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Muerte a la guerra

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El War Requiem de Benjamin Britten es, en muchos sentidos, una obra única. Lo es porque nunca hasta entonces se había compuesto en la historia de la música occidental una misa de difuntos a un tiempo colectiva y simbólica. Y porque también era la primera vez que un compositor mezclaba los textos seculares latinos de las diferentes secciones del Propio de la Missa pro defunctis con poemas modernos y escritos en lengua vernácula (en este caso, en inglés). Esto es justamente lo que decidió hacer Britten cuando recibió en 1958 un encargo que le permitiría ajustar cuentas con su país y con su propio pasado, además de, como harían luego tantos otros emocionados oyentes de la música que habría de componer, llorar a sus muertos. La partitura del War Requiem nos recuerda que fue escrito nominalmente «en cariñoso recuerdo» de cuatro amigos del compositor: Roger Burney, Piers Dunkerley, David Gill y Michael Halliday. Los tres primeros murieron en acciones de combate durante la Segunda Guerra Mundial. El último, un soldado profesional, se suicidó en 1959 pero, a los ojos de Britten, era una víctima más de la contienda. Pero ellos son sólo la punta de una inmensa lanza: el War Requiem es una obra en memoria de todos los muertos de todas las guerras de todos los tiempos.

La Segunda Guerra Mundial no sólo arrebató a Britten amigos de la infancia o su primera juventud, sino que también lo puso en una situación más que incómoda con respecto a sus compatriotas. Pocos meses antes del estallido del conflicto, decidió viajar a Estados Unidos con quien poco después se convertiría en su amante y en su pareja hasta su muerte en 1976: el tenor Peter Pears. Ya iniciadas las hostilidades, al tiempo que empezaban a difundirse las primeras obras importantes del compositor, muchos británicos se preguntaron dónde estaba Britten. Algunos, como Ernest Newman, salieron en defensa de su talento y decidieron librar en solitario lo que él mismo calificó de «la batalla de Britten». Pero dejó en bandeja que las voces más críticas volvieron a alzarse para replicar que el lugar del compositor no era un apacible exilio en Estados Unidos, sino su país, que había sido objeto en 1940 de una despiadada serie de ataques aéreos por parte de la aviación alemana, un episodio de destrucción y furia ilimitadas que fue bautizado como «la batalla de Gran Bretaña». Cuando se pronuncian en sus versiones originales en inglés, «the battle of Britten» y «the battle of Britain» se convierten en una misma cosa.

Britten volvió a pisar suelo británico el 17 de abril de 1942, pero seguía firmemente decidido a no empuñar un arma ni participar en la guerra en modo alguno. El 4 de mayo se presentó ante un tribunal a fin de que lo declarara formalmente objetor de conciencia y el texto que entonces leyó Britten no podía ser más revelador de sus sentimientos y convicciones:  «Dado que creo que en toda persona alienta el espíritu de Dios, no puedo destruir, y siento que mi obligación consiste en evitar ayudar a destruir vidas humanas en la medida de mis capacidades, por fuerte que pueda ser mi desacuerdo con las acciones o las ideas de una persona. Toda mi vida ha estado dedicada a actos de creación (mi profesión es la de compositor) y no puedo participar en actos de destrucción. Además, pienso que la actitud fascista ante la vida puede vencerse únicamente por medio de la resistencia pasiva. Si Hitler estuviera aquí en el poder o este país tuviera una forma de gobierno similar, sentiría que mi obligación era oponerme a este régimen de todas las formas no violentas posibles y por medio de una absoluta no cooperación. Creo sinceramente que como mejor puedo ayudar a los demás seres humanos es prosiguiendo con el trabajo para el que estoy mejor cualificado dada la naturaleza de mis capacidades y mi formación, esto es, la creación o propagación de música. Tengo posibilidades de escribir música para los documentales del M[inisterio] D[e] I[nformación] y para producciones de la B.B.C., y estoy ofreciendo mis servicios al Comité para el Fomento de la Música y el Arte. No obstante, me encuentro preparado, aunque me siento completamente inadecuado por naturaleza y formación, para llevar a cabo otras labores civiles constructivas, siempre y cuando no se encuentren conectadas con ninguna de las fuerzas armadas»«Since I believe that there is in every man the spirit of God, I cannot destroy, and feel it my duty to avoid helping to destroy as far as I am able, human life, however strongly I may disapprove of the individual's actions or thoughts. The whole of my life has been devoted to acts of creation (being by profession a composer) and I cannot take part in acts of destruction. Moreover, I feel that the fascist attitude to life can only be overcome by passive resistance. I believe sincerely that I can help my fellow human beings best by continuing the work I am most qualified to do by the nature of my gifts and training, ie the creation or propagation of music. I have possibilities of writing music for M[inistry] O[f] I[nformation] films, and for B.B.C. productions, and am offering my services to the Committee for the Encouragement of Music and Art. I am however prepared, but feel completely unsuited by nature & training, to undertake other constructive civilian work provided that it is not connected with any of the armed forces».. El War Requiem acabaría por convertirse en la mayor creación jamás compuesta contra la destrucción.

El mencionado encargo debió de conectar a su vez en la mente del compositor inglés aquellas dos batallas tristemente homófonas, ya que el destino inicial de la obra era la nueva Catedral de Coventry, una ciudad objeto de un bombardeo aniquilador el 14 de noviembre de 1940, en los estertores de «the battle of Britain», que dejó la vieja catedral gótica reducida a escombros. La nueva composición del que ya era para entonces el compositor británico más prestigioso habría de interpretarse en la solemne ceremonia de consagración de la nueva catedral, construida no sobre el solar en el que aún quedaron en pie unas cuantas piedras del viejo e imponente edificio, sino justo a su lado, lo que mostraría a sus visitantes la convivencia de las ruinas del pasado y el templo del futuro: destrucción y construcción casi de la mano. Pero, trece años después del final de la Segunda Guerra Mundial, el autor de Peter Grimes veía también la posibilidad de cerrar de una vez por todas «the battle of Britten». Después de la obra que pensaba componer, nadie osaría nunca más reprocharle ni el tiempo pasado en Estados Unidos durante los tres primeros años de la guerra ni su fervor pacifista.

Inspirado quizá por esa metafórica convivencia de pasado y presente entre la vieja catedral derruida y la nueva catedral erigida, que sería solemnemente consagrada con su música, Britten decidió valerse no sólo de los textos latinos de la Missa pro defunctis (utilizados por decenas de compositores desde el Renacimiento), sino también de los poemas de su compatriota Wilfred Owen, que murió a los veinticinco años en una acción bélica en apariencia irrelevante tan solo una semana antes de que se firmara, por fin, a las once horas del undécimo día del undécimo mes de 1918 el Armisticio que acabó con la interminable pesadilla de la Primera Guerra Mundial. Owen dejaba tras de sí un puñado de poemas inéditos, casi todos escritos en la primera línea del frente y, en su inmensa mayoría, relacionados con las atrocidades que vivió y contempló durante su participación (voluntaria: él no fue de entrada ningún pacifista, aunque iría atenuando su entusiasmo bélico y abrazando posiciones mucho más críticas hacia la gestión y el desarrollo del conflicto) en la Gran Guerra. Britten seleccionó nueve de ellos y, convenientemente cortados y ordenados, los insertó magistralmente entre los textos latinos, lo que infundió al conjunto una poderosa sensación de intemporalidad. La decisión de valerse de los poemas de Owen no sólo aunaba de golpe las dos grandes tragedias del siglo XX, sino que convertía el War Requiem en un réquiem por todas las guerras: pasadas, presentes (el estreno el 30 de mayo de 1962 coincidió con los peores momentos de la Guerra Fría, cinco meses antes de la crisis de los misiles en Cuba) y futuras. Todos los aniversarios de la Primera Guerra Mundial han suscitado interpretaciones del War Requiem en infinidad de países, lo que la convierte muy probablemente en la obra musical más interpretada de la segunda mitad del siglo XX. Y cuando apareció la grabación discográfica, dirigida por el propio Britten, con una impactante portada completamente negra y una sobria grafía blanca para su título, su compositor y sus intérpretes, vendió la insólita cantidad de doscientas mil copias en los primeros meses de 1963. En muchos hogares se convirtió en la manera mejor y más emocionante de recordar a los muertos caídos en ambas guerras. Y no hay más que viajar por Francia o Inglaterra para constatar, en los monumentos conmemorativos en memoria de los caídos en una y otra contienda que se erigieron en cada pequeño pueblo, que no hubo familia que quedara indemne del reguero de sangre, barbarie y destrucción que dejaron a su paso (y, en proporción, aún más la primera que la segunda).

El estreno en Madrid de la última ópera de Britten, Death in Venice, se vio complementado poco después del estreno por un memorable concierto protagonizado por el tenor Ian Bostridge en el que, a través de los cinco Canticles y del Nocturne, pudo repasarse no sólo toda la trayectoria creativa de Britten, sino también, y sobre todo, su profunda afinidad hacia la poesía y su inagotable talento para ponerle música de maneras siempre diferentes y siempre reveladoras. Uno de los poemas de aquel Nocturne, «The kind ghosts», lo firmaba precisamente Wilfred Owen, que muy poco después brindaría en exclusiva, y de nuevo post mortem, la sustancia poética del War Requiem. Su interpretación ahora en Madrid no guarda relación con efeméride alguna (el centenario del inicio de la Gran Guerra se conmemoró el año pasado, y la siguiente y previsible avalancha de interpretaciones del War Requiem se producirá en 2018), sino que es un apéndice más de aquellas representaciones de Death in Venice, lo que nos ha permitido en apenas unos meses completar nuestra visión del compositor inglés con ocho obras raramente interpretadas entre nosotros. Este tipo de planteamientos conjuntos (en el momento de escribir estas líneas, el Ballet de Hamburgo interpreta también en el teatro de la Plaza de Oriente Muerte en Venecia, el ballet de John Neumeier basado en el relato de Thomas Mann) son los que engrandecen y dan sentido a una programación cultural que quiera huir de los fogonazos aislados y el relumbrón de los oropeles.

Como Pablo Heras-Casado se encontraba en Madrid dirigiendo el estreno de la ópera El público, él fue el elegido para dirigir, por primera vez en el Teatro Real, el War Requiem. Es uno de los directores de moda, con una abultadísima agenda internacional y famoso por su versatilidad: lo mismo dirige polifonía renacentista que obras de Pierre Boulez, afronta con idéntico entusiasmo la recuperación del repertorio barroco aún desconocido y el gran repertorio romántico, o es requerido tanto por grandes orquestas sinfónicas tradicionales como por conjuntos de instrumentos originales especializados en la interpretación del repertorio barroco, clásico o del primer Romanticismo con criterios históricos. Aquí tenía ante sí un reto formidable, porque Britten estratificó su War Requiem en tres niveles: por un lado, un coro y una orquesta sinfónica de grandes dimensiones; por otro, un pequeño coro infantil (la partitura se refiere específicamente a «niños» [boys], pero aquí se confió a los Pequeños Cantores de la JORCAM, una agrupación mixta) acompañado de órgano; y, por último, tres solistas vocales, de los que la soprano canta siempre en latín con el coro y la orquesta, mientras que el tenor y el barítono (responsables de dar vida a los poemas de Owen) lo hacen con un pequeño grupo de cámara desgajado en todo momento de aquella. La mayor parte del escenario del Teatro Real lo ocuparon el coro y la orquesta, dejando libre una pequeña zona a la derecha en la que se situaron los dos cantantes y los doce instrumentistas que los acompañaban (que tocaron admirablemente sus nada fáciles partes). El coro infantil y un pequeño órgano positivo se colocaron en el palco real, lo que dio a sus intervenciones una cierta impronta celestial.

La grabación ya mencionada de Britten constituye un documento insoslayable en todos los sentidos: no sólo porque nos ofrece un testimonio muy cercano en el tiempo al estreno (las sesiones se celebraron en el Kingsway Hall de Londres en enero de 1963) de la imagen sonora que tenía el compositor de su propia obra, sino porque en ella participan los tres solistas vocales que él quiso específicamente para el estreno: la soprano Galina Vishnévskaia, el tenor Peter Pears y el barítono Dietrich Fischer-Dieskau. La elección no fue casual, ya que ambos representaban a los tres países que más bajas y más sufrimiento habían acumulado durante la Segunda Guerra Mundial: la Unión Soviética, Gran Bretaña y Alemania. Pero –ya se ha apuntado– en la época del estreno soplaban ya con fuerza los vientos de la Guerra Fría y las autoridades soviéticas se negaron a que Vishnévskaia cantara en lo que ellos consideraban una «obra política» al lado de un cantante alemán que, para más inri, había participado directamente en la guerra como soldado (un jovencísimo soldado, ya que Fischer-Dieskau había nacido en 1925). Vishnévskaia fue sustituida por Heather Harper, norirlandesa, pero, gracias al tacto y la diplomacia de Britten, meses después si se le permitiría cantar su parte en la grabación, en la que por fin quedaría plasmada esa carga simbólica trinacional que buscaba el compositor. Y el productor del disco, el legendario John Culshaw, tuvo la genial intuición de grabar también buena parte de los ensayos, lo que nos permite ahora escuchar las instrucciones de Britten a sus músicos y sus comentarios detallados –y siempre atinados y ocurrentes– para la interpretación de muchos de los pasajes de la obra (especialmente el Requiem aeternam inicial y el Libera me final), traductora rusa incluida para hacerse entender con Vishnévskaia.

Es difícil saber si Heras-Casado conoce el registro sonoro de aquellos ensayos, que constituyen casi una lección magistral que ningún director que se enfrente a esta partitura debería ignorar. Lo visto y escuchado permitía colegir que la obra no se había ensayado probablemente todo lo que debiera y que estaba aún demasiado prendida con alfileres (algunas pausas entre subsecciones fueron excesivas y en el final del Offertorium se percibieron pequeños desajustes). Pero el director granadino, pese a su juventud, es ya un concertador de gran experiencia y consiguió sacar adelante la obra –empresa nada fácil– sin contratiempos notorios (al menos en el concierto del día 14), aunque a costa quizá de ofrecer una lectura demasiado neutra, en exceso contenida y con pocos detalles personales. El principio fue magnífico y marcó una tendencia que no haría más que confirmarse en el curso de la tarde: que los pasajes más íntimos y delicados iban a sonar mucho mejor y más equilibrados que los más desaforados (como el Dies irae y su posterior reaparición parcial en el Libera me). En estos últimos, el coro no sonó casi nunca con la potencia y el empaque necesarios, a pesar de que, al fondo del escenario, podían verse a decenas de cantantes. Esta disparidad entre lo que se veía y lo que se oía recordó de alguna manera a lo que sucedió, en este mismo escenario, en la versión de concierto de la ópera Moses und Aron de Arnold Schönberg, cuando otro coro de tamaño hercúleo tampoco tuvo la presencia sonora que hubiera cabido imaginar. En este War Requiem se ha decidido que unieran sus fuerzas el Coro Titular del Teatro Real y el Coro de la Comunidad de Madrid, y estos híbridos raramente funcionan, o sólo lo hacen cuando se ha ensayado largamente y a conciencia. Mucho mejor fue la participación del coro infantil, sobre todo al comienzo del Offertorium, si bien es justo decir que, salvo ocasionales acordes (casi siempre quintas y octavas, excepción hecha de la séptima y la novena aisladas del final de su última intervención en el Libera me, sobre las palabras «luceat eis»), cantan siempre al unísono y con la referencia constante del órgano muy cerca de ellos.

En los solistas, decepcionó Susan Gritton, quizá porque no tuvo uno solo de esos arranques de canto racial que eran tan característicos de Vishnévskaia y que tan bien cuadran a la escritura para soprano de Britten en esta obra (pensada específicamente para ella). Gritton cantó sin gran implicación emocional, con una muy pobre dicción latina y sin cargar las tintas en el Lacrimosa, que puede redoblar con mucho su potencia dramática cada vez que irrumpe la soprano con sus exclamaciones si estas logran clavarse como puñaladas en medio del tejido instrumental y coral. John Mark Ainsley es, en cambio, el tenor soñado para esta obra: dicción impecable, agudos fáciles, perfecta construcción de las frases, regulación muy meditada de la carga dramática y expresiva de cada una de sus intervenciones, encarnación emocionada de las personas poéticas de Owen. Para él sólo caben los parabienes y muy especialmente para su estremecedora manera de cantar los versos en «At the Calvary near the Ancre», el poema de Owen que Britten intercaló entre la estructura tripartita del Agnus Dei. Jacques Imbrailo cantó sin ningún tipo de impostación, como si estuviera recitándonos los poemas al oído a cada uno de nosotros, pero no logró hacernos olvidar a Dietrich Fischer-Dieskau (una empresa casi imposible: quien más se ha acercado a la proeza es su compatriota Christian Gerhaher), a quien esta obra le tocaba tan de cerca, y lo sumía en una emoción tan profunda, que el día del estreno se mostraba incapaz de ir a saludar después de cantar los sobrecogedores versos finales de «Strange Meeting».

El poema de Owen que Britten eligió como el clímax emocional de su obra relata un encuentro, bajo tierra, de dos soldados muertos –uno británico, el otro un combatiente alemán al que él mismo acaba de matar– que es al tiempo una liberación de la muerte y un canto a la fraternidad universal: no más guerras, no más enemigos, no más sangre. La manera en que Britten enlaza el poema con la antífona medieval In paradisum, parte de la Missa pro defunctis («Que los ángeles te conduzcan al Paraíso; / que a tu llegada te reciban los Mártires / y te guíen a la ciudad santa de Jerusalén. / Que el Coro de Ángeles te reciba, / y con Lázaro, pobre en otro tiempo, / tengas el descanso eterno»«In paradisum deducant te Angeli;
In tuo adventu suscipiant te Martyres,
Et perducant te in civitatem sanctam Jerusalem.
Chorus Angelorum te suscipiat,
Et cum Lazaro quondam paupere
Aeternam habeas requiem».
) y confiada, como no podía ser de otra manera, al coro de niños, se traduce en uno de los momentos más emocionantes no ya del War Requiem, sino de la música de todos los tiempos. Cuando se apagó el último acorde, nadie fue capaz de aplaudir durante un larguísimo y espontáneo silencio. Esto constituye la mejor prueba de que el mensaje de la obra había caído en suelo fértil: el War Requiem no es sólo una música para escuchar, sino que es también, y sobre todo, un manifiesto, una proclama artística, un grito (y un susurro) contra la destrucción que, una vez concluido, es también una invitación a la reflexión. Sólo aprendiendo de los horrores del pasado podremos evitar que se repitan en el futuro.

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