esa secuela de ciudades arrasadas, edificios en llamas, ruinas humeantes, deportaciones masivas y un éxodo interminable de refugiados –mujeres, niños y ancianos con la incredulidad en los ojos y el espanto en los rostros- que huyen a pie entre la nieve, el fango y los puentes destruidos. Conviene insistir, ni más ni menos que lo peor de nuestro pasado hecho realidad, como una pesadilla recurrente.

El segundo factor que ha estremecido la conciencia europea ha sido la desproporción de fuerzas entre los contendientes: la embestida brutal del poderoso sobre el débil ha sido tan flagrante que, más allá de los análisis acerca de las causas del conflicto, se ha generado un alineamiento espontáneo con el agredido. Esto nos lleva a una tercera consideración, más problemática, en tanto que nos retrotrae otra vez a las coordenadas de mediados del siglo pasado, cuando otros dictadores impulsaron una política expansionista y provocadora que las democracias no pudieron parar con buenas maneras: ¿qué se puede hacer cuando un autócrata asalta un país vecino? O trayendo la cuestión a nuestros días, con todas sus consecuencias: ¿qué se puede hacer cuando ese autócrata posee armas nucleares? Si Ucrania no hubiera entregado hace unos años su arsenal nuclear, la invasión no se hubiera producido. Tomemos nota: ¿vamos, tarde o temprano, hacia un nuevo equilibrio basado en la disuasión, como en la Guerra Fría, pero esta vez universal? Caso de ser así, ¿cuánto tardaría en producirse en algún lugar del mundo un chispazo que desate una catástrofe planetaria?

Sin necesidad de ponernos apocalípticos, lo que es evidente ya, ahora mismo, es que el mundo -¿multipolar?- que ha emergido tras la caída del Muro es incomparablemente más problemático e inmanejable. Como muchas veces pasa en el ámbito personal, los Estados se mueven por impulsos (acción-reacción) que no siempre constituyen la mejor receta a medio-largo plazo. Se entiende plenamente la respuesta generalizada de muchas naciones europeas, empezando por Alemania, por incrementar sus gastos militares (en Defensa, como se dice eufemísticamente) pero es evidente que esa vía tarde o temprano conllevará nuevos problemas. Como no somos capaces de alumbrar unas instituciones que garanticen una gobernanza global pacífica y un sistema pactado de resolución de conflictos, todas las demás iniciativas terminan siendo parches, apaños para ir tirando

En el fondo, no otra cosa sucedió en los años prodigiosos que estudia Spohr, entre 1989 y 1992. El problema es que llega un momento en que hay que pagar la factura. Ese pago ha sido en nuestros días la invasión de Ucrania. Sería prematuro establecer una evaluación global de los sucesos que se han desarrollado en estas últimas semanas. Cabe como mucho un balance provisional, una estimación aproximada que ni siquiera sabemos si será preciso rectificar drásticamente al compás de cómo vayan evolucionando las posiciones y los contendientes. Por eso, como decía al principio, la calificación que muchos dispensan de acontecimiento histórico no deja de representar un salto sin red, sin que por ello, de un modo algo paradójico, podamos dejar de reconocer que muy probablemente lo que ha ocurrido en el este europeo en estos días está llamado a tener consecuencias de largo alcance. Se ha hablado mucho y, en mi opinión, con notoria ligereza, cuando no con simple tosquedad, del resultado final del conflicto. ¿Conseguirá Putin sus objetivos? ¿Emergerá una Ucrania realmente independiente de la bota de Moscú? ¿Se partirá el país, como ha sucedido en otros casos recientes? ¿Significará todo ello el triunfo o el fracaso de Rusia en sus pretensiones de ejercer aún como potencia y mantener sus sueños imperialistas? En última instancia, ¿supondrá el armisticio definitivo la resolución de los contenciosos hoy pendientes?

Lo más probable es que ninguna de esas cuestiones pueda ser contestada o resuelta en términos inequívocos, sino con matices y apelación continua a las circunstancias cambiantes. En términos complementarios también podemos decir que aquí y ahora nada permite augurar que se resuelvan los problemas de fondo que nos han traído hasta esta coyuntura desde aquel ya lejano 1989. El horizonte que se dibuja en este sentido es inquietante, por decirlo suavemente: una Rusia herida e impotente, pero aún poderosa, que no querrá renunciar a su cinturón de seguridad frente a la OTAN ni a sus afanes expansionistas; Estados Unidos, con una profunda crisis interna, amén de un liderazgo cada vez más discutido y disputado en la esfera internacional, frente a una China silente, pero cada vez más poderosa y consciente de su influencia. Entre todas ellas, una Europa estrangulada económicamente, muy dependiente del suministro de energía y materias primas, con una crónica debilidad política, aún mayor tras el Brexit. En el mundo entero, el descrédito de los sistemas democráticos, impotentes ante el embate populista y, por uno y otro lado, serios recortes a las libertades. Díganme con sinceridad: en este futuro que se nos avecina, ¿qué puede salir mal?

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