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El americano accidental

Personas y lugares. Fragmentos de autobiografía

GEORGE SANTAYANA

Trotta, Madrid, 600 págs.

Trad. de Pedro García Martín

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Sospecho que más de un filósofo profesional reaccionará como si nada ante la irónica obertura de Escepticismo y fe animal «He aquí un sistema más de filosofía. Si el lector siente la tentación de sonreír, puedo asegurarle que sonrío con él y que mi sistema difiere mucho de lo que usualmente se ajusta a ese nombre […] simplemente estoy intentando expresar los principios a los que apela el lector cuando sonríe » (la cursiva es mía). ¿Qué principios son ésos? Pues, según Santayana, convicciones del sentido común que pese a todas las «creencias de papagayo» que colocamos sobre ellas siguen ahí, rudas, obstinadas, afanosas; mal expresadas, pero bien fundadas. En otras palabras: «cualquiera que sea la novedad que pueda tener mi versión de las cosas» –dice– «sólo pretendo evitar ocasiones de sofistería, dando forma más exacta y circunspecta a las creencias cotidianas».

Probablemente el «sistema» de Santayana atraiga justamente por eso, porque él mismo supo sonreír más que la mayoría de los filósofos, una sonrisa quizás un poco amarga, pero sonrisa después de todo. Otro depresivo crónico, Russell, uno de los pocos gigantes que se podría comparar con él, encontró en la ironía y el amor a las matemáticas, en el sarcasmo y la perfección lógica, una forma de felicidad. Santayana, por el contrario, reinventó la sonrisa estoica y buscó otro tipo de perfección: «Si yo fuera un matemático –dice– no dudaría en regalarme con un sistema eléctrico o logístico del universo expresado en símbolos algebraicos. Para bien o para mal soy un hombre ignorante, casi un poeta. Afortunadamente, las ciencias exactas y los libros de eruditos no son tan necesarios para establecer mi doctrina esencial porque descansa en la experiencia pública». Para empezar, ya nadie escribe como él –digámoslo claro–. Y es que Santayana siempre fue escritor por encima de filósofo, fabulador antes que pensador. En realidad una cosa no tenía que excluir la otra, pero dado el rumbo que siguió la prosa filosófica (ya fuera en manos de los positivistas o de los metafísicos, da igual) no es extraño que el sistema de Santayana ahora nos parezca más una pieza de imaginación que un resultado de la instrucción intelectual. Y tampoco es extraño que al mismo tiempo que se alaban sus dotes literarias, su idiosincrasia o su originalidad, se le acabe enlatando en los envases homologados de la exégesis filosófica. Santayana –como diría Harold Bloom– siempre parece adelantarse a sus comentadores filosóficos, siempre abruma al intérprete que pretenda desentrañar la trama, encontrar la pieza clave. ¿Se puede sacar algo de Santayana sin caer ni en la abstracción filosófica ni en el historicismo mecánico?

El discípulo más díscolo de la filosofía americana siempre fue –como dijo Dewey– un cronista de la vida, un moralista en el sentido más polémico de la palabra y, sobre todo, un consumado maestro en el arte de subordinar la lógica a la intuición, el método a la expresión. Santayana fue –sentenciaba Dewey– un auténtico utterer of aperçus. Si Santayana huyó de todas las filosofías que le rodeaban no fue por afán de instalar su propia franquicia, sino más bien por pura reacción. Los idealistas la entendían como una abstracción hipnótica, un juego de espejos interminable –como decía Borges–; los materialistas como una fábrica insomne (también con la imagen de Borges). Los pragmatistas, finalmente, como una energía moral, algo a medio camino entre una dinamo y una iluminación, entre la electricidad y la profecía. En aquel barullo, él prefería tomársela como un jardinero, como una forma de soportar esta vida y de disfrutar mientras dura. Eso sí, si uno se concentra en sus placeres privados –dijo en cierta ocasión– éstos pueden dar un valor intrínseco a los momentos fugaces de la vida, pero dejar a la propia vida sin forma ni final, como si fueran destellos sobre un pedazo de papel que se quema.

La estupenda y cuidada edición de su autobiografía que ahora nos brinda Trotta deja esto perfectamente claro: ¿qué filósofo de su época podía convertir su vida en una crónica tan apasionante como la suya? En su magnífica introducción a Personas y lugares , Richad C. Lyon recuerda que Edmund Wilson comparó el ejercicio autobiográfico de Santayana al de Henry Adams (otro crítico impenitente de la «América» industrial y modernista) o incluso al extraño arte rememorativo de Proust. Podría añadirse, quizás, el de otro americano accidental, el Nabokov de Speak Memory, creo. Pero, entre filósofos, ¿quién podía alcanzar semejante grado de elegancia? ¿Quién podía ocultarse bajo una prosa de perfección tan inquietante? Es obvio que cuando Russell también reinventó su vida no alcanzó, ni de lejos, la inventiva y la complejidad de Santayana. El atormentado británico trató de vendernos la historia de un rebelde, pero uno percibe perfectamente las contradicciones. Santayana, en cambio, parece el filósofo impenetrable: deslumbra tanto que uno ya no sabe qué pensar.

Con todo, el lector tampoco debería subestimar las cualidades fabulísticas de Escepticismo y fe animal , en esta, también, cuidada edición que Losada ha recuperado de su fondo. Lo que ya en 1905 Santayana había llamado «la vida de la razón» no era ninguna filosofía, sino –como él mismo dijo– una sabiduría vital o arte de vivir que, comprendiendo las condiciones de existencia del mundo material, pudiera de algún modo consolar al espíritu. Lo que casi veinte años después Santayana propuso en Escepticismo y fe animal no era algo muy diferente. El argumento es intrincado, pero el contexto y la moraleja son muy interesantes. En comparación con el mundo de la imaginación, de los ideales, de las esencias –como dice él–, la existencia siempre resulta ridícula, cómica. Los ideales no caen del cielo, brotan del mundo material y se apoyan en él, pero lo hacen de un modo fortuito, imperfecto, accidental, contingente. Si posee valor moral, la visión poética y filosófica parten de ese descubrimiento: la total irrelevancia de la existencia para la vida ideal, la constatación del abismo que separa la cruda realidad de la idea fulgurante. Esto es una forma de escepticismo, un escepticismo que nos ayuda a librarnos de la tragedia, porque sólo hay tragedia si se alberga la falsa ilusión de que las fuerzas materiales son propicias a la realización del ideal, sólo hay tragedia allí donde se piensa que la realidad y la imaginación están hechas la una para la otra.

El escepticismo feliz nos inmuniza contra la filosofía de la barbarie, entendiendo por ésta una metafísica de la acción como la que predicaron los profetas pragmatistas. Éstos afrontaban la vida con la firme convicción de que el ideal posee realización práctica; Santayana, en cambio, reivindicaba el gozo de su contemplación. ¿Platonismo irónico? Podría ser. La esencia –dice– es objeto supremo de la poesía, pero en realidad está al alcance de cualquier alma que aún conserve la capacidad de sonreírse. Incluso puede ser objeto del saber filosófico siempre y cuando las esencias se sigan considerando eso, espectros, sueños, ilusiones y no sustancias, ni causas últimas, ni modelos o arquetipos, ni entelequias a las que se otorgue una existencia de otro orden, superior. Los platónicos y los idealistas confundieron el asunto: lo único, lo verdaderamente existente es la materia. Punto. Las fuerzas y los condicionamientos materiales están ahí, porque somos animales, no ángeles. Surge, entonces, el otro lado de la fábula: en el mundo de la conciencia las esencias están a su aire, pero además de conciencia somos materia, o sea, cuerpos que tenemos que sobrevivir. Y como tales, siempre tenemos necesidad práctica de creer en cantidad de cosas que no podemos ver; nuestra vida, en resumen, depende de una confianza ciega, una fe bruta, animal, en la realización de esas cosas. Las esencias son lo que son y seguirán siendo lo que son, y no poseerán significados ni consecuencias más allá de sí mismas, pero la vida animal siempre necesita tomarlas como signos de otras cosas, medios para prever y juzgar este mundo.

La conjunción de vida imaginativa y necesidades, pues, no es lo mismo que la fusión pragmatista de ideal y acción, teñida de romanticismo y protestantismo. Podemos, por un lado, desdeñar la vida práctica y ensalzar el ideal contemplativo, al mismo tiempo que aceptamos el peso de las necesidades y la inevitable aplicación de los ideales a la existencia pura y dura. Para cuando aparece Escepticismo y fe animal, James ya había muerto, pero había dejado claro por qué no podía aceptar esa extraña forma de conectar materialidad e idealidad. En 1900, después de elogiar las maravillosas Interpretations of Poetry and Religion de Santayana, James decía en una carta a Palmer que acabó llegando a manos de Santayana: «Resulta estimulante ver alzarse a un representante del moribundo mundo latino y administrarnos semejante diatriba a nosotros, los bárbaros, en la hora de nuestro triunfo». A lo que Santayana contestó: «Si dejamos a un lado el temperamento, estoy más cerca de ti de lo que tú mismo crees». Los ideales, en efecto, tienen que apelar a la existencia, debe existir una continuidad entre el mundo de los valores y de los hechos, pero a continuación añadía con ironía: «Sin duda tienes razón: la latinidad está moribunda, como Grecia lo estaba cuando transmitió al resto del mundo las semillas de su propio racionalismo. Y esa es la razón por la que la necesidad de trasplantar y propagar un pensamiento correcto entre aquellos que esperan ser los futuros dueños del mundo resulta aún más apremiante»Esta correspondencia esta documentada en Ralph Barton Perry, The Thought and Character of William James, Nashville, Vanderbilt University Press, 1996. En «Una breve historia de mis opiniones» Santayana aclaró otro particular: en The Life of Reason «había una especie de pragmatismo –decía–, el mismo que he tratado de explicar con más claridad en uno de los Diálogos en el Limbo ("Locura normal") […] Es probable que haya llegado a él por influencia de James, a pesar de lo cual la aparición de su libro Pragmatismo, casi al mismo tiempo que mi Vidade la razón, me produjo una violenta sacudida. Yo no podía admitir esa manera de hablar de la verdad». Véase también en Personas y lugares, pág. 347, lo bien que describe Santayana las contradicciones de James..

En 1923, cuando aparece Escepticismo y fe animal , Dewey intentó calmar el debate, aunque parece que acaba en el mismo sitio: ¿era posible dar con una mano lo que aparentemente se quitaba con la otra? ¿Cómo era posible proclamar la indignidad del mundo frente al resplandor de la idea, y al mismo tiempo ir de naturalista? ¿Cómo era posible despreciar el interés práctico y al mismo tiempo reconocer la necesidad de volver los valores algo aplicable a la existencia? «A priori uno diría que no pueden hacerse las dos cosas, y que aunque el señor Santayana parece rendirse ante la evidencia del naturalismo pragmatista, aún debería rendirse más»Reseña de Scepticism and Animal Faith, en Dewey, Later Works, vol. 15, pág. 222..

Más allá del sistema, pues, el mensaje de Santayana en 1923 constituía toda una diatriba contra el voluntarismo americano. Los bárbaros americanos (sus anfitriones) defendían la fusión entre esencia y existencia (el valor de un valor reside en sus consecuencias reales para la existencia –decían–), mientras que para él (el extraño clasicista) sólo podía aspirarse a una continuidad decepcionante, desengañada, continuamente desmentida, una sabiduría vital con otro tipo de fuerza civilizadora. Los valores serían irrelevantes si no apelaran a la existencia, si no se tradujeran en consecuencias buenas –de acuerdo–, pero confundir las dos cosas, acción e ideal, hecho y valor, llevaba o a creerse dioses, a concebir este mundo como un material hecho a medida de tus deseos, o incluso a identificar el progreso moral con una historia natural que iría desde la ameba hasta la industria pesada, pasando por la desaparición de los dinosaurios y la aparición de la Declaración de Independencia AmericanaVéase Personas y lugares, pág. 434, sobre el americanismo y la Declaración de Independencia como una «ensalada de ilusiones».

En resumidas cuentas: Santayana nunca pudo soportar esa reforma protestante del protestantismo en la que se seguían mezclando la reverencia y la insubordinación, la culpabilidad calvinista y una metafísica energetista. Y nunca se pudo creer, con toda la razón, que el mejor freno contra aquella galopante cultura fuera un individualismo moral de raíces románticas que, en el fondo, seguía privando a sus practicantes de juicio y sentido histórico. La conclusión de Santayana era totalmente cierta, no importa si llegó a ella partiendo de premisas y fuentes con las que muchos no comulguen: Lucrecio, Spinoza, Schopenhauer, Taine, Arnold, Leopardi, incluso a través de una pose católica. La razón no estaba totalmente de su lado (ni tampoco de la de algunos americanos nativos –Henry James y T. S. Eliot– que como él huyeron despavoridos de Estados Unidos), pero tampoco lo estaba del lado de aquella cosmovisión que sólo podía compensar con buenos sentimientos acciones con consecuencias inesperadas, descomunales. Sólo un moralista de su talla, en resumidas cuentas, podía diagnosticar el malestar de un moralismo puritano reconvertido en una filosofía de la acción. Que la mejor solución contra la civilización de la máquina fuera la reivindicación del naturalismo grecolatino, el ascetismo estoico y la piedad panteísta parece algo más que discutible. Que allí donde imperaba la ética del amor propio (en versión de Emerson o de James) debiera cultivarse la ética del desapego, también. Que la mejor defensa contra el poder de la voluntad (o la voluntad de creer en el poder de la voluntad) fuera el amor intellectualis dei y la veneración de grandeza y belleza de lo non purposive –como decía él-sólo puede juzgarlo el lector. Puede ser que, como dijo Hartshorne, a Santayana le perdiera cierta pose desafiante, provocadora, pero gracias a eso –habría que admitir– diagnosticó como nadie los peores malestares de una cultura que se acabaría extendiendo por todo el mundo. Sólo Russell, de nuevo, el Russell sarcástico y cáustico que arremetió contra la hipocresía americana, estuvo a su altura, aunque las fuentes de éste fueran liberales (John Stuart Mill y Tocqueville), y no el extraño cambalache neoclásico que se inventó Santayana. Sea como sea, aunque Santayana fuera un pasajero accidental en Estados Unidos, sembró las semillas de un tipo de crítica cultural que, tal como demostraron alumnos suyos, por ejemplo Walter Lippmann, resultó de lo más apremiante.

Sería demasiado fácil, sin embargo, poner a Santayana del lado antiamericanista. La tradición angloamericana –lo dijo él mismo– nunca le sirvió como medio, nunca como fuente, lo cual le permitió «decir en inglés el mayor número de cosas no inglesas que pude». Sus fuentes, en efecto, no fueron americanas, pero entonces ¿por qué –en palabras de Rorty– «fue capaz de reírse de nosotros sin despreciarnos, una proeza de la que los nativos no solemos ser capaces»? Algo no cuadra, sinceramente. ¿Pudo llegar a hacer eso siendo sólo un forastero, un invitado, un extraño en una fiesta de otros? Si Santayana dijo tantas verdades sobre la era americana no es sólo –sugiero– porque sus fuentes (ni intelectuales, ni vitales) no fueran angloamericanas, sino porque su vida fue un cúmulo de accidentes, y porque convirtió el accidente en una forma de vida. Los vaivenes geográficos, intelectuales y emocionales que describe Personas y lugares son tan complejos, tan intrincados, que cualquier sumario resultaría paródico.

Fue también su descolocación permanente, sin duda, lo que le permitió mantenerse a distancia del sueño americano, pero también, no se olvide, de muchas otras fiestas europeas. Despreciando el individualismo americano, él mismo practicó otro tipo de individualismo más aristocrático que tampoco cuadraba con las filosofías para energúmenos. Su ética de la soledad, su religión de la desilusión, su indiferencia, su impasibilidad, su escepticismo feliz, su divertida amargura –llámese como se quiera– resultaron, a la postre, algo bastante más juicioso, positivo y humano que muchas de las ambiciosas filosofías que se pusieron de moda desde los años veinte. El optimismo forzado de los estadounidenses le desagradaba, y con razón, pero, ¿qué decir del pesimismo europeo? ¿Cuadraba su ironía con la solemnidad que acabó imperando, con tanto vocerío terminológico y aspaviento metafísico? Quizá por eso, porque se vio obligado a decir muchas cosas no inglesas en inglés, Santayana siempre brilló más que aquellos filósofos españoles que importaban ideas de Alemania para envasarlas en botes de casticismo, es decir, aquellos que trataban de decir cosas alemanas en español. Comparado con las diatribas políticas de Ortega y su afán de protagonismo público, habrá que reconocer que el carácter melancólico y huidizo de Santayana resulta, como poco, entrañable. A la postre, ¿qué resulta más civilizador, el pensador con afán vertebrador o el filósofo invertebrado? ¿La rapidez del bólido vitalista o la lentitud del paseante? Finalmente, comparada con la amargura de otro personaje desproporcionado de aquella España, un lector de William James, don Miguel de Unamuno, no es extraño que el ennui de Santayana le siga devolviendo la sonrisa a uno. Es posible, desde luego, volver a leer a Santayana sin convertirlo en una pieza de museo ni, menos aún, en un hijo pródigo de la patria filosófica española. Compruébenlo.

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