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Ernst Jünger, un corazón aventurero

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Ernst Jünger (Heidelberg, 1895-Wilflingen, 1998) nunca ocultó el desprecio que le inspiraba la burguesía. La vida de un soldado en el campo de batalla le parecía mucho más atractiva que la integración en una sociedad reacia al riesgo y la incertidumbre. Su experiencia en la Gran Guerra se reflejó en Tempestades de acero (1920), un bellísimo libro sobre la rutina de las trincheras que despertó la admiración de una sensibilidad tan alejada del heroísmo bélico como la de André Gide. Jünger no disimulaba la «alegría salvaje» que le producía la visión del enemigo abatido, evocando la perspectiva del Nietzsche de Humano, demasiado humano, donde se identificaba la violencia del soldado con la inocencia del estudiante que escarnece las convenciones morales. Jünger publica El corazón aventurero nueve años más tarde, cuando la crisis económica mundial promueve en la burguesía el anhelo de gobiernos autoritarios, que sustituyan la debilidad del sistema democrático por un mesianismo comunitario, capaz de contrarrestar el efecto disgregador del individualismo liberal. Jünger simpatiza con este impulso. Ya en las primeras páginas de esta obra, que mezcla ensayo, ficción, ciencias naturales, ética, política y psicología, se expresa una inequívoca nostalgia por esa edad del espíritu en la que la humanidad se estremecía con «sueños de vuelo».

Jünger organiza el libro como un diario alegórico, donde las experiencias se disfrazan de visiones, sueños o meditaciones. Aunque no están ausentes los recuerdos de guerra, la experiencia contemplativa sustituye a la acción, teorizando sobre el dolor, lo sagrado, la muerte o el misterio. La observación del mundo natural, de las formas de vida vegetal o animal, o de la silenciosa existencia de los minerales, no menoscaba el interés por la expresión literaria. Jünger aprovecha la convalecencia en un hospital por una herida de guerra para «ingresar en la orden secreta de los shandystas», esa comunidad de lectores que perciben en las páginas de Laurence Sterne una aventura del espíritu, capaz de objetivarse y fragmentarse en un texto que se niega a sí mismo. La fascinación por Tristram Shandy nace de la aversión hacia la obra perfecta, acabada. El verdadero artista es como un centinela, que en sus «terribles noches de guardia» acumula un legado de experiencias, donde prevalece la incertidumbre, la certeza de que no hay formas definitivas, sino grandes procesos que nunca se cierran o culminan. El artista se debate entre el deseo de salir de sí mismo y la conciencia de que la obra siempre brota de un doloroso ensimismamiento. El arte no se desprende del yo racional, sino de nuestra confusión y perplejidad. El sentido religioso brota de la conciencia de habitar un mundo imperfecto, inacabado, no muy distinto de esas novelas que nunca lograron plasmar su ambiciosa concepción, convirtiéndose en dilatados fragmentos de un proyecto irrealizable.

Las referencias a lo sobrenatural no coinciden con ninguna religión positiva. Lo sagrado no es algo trascendente, externo al mundo, sino esa trabazón o red de correspondencias que revela la íntima conexión entre todo lo existente. La metáfora no es un recurso literario, sino la ley del cosmos. Entre lo semejante y lo distinto no hay oposición, sino analogía. Los peces de coral evocan el color de la arcilla, la pincelada de un cuadro impresionista o la hojarasca de un parque otoñal. Esa reversibilidad, ese capacidad de transmutación de lo idéntico en su contrario, es lo que permite a «un sentido asumir la función de otro». La muerte sólo es una transformación más, una saturación de vida que se aniquila a sí misma. Lo idéntico engendra su negación. La extinción es necesaria para que surja la generación. El placer sexual sólo confirma este hecho. El orgasmo produce nuevas formas, pero implica un anonadamiento transitorio, una efímera muerte. Al igual que otros autores alemanes, Jünger no puede evitar el deslumbramiento ante la luz del Mediterráneo, donde plantas y animales adquieren colores diurnos que contrastan con los tonos mortecinos del norte. El ojo nórdico percibe que el mundo se amplía al internarse hacia el sur. La ampliación de su perspectiva modifica su concepción de lo real.

El interés por el paisaje no impide a Jünger advertir la poesía de las máquinas. Los surtidores de los altos hornos o la fuerza propulsora de un avión evidencian que el trabajo es algo más que producción. El trabajo es una forma de estar en el mundo, la manera en que el ser humano habita el cosmos, estableciendo un lazo de fraternidad con la naturaleza y sus semejantes. Esa fraternidad no se corresponde con los valores de la Revolución francesa, sino con el ideal comunitario de disolución en un destino común, colectivo. Jünger se aproxima a Nietzsche en su concepción del existir: vivir y ser injusto es lo mismo. Es absurdo oponer prejuicios morales. La naturaleza permanece indiferente a nuestras valoraciones, repitiéndose una y otra vez. El eterno retorno de lo mismo no es una figura retórica, sino una ley irrevocable: «Mientras se extinguían los últimos destellos de luz se me reveló la verdad: volvería a vivir innumerables veces, conocería a la misma joven, comería la misma flor y perecería, como ya había sucedido anteriormente, en incontables ocasiones».

El carácter cíclico de los fenómenos no excluye el azar. El azar es «como un bailarín cuyos pasos se acompasan con el gran concierto universal». Jünger habla de la inocencia del poder, utilizando el concepto de «désinvolture», aunque lo desliga de la voluntad. La désinvolture es un estado del alma que refleja esa serenidad inherente al dandi. La rueda de la Historia destroza la carne de los hombres, pero al espíritu le corresponde oponer su ligereza, su désinvolture. Es imposible leer El corazón aventurero sin advertir el aliento de la estética y la metafísica fascistas. La utilización de conceptos del pensamiento de Nietzsche, la fascinación por una naturaleza implacable, las metáforas bélicas que poetizan sobre el heroísmo y la muerte o la exaltación de ese desarrollo industrial, que siembra el paisaje de nuevos ingenios mecánicos, corroboran esa impresión. Jünger escribe con un estilo alegórico que en ocasiones produce saturación. Algunas imágenes son deslumbrantes; otras incurren en un esteticismo gratuito, donde se pone de manifiesto que una prosa puede llegar a hundirse en su propia inspiración. El fascismo no fue una patología del capitalismo, sino una interpretación de las relaciones entre naturaleza y cultura que pretendió liquidar la moral cristiana y la herencia ilustrada. Jünger es un bárbaro refinado, un soldado que lee la Ilíada en las trincheras poco antes de abatir al enemigo, sin conmoverse con el sufrimiento de sus víctimas. No me inspira ninguna simpatía, pero su literatura nos muestra que la ferocidad humana puede coexistir con la sensibilidad estética. En fin de cuentas, el hombre es un animal paradójico y nadie debería sorprenderse de que la crueldad y la belleza a veces se enreden en el mismo impulso.

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Ficha técnica

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