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Ética y estética del crimen

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Cualquier título como el que he elegido para encabezar estas líneas, por su tono paradójico o irónico, remite inevitablemente al clásico de Thomas de Quincey, Del asesinato considerado como una de las bellas artes. No es, sin embargo, del autor inglés ni de ese famoso libro, ni de nada relacionado con ellos, de los que quiero tratar aquí, sino de algo bastante distinto, como enseguida pondrán de manifiesto sus rasgos de rareza literaria e iniciativa excéntrica. Tengo que reconocer, ciertamente, que esto de lo que hoy voy a hablarles mantiene en el fondo con el clásico citado una reconocible concepción del humor, ese aroma noir y ese empeño épatant tan característicos de determinados sectores literarios e intelectuales, básicamente europeos. Pero vayamos al grano. Al parecer (y digo «al parecer» porque debo fiarme sin más de la información que me proporciona el libro que tengo entre las manos, como ahora aclararé), durante 1884 se publicó en Francia un periódico con el sugestivo y desconcertante encabezamiento de Journal des Assassins, al que complementaba el no menos sorprendente epígrafe aclaratorio de Organe officiel des Chourineurs réunis.

El periódico en cuestión, en consonancia con lo que era usual en la época, contaba con un número muy escueto de páginas y tenía –visto al menos desde la perspectiva de hoy– no mucha entidad en fondo y forma. Para los que, por motivos de investigación histórica, están familiarizados con la publicística de las últimas décadas del siglo XIX, puedo decir que el Journal des Assassins recuerda mucho –muchísimo– a los órganos de propaganda del anarquismo (sobre todo del anarquismo más combativo y nihilista), con los que, por otro lado, tenía en común, hablando en términos objetivos, no ya sólo determinados aspectos formales, sino principalmente un tono rebelde, iconoclasta, radical y abiertamente subversivo. Me informo como particularidad suplementaria de que estas hojillas aparecían en Lyon, aunque en su cabecera radicaba la redacción y administración en una calle de París (probablemente sólo una pantalla para despistar). Sus redactores –caso de que fueran varios– se ocultaban bajo seudónimo para mantener el anonimato y escapar de las más que probables pesquisas de los responsables del orden público. Así, amparados en una cierta impunidad, daban rienda suelta a su humor, su fantasía y su mala uva en caricaturas mordaces, poesías satíricas, relatos grotescos, anuncios inverosímiles, comentarios singulares y noticias no menos extravagantes, siempre teniendo como punto de referencia las actividades criminales, en particular robos y asesinatos.

Ya he dejado caer al comienzo que del tal Journal des Assassins yo no tenía ni idea, aunque, como apasionado indagador en el ambiente político y cultural de la época, debo decir que su existencia tampoco me extraña demasiado. Pero lo cierto es que si ahora puedo hablarles de él (del Journal) es porque una pequeña y no demasiado conocida editorial de Madrid, La Felguera, especializada en literatura marginal, ha tenido la feliz idea de publicar el contenido de aquellas estrambóticas páginas en una edición muy cuidada, que reproduce además las curiosas portadas originales y sus viñetas e ilustraciones. A todo ese material grafico se les han añadido los dibujos que ha preparado ex profeso para esta edición Mario Rivière, todos ellos recreando de un modo u otro las diversas actividades delictivas y sangrientas a que se aluden en los textos. Como fruto de todo ello, el volumen llama inevitablemente la atención de cualquier lector potencial y resulta casi irresistible para quienes nos interesamos por estos asuntos. Debajo del título español del libro, que es la traducción exacta del nombre del libelo francés, Diario de los asesinos, se ha añadido un subtítulo utilizado también posteriormente: Órgano Oficial de Acuchilladores y Ladrones. Bajo esos epígrafes, un encapuchado blande un puñal anunciando en un tono naif, ya desde la propia portada, el contenido de las sanguinolentas páginas que el lector va a abrir a continuación.

No es mi intención que se formen ustedes una idea equivocada al encontrar en repetidas ocasiones conceptos que se refieren a lo criminal, delictivo, sangriento, etc. Estamos más que curados de espanto en este terreno todos nosotros como habitantes del mundo del siglo XXI y, por ello mismo, inevitablemente, doctorados en atrocidades. Quiero decir que al lector de hoy, y no digamos al espectador de hoy o al mero usuario de Internet, tan acostumbrado a infiernos recreados (y, lo que es peor, a horrores reales) examinados habitualmente con la lupa del entomólogo, el contenido de este libro le parecerá por encima de todo una broma mucho más próxima a la ingenuidad que al espanto, la subversión o incluso la simple malicia. A la catalogación de mero divertimento o, como decía antes, desde otro punto de vista, atractiva rareza literaria, contribuye en no muy escasa medida el hecho de que el periódico tuviera un vida efímera y alcanzara a subsistir tan solo diez números, algo que, por otro lado, constituía el pan cotidiano de este tipo de publicaciones, entre la precariedad económica y la persecución gubernamental. Da la impresión a este respecto que esa corta carrera fue más un regalo que un inconveniente para una publicación de estas características, más cercana a la pirotecnia ingeniosa, a la ocurrencia o al simple chiste que a un humor de más calado o intelectualmente más sólido. De hecho, aun siendo tan pocos números los que llegó a tirar, se percibe a lo largo de estas páginas un cierto cansancio creativo, reiteraciones flagrantes y, en definitiva, una tendencia a usar y abusar de clichés que terminan por sustituir la inicial sorpresa del lector por la mera acomodación, algo letal en estos casos.

Como hemos dicho en este blog en algunas ocasiones, el humor depende mucho del contexto social y cultural en que se inscribe. En términos más amplios, lo que podía ser provocador para la mentalidad burguesa y biempensante de finales del siglo XIX, a duras penas puede afectar –no digamos impresionar– al lector actual, acostumbrado al humor gamberro e incluso grosero. Para entendernos, algo no muy lejano de lo que podría decirse en cuestiones de erotismo y pornografía. «La Marsellesa de los asesinos» se lee a lo sumo con una sonrisa en los labios: «Adelante, asesinos atropellados, / el día de la gloria ha llegado. / El sangriento estandarte de la guillotina / contra nosotros ya se ha levantado […] ¡A las armas, acuchilladores! / ¡Desangremos a los nobles! / Adelante, adelante, / que una impura sangre / nuestros puñales empape». El folletín que lleva por título «La revancha del guillotinado» tiene todas las características de los relatos por entregas de la época, con truculencias inverosímiles y golpes de efecto elementales. «El estrangulador» es una composición para la que se recomienda la melodía de La Faridondaine. Su primera estrofa dice: «Para mandar a un burgués / Al otro mundo / Tengo un procedimiento cortés, / Os lo aseguro, / Soy de la escuela de los estranguladores / Agradables y guasones. / La faridondaine, / ¡Olé! / La faridondaine». Cualquiera que sepa un mínimo del período y del ambiente no podrá dejar de evocar en este punto La ravachole, una canción popular anarquista en honor del célebre asesino Ravachol, que llamaba a la destrucción del orden burgués por la vía expeditiva (por decirlo suavemente). Recordemos que su última estrofa decía así: «Ah! nom de Dieu, faut en finir! (bis) / Assez longtemps geindre et souffrir! (bis) / Pas de guerre à moitié!, / Plus de lâche pitié! / Mort à la bourgeoisie! / Vive le son (bis) / Mort à la bourgeoisie! / Vive le son / D’l’explosion!»

Lo de «ética y estética del crimen» para titular estas líneas no es algo gratuito. Lo relativo a la estética no precisa de mucha justificación, como es casi obvio, porque en el substrato de todos estos planteamientos late la aseveración clásica de que el crimen bien ejecutado es una auténtica obra de arte. En todo caso, el criminal ha de esmerarse en su labor y, si no consigue la perfección, por lo menos debe aproximarse a ella lo más posible. Más concretamente, en estas páginas se encuentra una especie de sección que lleva por título «Manual del perfecto asesino. Consejos de un artista». Pero como también dice el clásico, no hay estética sin ética. Así, el perfecto criminal, el esteta de la cuchillada, debe seguir ciertas normas: «Cuando se encuentre a un poeta gesticulando a las estrellas, no le moleste, es inofensivo. Si la velada ha sido buena, préstele sin temor una moneda de cien francos. No se la devolverá. Pero si se topa en la acera con uno de esos peces gordos, aséstele sin pensarlo un buen golpe; son competidores desleales y holgazanes». Hasta podría decirse que en ocasiones parece que la ética criminal guarda un abierto paralelismo con la ética burguesa, como si se tratara de ser criminal… ¡a mucha honra y sin perder los modales! Así, bajo el epígrafe de «El crimen del mañana», podemos leer: «La redacción del Diario de los Asesinos, a fin de satisfacer la curiosidad de sus muchos lectores, ha puesto en marcha todos los preparativos necesarios para cometer una seria serie de asesinatos, robos y crímenes diversos (¡desdeña las violaciones, que deshonran!)»

Abundando en esa vertiente de los paralelismos (en este caso muy deliberados, para acentuar la sátira), el Diario de los Asesinos presenta secciones similares a las de la prensa convencional, sólo que… con unas ligeras diferencias. Así, por ejemplo, el «Boletín financiero» contiene avisos breves como el que sigue: «Señorita Perpétue Durateur, boulevard de la Contrescarpe, 128; siempre sola. Valores en un cajón del secreter. Basta con un cordel». En otros casos se advierte que es preciso llevar puñal o hay que tomar otras «medidas drásticas». Las demandas y ofertas de empleo están muy volcadas a las necesidades del sector: «Se necesitan en la calle Alibert, 11 asesinos de buena voluntad. Presentarse de media noche a las dos a las iniciales O. O.» El diario, por otro lado, hace lo que puede para aliviar las duras condiciones de vida y trabajo de los enrolados en la causa: «Se necesitan direcciones de inquilinos ausentes y fáciles de desvalijar. Dirigirse al diario de 3 a 4». En esta línea parecen inscribirse recomendaciones que recuerdan mucho a los anuncios de toda la vida: «Recomendamos encarecidamente a nuestros lectores los cuchillos procedentes de la calle Trempdacier, calle de Rivoli, 2004. Su solidez y flexibilidad, además de otras cualidades, hacen que los recomendemos a todos los hombres inteligentes». Con tantos consejos e indicaciones, no parece difícil que el lector pueda llegar a conseguir el «Certificado de asesino» con el que se clausura la publicación. Lo que no parece tan aconsejable es seguir algunas de las pautas que figuran en dicho certificado, como el de «presentarlo ante los tribunales y en las comisarías», pero se supone que esto es elección de cada cual.

Como bien deben saber quienes sigan esta sección, aquí nos ocupamos básicamente del humor negro en el contexto español. Es pertinente, por tanto, que nos preguntemos si hubo en nuestro país por esa época una publicación de caracteres parecidos. A mí no me consta, pero debo añadir que no me sorprendería, porque esa actitud subversiva, satírica e iconoclasta estaba en el ambiente de aquel tiempo. La rebeldía era, por decirlo en términos triviales, una pose resultona. En la atmósfera de fin de siglo, el radicalismo en cualquiera de sus vertientes era casi la seña de identidad del intelectual. Los anarquistas (no todos, pero sí los más resueltos o audaces) pasaban a la acción: la propaganda debía ser por los hechos, es decir, por los hechos contundentes, el disparo contra el opresor o, sencillamente, el bombazo contra los burgueses, sin hacer muchas distinciones. Tanto en Francia como en España se sucedieron atentados de esas características, como la explosión provocada por Émile Henry en el Café Terminus de la Gare St. Lazare en París en 1894 o, todavía más impactante, las bombas Orsini que arrojó Santiago Salvador en el Teatro del Liceo de Barcelona en 1893.

Por cierto, en el país vecino, el poeta Laurent Tailhade había glosado un atentado anarquista –el cometido por Auguste Vaillant– en estos términos: «¿Qué importan las víctimas si el gesto es hermoso?» Eso fue antes de que el bombazo de Henry le alcanzara parcialmente y le dejara tuerto, señal indubitable de que Dios existe y de vez en cuando no puede dejar impunes las gansadas. Aquí también, en España, una legión de progres de la época, una especie de gauche divine avant la lettre, radicados sobre todo en la moderna y modernista Barcelona, estaban dispuestos a loar los gestos anarquistas (epítome de la rebeldía en estado puro), aunque de paso cayeran víctimas inocentes. Desde Jaume Brossa al joven Pere Corominas, una legión de poetas, pintores, literatos e intelectuales en general coquetearon de un modo u otro con la violencia como único medio de regenerar la sociedad. Si lo decían en serio, o más bien como expresión del humor negro del momento, como el Diario de los Asesinos, es cuestión que no me compete dilucidar aquí.

Pero, bueno, para poner ya punto final, retomemos el hilo y volvamos al principio. El Diario de los Asesinos permite a cualquiera pasar un buen rato. Puede disfrutarse con su lectura como con esas películas de terror de serie B que no podemos tomarnos demasiado en serio y que por ello mismo nos provocan más sonrisas que inquietud. A mí, por deformación profesional, me ha interesado sobre todo como símbolo de una época, como expresión de un ambiente en el que la rebeldía significaba también cuestionar la seriedad burguesa. El humor se convertía así en un arma de combate contra los valores sacrosantos de la patria, la propiedad, el trabajo, el orden, la moral… Puedo conceder que a veces se trataba de un involuntario humor negro. Fíjense, por ejemplo, en lo que escribe el jovencísimo Julio Camba (que no desempeñaba todavía el rol de humorista por el que pasaría a la posteridad) en las páginas del arrebatado diario anarquista El Rebelde en 1904:

«– A ver tú, Chalina, estás preso por haber matado a un banquero, ¿no? Pues a un lado con todo lo que tengas. Saldrás a la calle y se te dará un hermoso cuchillo. Tú, Liendres, ¿por qué te han prendido a ti? ¿Por haber desvalijado una casa? Toma este par de ganzúas y arrímate al Chalina […]. Lo que yo quiero es que lo desordenéis todo, que lo corrompáis todo, que lo inmoralicéis todo […]. Queremos pervertir el mundo para que si de ello es capaz, el mundo se redima; queremos hacer el caos para ver de formar un génesis». ¿Pueden decirme qué diferencia hay entre ese discurso, supuestamente serio, y el contenido del Diario de los Asesinos?

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