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El futuro de la energía

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En El fin de la infancia, Arthur C. Clarke imagina la llegada a nuestro planeta de una especie benigna de extraterrestres, los superseñores, cuyo propósito –todo un cambio de tercio con respecto a las tramas habituales de la ciencia ficción– no es otro que el de ayudar a la atribulada humanidad. El portavoz de los visitantes, Karellen, promete revelar a los humanos la apariencia de su especie al cabo de medio siglo.
Medio siglo. Si los superseñores nos visitaran hoy mismo, ¿podrían permitirse el lujo de aguardar cinco décadas antes de echarnos una mano? ¿O estarían obligados, por el contrario, a poner manos a la obra inmediatamente, antes de que dos de los problemas más graves que atormentan al incipiente siglo –el de la inminente escasez de combustibles fósiles y el del cambio climático– destruyan la civilización que han venido a salvar?

Sobre ambas cuestiones se han escritos miles de artículos y docenas de textos, defendiendo opiniones que varían entre los polos opuestos de quienes están convencidos del inevitable fin del mundo y quienes sostienen que lo apropiado es seguir manejando el negocio como de costumbre, dejando que el planeta y el sacrosanto mercado se las compongan solos. Lo cierto es que el problema es complejo y pocos autores disponen del bagaje (y la independencia) intelectual, amén del conocimiento interdisciplinar necesario, para abordarlo seriamente.

Entre ellos destaca Vaclav Smil. Nacido el 9 de diciembre de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, en la Checoslovaquia ocupada por los nazis, su patria chica no es otra que la famosa Pilsen, a la que muchos –él incluido– acreditan como la ciudad que ha dado al mundo su mejor cerveza. Por la época, Pilsen podía presumir, además, de ser una de las ciudades más industrializadas de Europa, donde se fabricaban desde calderas y turbogeneradores hasta cañones y vasijas de reactores nucleares.
Formado en la Universidad Carolingia de Praga, una de las más antiguas de Europa, Smil fue uno de los muchos jóvenes que escaparon a Estados Unidos mientras los tanques soviéticos pisoteaban las flores de la Primavera de Praga. Tras pasar por la Universidad de Penn State, recaló finalmente en Canadá, donde ocupa en la actualidad una cátedra en la Universidad de Manitoba. Entre sus aficiones destacan los idiomas (ruso, inglés, alemán, español, italiano, árabe, japonés, chino), el esquí de fondo, la ópera y la jardinería. Su propia autodefinición lo dice todo: «Conocedor de lo absurdo». Y alega, como justificación, la circunstancia de que Praga es también la ciudad natal de Kafka.

Su producción académica, tan prolífica como interdisciplinar, abarca una treintena larga de libros en un espectro que va desde la energía hasta la alimentación, pasando por la historia de los avances técnicos y la evolución científica y tecnológica de las civilizaciones. Desgraciadamente, tan sólo una mínima parte de ese impresionante corpus ha sido traducida al castellano.

Un buen punto de partida para empezar a recorrer su ingente obra es Energy in World History. Si la historia de la humanidad se caracteriza por una increíble riqueza de culturas, creencias y modos de vida, cuando Smil la examina desde el prisma energético aparece más bien como una sucesión monótona de pueblos frugales y esclavizados a la tierra. Los hombres de la Edad de Piedra se las componían con 10 giga-julios (GJ) por año y persona, o algo menos de siete mil kilocalorías, lo justo para comer dos veces al día y calentarse en un fuego común al llegar la noche. Diez mil años más tarde, la China de la dinastía Han –una sociedad agraria con regadío avanzado y útiles de hierro– todavía no llegaba a los 20 GJ. Pasaron otros catorce siglos hasta que esa cantidad se dobló en la Europa de principios del siglo XIV.
Cuarenta GJ por persona y año seguía sin ser demasiado. La mitad se iba en comida y calefacción y el resto se utilizaba para animar forjas y talleres, alimentar a los animales de tiro y facilitar los viajes, generalmente raros y cortos, entre núcleos de población vecinos. Y, sin embargo, cincuenta años antes de que se fundara la Universidad Carolingia (en 1348), álma mater de Smil, las grandes ciudades como Londres habían ya devastado los bosques de su entorno, la madera tenía que importarse de lugares cada vez más remotos y los pobres comenzaban a no tener con qué cocinar y calentarse.

Hacia 1300, Europa contaba con unos cien millones de habitantes y, en cierto modo, el albor del siglo recordaba el nuestro, al menos en lo que a la superpoblación y la escasez de recursos se refiere. Oímos a menudo voces que abogan por una reducción drástica de la población como única solución a los problemas que nos agobian. El siglo XIV fue testigo de esa solución que algunos consideran ineludible. En 1315, dos años consecutivos de mal tiempo dieron al traste con las cosechas y provocaron una hambruna que se extendió hasta 1317, matando a millones de personas. Otras dos grandes calamidades azotaron la época. La Guerra de los Cien Años y la peste negra. Entre 1348 y 1420, Alemania perdió el 40% de su población, mientras que la de Provenza se reducía a la mitad y la de algunas regiones como la Toscana a un 70%. De esta manera brutal se resolvió el problema del exceso de población y, con éste, el de la crisis energética.

Resulta difícil hacerse a la idea de lo que supuso, en términos de sufrimiento humano, semejante catástrofe. Para algunos autores, el siglo XIV marca el fin de la fe generalizada e incondicional en un Dios bondadoso y redentor, que no movió un dedo para salvar a una humanidad cuya existencia, durante más de cien años, sería tan frágil y carente de valor como la de las ratas que propagaban la implacable plaga. Y, sin embargo, la crisis energética repuntó de nuevo apenas un siglo y medio más tarde, otra interesante lección para los partidarios de las soluciones maltusianas. Si ahora tememos al calentamiento global, el siglo XVI tuvo que vérselas con inviernos largos y crudos, en una época denominada por los historiadores «la pequeña edad del hielo», en la que la temperatura media llegó a bajar un grado por debajo de la actual. El frío glacial y la recuperada densidad de población trajo consigo una renovada deforestación y el fantasma de otra catástrofe, que no llegó a ocurrir gracias al uso generalizado de un nuevo recurso, el carbón mineral, cuya explotación fue posible gracias a las nuevas chimeneas de ladrillo que permitían evacuar los humos contaminantes de su combustión.

El uso del carbón no fue una revolución inmediata. Durante casi tres siglos, los cambios fueron graduales, con el mineral sustituyendo poco a poco a la biomasa como combustible. Hacia 1784, James Watt inventa la máquina de vapor, que sería la clave para la revolución industrial un siglo más tarde. La energía disponible por persona en la Inglaterra de finales del XIX era de unos 100 GJ, más del doble que dos siglos atrás, aunque todavía un 50% menos de lo que consumimos hoy en día en España y la tercera parte del consumo estadounidense.

En 1847, el año del nacimiento de Thomas Alva Edison, las casas y calles de las ciudades se iluminaban con farolas de gas o lámparas de aceite, se araba a mano, o con la ayuda de una yunta de bueyes, se viajaba a pie, en caballo o en diligencia y los barcos de vapor acababan de superar en tonelaje a los de vela. El número de caballos en Estados Unidos excedía los veinte millones y el hombre seguía siendo, sobre todo, una bestia de carga. Tres lustros más tarde, en 1859, el (falso) coronel Drake inició una serie de perforaciones en Titusville, Pensilvania, que resultaron en la primera explotación industrial del petróleo. Apenas un siglo después, el hombre había llegado a la Luna.

Una de las claves para entender la época fabulosa que abarca las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX la encontramos en el impresionante tratado Creating the Twentieth Century: Technical Innovations of 1867-1914 and Their Lasting Impact. Vaclav Smil argumenta que se trata de una discontinuidad esencial en la historia de la humanidad, la transición de un mundo todavía primitivo y frugal a otro dominado por la ciencia y la tecnología y, a la vez, caracterizado por el consumo de cantidades ingentes de combustible fósil, abundante y barato: el carbón, que hizo posible la revolución industrial y más tarde la electrificación del mundo, y el petróleo, que supuso una revolución en el transporte sin precedentes en la historia. Entre ambos cae el gas natural, el más limpio y, quizás, el más versátil de los hidrocarburos.

Fue, en cierto modo, el final de la infancia, al menos en lo que al uso de la energía se refiere. Durante los diez milenios precedentes, las sucesivas civilizaciones se habían limitado a aprovechar, directa o indirectamente, la energía del sol, que hacía posible las magras cosechas y generaba los vientos que movían las aspas de los molinos de viento. Y de repente, en apenas tres generaciones, una parte considerable de la humanidad experimenta la más fabulosa y alocada adolescencia concebible.
En 1876, Nikolas Otto pone en marcha el motor de cuatro tiempos. En 1882, Edison arranca la legendaria planta eléctrica de Pearl Street, iluminando cincuenta y nueve residencias en Manhattan y dando el primer paso hacia una electrificación que se completaría en la mayor parte de Estados Unidos en tan sólo cinco décadas. Tesla inventa el motor eléctrico en 1887 y dos años después Parsons construye la primera turbina industrial en la que se basa el grueso de la generación eléctrica. En 1902, los esposos Curie aíslan un gramo de radio. En 1903, los hermanos Wright vuelan su famoso biplano. En 1905, Einstein publica tres épicos artículos que incluyen la explicación del efecto browniano, el efecto fotoeléctrico y la teoría especial de la relatividad. Por esa misma época, Picasso dibuja las suites de los saltimbanquis. En 1912, Rilke compone la primera elegía en el castillo de Duino. La década de los felices años veinte verá el Tractatus, el Ulysses, la penicilina y la producción masiva de automóviles Ford-T.

En apenas medio siglo –el breve intervalo que conceden los superseñores a la humanidad para que vayan acostumbrándose a su presencia antes de mostrar su rostro–, un tsunami sin precedentes arrasa por igual los laboratorios de los científicos, las buhardillas de los artistas y las fábricas de los industriales. Esa gran ola de progreso científico y técnico se extiende a lo largo del siglo XX, que añadirá a las maravillas del Novecento la energía nuclear, la electrónica, la informática y la biotecnología. En Europa, Estados Unidos, Japón y otros países ricos emerge una clase media que abarca la mayoría de la población, tiene acceso a todas esas maravillas técnicas y goza del derecho a la educación y los servicios sanitarios. La esperanza de vida aumenta en más de un 50% en menos de un siglo y con ella la alfabetización, los derechos laborales, la igualdad entre sexos y la calidad de vida. Smil analiza las luces y sombras de todos estos prodigios en otra de sus obras, Transforming the Twentieth Century. Technical Innovations and Their Consequences.

Todo ese desarrollo ha sido posible gracias a la disponibilidad de una cantidad inmensa de energía almacenada de forma concentrada, barata y fácil de usar en los combustibles fósiles. Es innegable que estamos abusando de ellos, como se abusa del alcohol en las inevitables juergas de la primera juventud. En el año 2007 engullimos seis mil millones de toneladas de carbón, tres mil millones de toneladas de gas natural y cuatro mil millones de toneladas de petróleo. Tras semejante borrachera, ¿qué clase de resaca nos aguarda?

¿Están contados nuestros días de licenciosa juventud? Una obsesión recurrente de las últimas décadas es el pánico a que el preciado oro negro se acabe. Este es el tema de numerosos libros recientes, algunos muy efectistas, como Se acabó la fiesta, de Richard Heinberg, cuya tesis central es que la progresiva disparidad entre la creciente demanda y la producción menguante se traducirá –y además a corto plazo– en una crisis mundial de consecuencias devastadoras.

Nada nuevo bajo el sol (ni siquiera el título de su libro The Party is Over en la versión inglesa, que toma «prestada» una famosa frase del filósofo Schumacher). Desde las crisis energéticas de los setenta han abundado los análisis pesimistas, más o menos rigurosos. El denominador común a todos ellos es la hipótesis de que la producción mundial de crudo –también de gas natural y eventualmente de carbón– sigue una campana de Gauss; esto es, crece al principio, llega hasta un máximo y, a partir de ahí, empieza a disminuir, al mismo ritmo que había crecido antes del máximo. Esta hipótesis se conoce como la «teoría del cenit del petróleo» o, más a menudo, como «teoría de Hubbert», en honor del geofísico norteamericano Marion King Hubbert (1903-1989), quien predijo correctamente, en 1956, que la producción global de petróleo en Estados Unidos alcanzaría su cenit entre finales de los años sesenta y principios de los setenta, empezando a declinar a partir de ese momento. La teoría de Hubbert sostiene que la producción mundial de petróleo seguirá la misma suerte y alguno de sus más firmes creyentes, entre ellos los destacados geofísicos Colin Campbell, Jean Laherrère y Kenneth Deffeyes, están convencidos de que el cenit es inminente.

El máximo de una campana de Gauss se alcanza justo en la mitad del área cubierta por la curva (al ser simétrica, la parte izquierda de la campana es idéntica a la derecha). El área total, a su vez, se corresponde con la cantidad de petróleo recuperable en el planeta. De acuerdo con los autores más pesimistas, ya hemos consumido casi la mitad del total, lo que implica que nos encontramos exactamente en el máximo de la campana.

¿Qué sucede entonces? Si el cenit se supera en una determinada región, como Estados Unidos, puede recurrirse a importar petróleo para compensar la creciente diferencia entre la demanda y la producción (eso es exactamente lo que está ocurriendo en Norteamérica). Pero ¿de dónde importamos el crudo cuando se alcanza el pico mundial del petróleo?

Heinberg no duda en informarnos de lo que nos espera: cada año que pase, la diferencia entre demanda y producción se acentuará. Los precios del petróleo se dispararán y, con ellos, la inflación. La creciente escasez afectará al transporte, lo que se traducirá en supermercados desabastecidos y colas enormes frente a las gasolineras. La escasez de crudo y su desigual distribución provocarán nuevas «guerras del petróleo» (de las que tenemos ya buenos ejemplos con las invasiones de Irak). Las ciudades, sin comida por el colapso del transporte, ni electricidad por la caída de las redes eléctricas, se transformarán en ratoneras. Los ricos se amurallarán en nuevos feudos, rodeados de vasallos, armas y los pocos bidones de gasolina restante. En resumen: Mad Max.

Más allá del efectismo oportunista, el tema de la escasez del petróleo y la inminencia o no de un cenit es apasionante, y Smil lo trata en profundidad en uno de sus trabajos más accesibles: Oil. A Beginner’s Guide. Un signo de la decadencia de nuestro triste mercado editorial es que un panfleto alarmista y pobremente escrito como Se acabó la fiesta se haya traducido al español, ignorándose a cambio el magnífico libro de un experto mundial que es, además, un excelente divulgador. En Oil, como en el resto de sus obras, Smil evita los efectismos y juicios extremos, que tanto venden hoy en día. Ni el profesor canadiense ni este autor están convencidos de que el cenit del petróleo sea inevitable, ni mucho menos inmediato.

La Edad de Piedra no terminó por falta de piedras y es bien posible que la de los combustibles fósiles termine antes de que éstos se agoten. Un escenario alternativo al del brusco cenit de petróleo seguido por una vertiginosa caída es una curva que ondula, a lo largo de una suave planicie durante décadas, extendiéndose hasta bien entrado el próximo siglo. Es cierto –es obvio– que el petróleo es finito, pero cuánto podemos extraer del planeta, a qué ritmo y a qué precio depende de una miríada de factores (avances técnicos, nuevos descubrimientos y la evolución del mercado) que no se describen, ni mucho menos, en términos de una simple campana de Gauss.

La Agencia Internacional de la Energía publica cada año un estudio sobre la energía en el mundo, llamado WEO (por sus siglas en inglés World Energy Outlook). El del año 2008 (http://www.worldenergyoutlook.org/2008.asp) contempla un escenario «de referencia», en el que el mundo, en el año 2030, continúa manejando el negocio como de costumbre. La producción de electricidad mundial sube de los casi 19.000 billones de kilovatios hora de 2007 (sesenta veces el consumo de España) a más de 33.000 en 2030. La mitad de la electricidad mundial se producirá todavía quemando carbón (la apabullante cantidad de quince mil billones de kilovatios hora, cincuenta veces el consumo anual de España) y las emisiones de CO2 asociadas pasarán de unos 30.000 millones de toneladas en 2007 a 41.000 millones de toneladas en 2030.

Esto nos lleva a la segunda y más seria de nuestras cuitas. Aun no siendo acuciante el problema de la escasez del petróleo y el gas natural (y ni siquiera los más pesimistas consideran que exista problema alguno de escasez con el carbón), el del cambio climático sí puede serlo. A poco que nos tomemos en serio las predicciones del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), si seguimos aumentando de manera exponencial la concentración de CO2, no transcurrirá demasiado tiempo (algunas décadas en los peores escenarios, uno o dos siglos en el mejor de los casos) antes de que el planeta nos pase una factura que puede hacer palidecer el desastre del siglo XIV en Europa.

Smil examina estas cuestiones en Energy at the Crossroads. Global Perspectives and Uncertainties, uno de sus libros más completos, ambiciosos y lúcidos. Los dos primeros capítulos están dedicados a situar el presente de nuestra civilización tecnológica, demostrando hasta qué punto se sustenta en un alto consumo energético. Sigue una magnífica discusión en la que se ilustra la futilidad de las predicciones energéticas, económicas y técnicas, a medio o largo plazo, a las que tan aficionados somos (no tiene desperdicio, en particular, su análisis del rosario de fallidas profecías relacionadas con el cenit del petróleo). La última parte trata del futuro o, más bien, de los posibles futuros. Como este autor, Smil desconfía de los oráculos y trata el tiempo por venir como un continente inexplorado.

¿Es posible imaginar un porvenir en el que nueve mil o diez mil millones de personas vivan decentemente sin agotar los recursos naturales del planeta o envenenar su biosfera? Fiel a su estilo, Smil rehúsa reconfortarnos con fáciles promesas, a la vez que se abstiene de predicar el fin del mundo. Cierto es que, si uno se limita a revisar superficialmente las alternativas, el panorama no es risueño. Smil trata, en primer lugar, la solución más obvia: ¿es posible, simplemente, reducir el consumo energético, vivir con la mitad, o una tercera parte de la energía que devoramos hoy día? Para ello comienza examinando las posibilidades de usar la energía de manera más eficiente. Paradójicamente (Smil es un maestro en revelar las paradojas de nuestra contradictoria naturaleza), a la vez que sugiere la factibilidad de aumentar la eficiencia de casi todas las conversiones energéticas –con prácticas a menudo sencillas, que van desde favorecer las bombillas halógenas hasta conducir coches híbridos–, demuestra que una mayor eficiencia rara vez se traduce en una disminución absoluta del consumo, sino más bien lo contrario. Para convencernos, basta con examinar el mercado del automóvil: los motores de 2010, muy superiores a los de 1970, consumen casi un 50% menos por kilómetro recorrido. Pero esa ganancia se ve eclipsada por el hecho de que hoy en día se fabrican muchos más coches que, además, recorren muchos más kilómetros que antaño. Encontramos similares ejemplos en la calefacción y la iluminación urbana, la producción industrial y un largo etcétera.

La solución, pues, no pasaría por una mayor eficiencia sino por la autolimitación. Vivir con menos, con el mínimo suficiente para llevar una vida confortable y digna. Smil, de hecho, no duda en sugerir que ese mínimo puede encontrarse entorno a los 70 u 80 GJ por persona y año, más o menos el consumo energético per cápita en Argentina, la mitad de España y menos de la cuarta parte del consumo en Estados Unidos. Para ello, recurre a una batería de gráficos donde se muestran, en función de la energía disponible por persona, diversos índices de desarrollo humano, que van desde el nivel de alfabetización hasta la esperanza de vida. Las curvas son espectaculares. Cuando la cantidad de energía anual disponible por cabeza baja de unos 50 GJ, todos esos indicadores se van a pique. Cuando aumentan por encima de unos 100 GJ, la mejora es apenas sensible. O en otras palabras: los argentinos (unos 80 GJ por persona y año) no viven menos ni están menos educados ni comen peor que los españoles (150 GJ), los franceses (180 GJ) o los norteamericanos (alrededor de 300 GJ).

Pero, por otra parte, cuatro mil millones de personas se las componen con mucho menos de ese famoso mínimo y de hecho existen multitud de países (Bangladesh, por ejemplo, o toda el África subsahariana) donde se malvive con menos de 20 GJ, apenas por encima del nivel de la Edad de Piedra. Un Gedankenexperiment que asignara a cada habitante del planeta unos 80 GJ concluiría rápidamente que el mundo necesita más energía, ya que el ahorro de los países ricos, incluso si eso fuera posible (Smil, razonablemente, alberga sus dudas de que el español medio se resigne a pasar con la mitad del consumo actual, o el norteamericano con la cuarta parte), no compensaría el necesario aumento (a poco que nuestro experimento mental defienda la justicia) de los países pobres.

Tras examinar las posibilidades (y limitaciones) del ahorro energético, la lupa de Smil se centra en las energías renovables que encuentra tan atractivas, y todavía tan inmaduras, como el que suscribe. Sin dudar de que su aportación a la balanza energética irá aumentando a lo largo del siglo, esperar milagros en ese frente es pueril. Los recursos hidráulicos (la única energía renovable verdaderamente madura) son limitados y están muy explotados en la mayor parte del mundo. La conversión fotovoltaica aún está lejos de la eficiencia y el precio necesario para ser una opción realista. La energía eólica, prometedora como es, tiene que vérsela con el problema de la intermitencia y la transmisión de potencia. La eficiencia de conversión eólica es del orden del 20% o, lo que es lo mismo, hacen falta cinco aerogeneradores para obtener la electricidad que daría uno solo si el viento soplara a la velocidad apropiada las veinticuatro horas del día. Sustituir una central térmica (nuclear o de carbón) requiere de dos mil a tres mil molinos. Si pretendiéramos sustituir todas las centrales de carbón del planeta harían falta unos cuarenta y dos millones de torres eólicas. Y, aun así, habría que enfrentarse a la situación en la que una ciudad –o una región entera– requiere electricidad cuando el recurso no está disponible (en las noches frías y calmadas de invierno, no hay luz para las placas solares ni viento que mueva los turbogeneradores).

La implicación es que no es posible basar la red eléctrica exclusivamente en energías renovables, al menos mientras no se disponga de un método eficiente de almacenar dicha energía, como podría ser la famosa y aún lejana economía del hidrógeno. Análogamente, la eficiencia energética puede contribuir de manera significativa a aliviar el problema, pero –ni mucho menos– puede resolverlo. La situación se complica si tenemos en cuenta que el aumento de la producción eléctrica en el próximo medio siglo se va a dar sobre todo en las economías emergentes, como China e India, mucho más proclives a echar mano del recurso más barato disponible –el carbón– que a gastar sumas ingentes en otras energías más limpias y caras.

Finalmente, Smil revisa los futuros de la energía nuclear. Como no podía ser menos, el profesor canadiense conoce a fondo los problemas que han plagado el desarrollo de esta fuente de electricidad y que han sido responsables de su declive en las últimas décadas del siglo pasado. Entre ellos hay que citar el doble pecado original que la relaciona con las aplicaciones bélicas. De un lado, la tecnología de los reactores se desarrolló de manera precipitada, derivándola de la que se aplicaba a los submarinos nucleares, sin contar con la enorme complejidad que suponía la extrapolación a la producción masiva de potencia. Del otro, el espectro de la radiactividad, herencia de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y acentuado por décadas de pruebas nucleares a cielo abierto y el accidente de Chernóbil, sigue persiguiéndola, como un insufrible cobrador del frac, empeñado en cobrar intereses que nunca acaban de amortizarse.

El rechazo a lo nuclear ha contado con numerosos paladines en las últimas décadas y ha sido, por desgracia, uno de los caballos de batalla del movimiento ecologista. Buena parte de los alegatos en su contra se hacen eco del miedo irracional a la radiactividad y sus supuestas consecuencias nefastas, ignorando datos disponibles públicamente, como los informes de la Organización Mundial de la Salud sobre el accidente de Chernóbil (donde se cuantifica el número de víctimas –menos de cien entre directas e indirectas– y los efectos médicos sobre la población civil de la zona, mucho menos graves de lo que suele suponerse) o los estudios del comité UNSCEAR de la ONU, donde se demuestra, por ejemplo, que el nivel de radiactividad en la vecindad de una central atómica no es superior al de la radiación natural, o que las dosis recibidas por los trabajadores de la industria nuclear son, en general, inferiores a las que recibe la tripulación de un vuelo transatlántico.

Aunque ese miedo roza el absurdo kafkiano que Smil tan bien conoce, es un hecho innegable que una condición sine qua non para un resurgimiento de la energía nuclear es su aceptación por parte del público. Esto, a su vez, requiere centrales aún más seguras que las actuales. A pesar de que el único accidente serio de la historia de la energía nuclear civil fue el de Chernóbil (y a pesar de que las características de ese reactor semimilitar y sin cúpula de protección no tenían nada que ver con los reactores actuales, muchísimo más seguros), es innegable que su repercusión negativa sigue sintiéndose más de un cuarto de siglo después de que ocurriera. Un futuro que incluya la energía atómica no puede permitirse otra catástrofe semejante, como tampoco puede darse el lujo de cometer los errores de planificación y financieros que prácticamente arruinaron la industria en las décadas de los setenta y los ochenta. También sería necesario resolver políticamente el problema de los residuos (la solución tecnológica existe desde hace décadas) y el no menos político problema de la proliferación nuclear.

Para algunos, la tarea es tan formidable que no merece la pena ni siquiera intentarlo (véase, por ejemplo, El espejismo nuclear, de Marcel Coderch), aunque esas mismas personas, a menudo, no pestañean frente a opciones harto más irrealistas como las centrales de carbón con captura de CO2, los sistemas cien por cien renovables o las soluciones maltusianas que predican una contracción de la población. Para otros, entre los que me cuento –defiendo esas opiniones en un libro de reciente aparición, El ecologista nuclear–, los potenciales beneficios superan con creces el esfuerzo necesario para resolver los problemas. La energía nuclear no emite CO2 ni ninguno de la miríada de contaminantes asociados al carbón y no me cabe duda de que disponemos de la capacidad técnica (y, desde luego, del combustible, ya que al abundante uranio hay que añadir el aún más abundante torio) como para que esta alternativa contribuya de manera notable a mitigar el formidable problema del cambio climático.

Ahorro, renovables, nuclear: ¿existe un fórmula mágica para escapar del aprieto en que nos encontramos? Vaclav Smil deja la cuestión abierta. Ya he dicho que desconfía de las profecías, y más tratándose de una especie tan ingeniosa y estúpida, tan inconsciente y previsora, tan generosa y zafia, tan insensata y genial como la nuestra. Puede que todo se resuma a preguntarse si conseguiremos crecer a tiempo.

Crecer significa madurar. Y una característica de esa madurez sería abandonar los antagonismos (nuclear y renovables), la fe en las fórmulas mágicas, sean éstas de naturaleza técnica (hidrógeno, fusión) o social (la receta incruenta que permita reducir la población del mundo a la mitad), y la demagogia de uno y otro signo que a menudo no hace sino encubrir intereses creados. No cabe duda de que la solución, si es que la hay, requerirá utilizar todas nuestras balas de plata. Es posible también que no haya solución. Smil no excluye un final trágico para nuestra civilización e incluso para nuestra especie, pero –y también en eso coincido con él– no pierde la esperanza. Puede que el final de nuestra infancia venga marcado por cambios sociales, descubrimientos científicos o avances tecnológicos que no podemos ni siquiera imaginar hoy en día: ¿quién hubiera predicho la electricidad en 1800, la energía nuclear en 1920, Google en 1980?

Cincuenta años después de su llegada, los superseñores se revelan físicamente a la humanidad. Su aspecto es el de la tradicional imagen de los diablos, con alas, cuernos y colas. También en la novela de Clarke la salvación tiene un aspecto inesperado. Lucifer en persona, descrito en todas las leyendas de la humanidad, regresando al hogar para ayudarnos, como acaso siempre fue su propósito.

 


BIBLIOGRAFÍA

•  Arthur C. Clarke: El fin de la infancia, trad, de Luis Domenech, Barcelona, Minotauro, 2008.
•  Vaclav Smil: Energy in World History, Boulder, Westview Press, 1994.
•  Vaclav Smil: Creating the Twentieth Century: Technical Innovations of 1867-1914 and Their Lasting Impact, Nueva York, Oxford University Press, 2005.
•  Vaclav Smil: Energy at the Crossroads. Global Perspectives and Uncertainties, Cambridge, The MIT Press, 2005.
•  Vaclav Smil: Transforming the Twentieth Century. Technical Innovations and Their Consequences, Nueva York, Oxford University Press, 2006.
•  Vaclav Smil: Oil. A Beginner's Guide, Oxford, Onewordl, 2008.
•  Richard Heinberg: Se acabó la fiesta, trad. de Ana Cuervo Arango, Benasque, Barrabés, 2006.
•  Kenneth Deffeyes: Hubbert’s Peak: The Impending World Oil Shortage, Princeton, Princeton University Press, 2003.
•  Marcel Coderch: El espejismo nuclear, por qué la energía nuclear no es la solución, sino parte del problema, Barcelona, Los Libros del Lince, 2008.
•  Juan José Gómez Cadenas: El ecologista nuclear, Madrid, Espasa, 2009.
•  Manuel Lozano Leyva: Nuclares, ¿por qué no? Cómo afrontar el futuro de la energía, Barcelona, Debate, 2009.

 

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