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Entra en vigor el nuevo etiquetado de los alimentos

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Tras un período de adaptación de cinco años, acaba de entrar en pleno vigor el Reglamento europeo 1169/2011 del Parlamento y el Consejo de la Unión Europea, que regula el etiquetado nutricional armonizado de los alimentos. Se trata de un contundente documento de cuarenta y seis páginas que consolida varias disposiciones previas y establece un sistema de información para los consumidores que es de obligada aplicación en todos los países de la Unión Europea. Me apresuro a añadir que, para que esta norma surta los efectos deseados, resulta imprescindible que se cumplan dos circunstancias cuya ocurrencia es más azarosa: la voluntad por parte del consumidor de leer lo que la etiqueta dice y la capacidad de éste para entender lo que dice y poder sacar las conclusiones pertinentes.

El preámbulo del Reglamento recuerda que, para lograr un alto nivel de protección de la salud de los consumidores y garantizar sus derechos, debe insistirse en que los consumidores estén debidamente informados respecto a los alimentos que consumen. Para ello, sus etiquetas deben incluir unos cuadros de información relativa al contenido calórico por cada ración de 100 gramos o de 100 mililitros, junto a los contenidos en determinados nutrientes del alimento y su contribución adecuada a una dieta media diaria de dos mil kilocalorías Que esta información deba estar obligatoriamente a un tamaño de letra legible (de al menos 1,2 mm de altura) es una innovación bienvenida.

La presentación obligatoria de información nutricional en el envase es, sin embargo, sólo un elemento de lo que debe ser una campaña integrada para la educación del público en materia alimentaria, campaña que debe implementarse desde la más tierna infancia e involucrar al sistema escolar. Esto es urgente si se tiene en cuenta la agresiva «epidemia» de obesidad infantil que amenaza con apearnos del lugar privilegiado que nuestro país ocupa entre los más longevos del mundo.

Cuando a diario voy a comprar el pan, a menudo coincido en el supermercado con los alumnos de un colegio próximo que a la hora del recreo se abastecen de la más variada bollería industrial, un tipo de alimento cuya presencia en la dieta debería ser estrictamente tasada, dado su alto contenido de grasa saturada, un componente que es el principal promotor de los altos niveles de colesterol en plasma. Si estos estudiantes leyeran la etiqueta, que no veo que lo hagan, comprobarían que hasta ahora no sólo no se consignaba en ella dicho contenido, sino que se enmascaraba bajo el engañoso concepto de «grasas vegetales» que gran parte del público asocia a grasas insaturadas, cuando en realidad las usadas en bollería (por ejemplo, aceite de palma o de coco) son las grasas más saturadas (vegetales o animales) que se conocen. A partir de ahora será obligatorio consignar en la etiqueta el contenido en grasas saturadas de cada alimento.

No cabe duda de que la nueva normativa supone un paso adelante, pero es necesario señalar que adolece de ciertas omisiones u olvidos cuya justificación no resulta evidente, por mucho que se amparen bajo una razón tan vaga como la siguiente: «A fin de evitar cargas innecesarias para los operadores de empresas alimentarias, conviene eximir de la obligatoriedad de facilitar información nutricional a determinadas categorías de alimentos no transformados, o en los que la información nutricional no sea un factor determinante para la decisión de compra del consumidor». A nuestro parecer, esta coartada no debería ser utilizada en regulaciones con impacto sobre la salud.

Un ejemplo de estas omisiones se refiere al alcohol, pues se permite en el etiquetado de bebidas que lo contengan en proporción mayor del 1,2% que sólo figure el contenido en alcohol, pero no su valor calórico. Sin embargo, un simple tercio de litro de cerveza puede suponer entre 100 y 237 kilocalorías, algo de lo que el consumidor debe ser, sin duda, informado.

Igualmente notorio es que no haya obligación de consignar el contenido en ácidos grasos «trans» en las grasas hidrogenadas, tales como la margarina. No es necesario explicar en qué consisten este tipo de ácidos grasos; baste decir que se producen durante la hidrogenación industrial y que tienen efectos adversos sobre la salud cardiovascular, por lo que su empleo está restringido o sujeto a etiquetado desde hace varios años en Estados Unidos y Canadá. Mientras tanto, en la Unión Europea son frecuentes las declaraciones en que se tacha a las regulaciones trasatlánticas como menos rigurosas que las europeas, lo que no es cierto en este y en otros casos.

De hecho, en la omisión a que acabamos de hacer, la Unión Europea se contradice con sus criterios declarados. Así, en las Conclusiones del Consejo de 6 de diciembre de 2007 sobre el Libro Blanco de la Comisión, «Estrategia europea sobre problemas de salud relacionados con la alimentación, el sobrepeso y la obesidad», pide a los Estados miembros que apoyen actividades tendentes a la reformulación de alimentos para reducir el nivel de sal, grasas saturadas, ácidos grasos trans, azúcar añadido y densidad calórica, habida cuenta del papel que esos elementos desempeñan en la aparición de enfermedades no transmisibles, problemas de sobrepeso y obesidad. ¿No es hora ya de pedir un mejor etiquetado en la Unión Europea, tan celosa de incluir en la etiqueta otros datos que no influyen en la seguridad de los productos alimentarios?

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Ficha técnica

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