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El silencio de Hofmannsthal

Poesía lírica, seguida de carta de Lord de Chandos

HUGO VON HOFMANNSTHAL

Igitur, Tarragona, 292 págs.

Trad. de Olivier JIménez López; prólogo de Ricardo Cano Gaviria; Ep. de Hermann Broch

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Hugo von Hofmannsthal (18741929) fue un escritor precoz. Nacido en Viena y con cierta ascendencia italiana, compuso la totalidad de su obra lírica entre los diecisiete y los veinticinco años. Durante ese período, también escribió algunas piezas dramáticas breves, como Ayer, El loco y la muerte y El pequeño teatro delmundo, en las que se advierte la influencia del teatro español del XVII y, más concretamente, de Calderón de la Barca. Es la época en que se relaciona con Stefan George y su revista Hojas para el arte, si bien nunca llegaría a suscribir enteramente el ideario estético de este círculo poético. Durante estos años, viaja por Europa, visitando París y Venecia. Al igual que otros autores crecidos en la severa profundidad de la cultura germánica, quedará deslumbrado por la luz del Mediterráneo, donde la belleza no es el producto de la meditación o el esfuerzo, sino algo que se manifiesta espontáneamente, como un don que sólo exige cierta disposición del alma. La ciudad de los canales se convertirá en el escenario de algunos de sus dramas. Admirador del genio interpretativo de la Duse, percibirá muy pronto el agotamiento del simbolismo. Sus recreaciones de tragedias griegas e isabelinas, ya insinúan la exigencia de una escritura que no teme descender al «vacilante reino subterráneo del yo». Cuando la crítica ya certificaba el fin de su talento creativo, Hofmannsthal imprime a su obra un giro inesperado. Abandona la poesía y la hiperestesia simbolista para acercarse a una concepción de lo literario, donde la expresión de lo singular e irreductible es sustituida por la voluntad de servicio. Al igual que los personajes de La mujer sin sombra, renuncia al ensimismamiento lírico para abrirse a sus semejantes en un gesto que delata una profunda solidaridad con lo humano. La gracia y ligereza de sus primeras obras dejan paso a la responsabilidad y el deseo de fraternidad.

En su nueva etapa creativa, Hofmannsthal explora otros géneros, como la ópera o el ensayo. Autor, entre otras obras de Richard Strauss, del libreto de El caballero de la rosa, el impulso ético desembocará en una aguda sensibilidad religiosa. Su propósito es acceder a las emociones en estado puro, pues la experiencia humana es indiscernible de la pasión, el amor o la alegría. Esos sentimientos sencillos son los sillares de una dramaturgia, donde –según Rilke– se «resumía toda la sabiduría del mundo». La caída del Imperio Austro-Húngaro provocará la exacerbación de un estilo, empeñado en anudar la intuición mística y la búsqueda del origen mítico de las comunidades humanas. Ante el hundimiento de la casa de Habsburgo, se impone el rescate de la pureza originaria que posibilitó la existencia de una estructura política, basada en el ideal de una Europa cristiana. Se renueva de este modo el programa de Novalis, que no concibe la existencia de la cultura europea al margen de la mitología del Libro. Hofmannsthal falleció repentinamente. La muerte le sorprendió ante el cadáver de su hijo suicida. El dolor nunca se desprendió de un alma que, desde muy temprano, se negó a cerrar el paso a cualquier sensación o requerimiento, aceptando que el sufrimiento era el precio de esa disposición, gracias a la cual «sólo los poetas y los niños perciben el mundo como es».

No es fácil determinar por qué un poeta renuncia a la palabra. El caso de Rimbaud, que abandona la poesía con veintiún años, constituye la expresión más radical de una obra, donde la vocación de absoluto desemboca en un silencio saturado de sentido. Un final tan abrupto puede responder a una exigencia estética, incapaz de liberar a la palabra del concepto. La teoría del «poeta vidente» justifica el «desarreglo de los sentidos», pero no garantiza esa superación de la razón que se plantea una escritura, cuya tensión nace del intento de trascender el yo para ser otro. El surrealismo se gesta en los rescoldos de este conflicto, asumiendo como eje de su programa estético la destrucción del yo como condición de posibilidad del habla poética. La poesía de Hofmannsthal gravita sobre este problema. La amistad con Stefan George no implicará la adscripción a un ideario poético que opone la perfección formal al positivismo burgués, pero sí impregnará su obra de los mitos del decadentismo vienés. La fascinación por la muerte («Regresamos a través de la noche […]. Bienvenida sea ahora la muerte») o el mundo antiguo («en el viento sopla el aliento de las Ménades») reaparece una y otra vez en su breve producción lírica. La influencia de Richard Strauss, con el que mantuvo una fructífera relación, sugiere la interlocución con un lenguaje musical, basado en la tradición de los lieder.

Hofmannsthal no incurrirá en los excesos del simbolismo o, más exactamente, se separará de él, cuando entre en su segunda fase, es decir, en ese decadentismo esteticista que saturará la poesía de George de escenarios exóticos. No se percibe en Hofmannsthal ese prerrafaelismo tardío que se interna en las leyendas medievales; las alusiones a Dante, por ejemplo, prescinden del ornato formal para concentrar todas las fuerzas del poema en la búsqueda de la palabra esencial. Sin embargo, Hofmannsthal no abandonaría la «poética de las correspondencias» («todo se vuelve fuente de metáforas», «Todo-Uno es el principio y el final») hasta 1901, cuando la crisis reflejada en la Carta de Lord Chandos se resuelva en la renuncia a la poesía. Hasta entonces, se mantendrá en la percepción de lo real como «un bosque de símbolos», una trama de relaciones tejida por el gran principio de la Analogía, verdadera ley del universo que regula todos los cambios y estados. «Lo uno –escribe Hofmannsthal– era igual a lo otro; […] intuía que todo fuera un símil y cada criatura una llave de la otra» (pág. 253). La expresión poética de este fenómeno exige la disolución del yo: suprimir la propia identidad para crear el espacio donde se manifiesta lo real en todo su misterio. Esta condición parece una premisa inherente a la captación de la verdadera obra de arte, pero el problema de una exigencia estética tan alta es que encierra en sí misma la semilla de su propia destrucción. Es el caso de Mallarmé, cuya concepción del poema como espacio de una teofanía desemboca en el fragmento. No hay palabras para mostrar lo infinito. Sólo podemos apuntar en su dirección mediante lo inacabado. La poesía que se concibe como un ejercicio de «desciframiento» se convierte en su propio objeto, sucumbiendo ante los límites de la palabra.

El excelente prólogo de Cano Gaviria especula sobre las causas que interrumpieron el decir poético de Hofmannsthal. En su ya clásico ensayo sobre la Carta de Lord Chandos, Hermann Broch apunta que la poética de Hofmannsthal se funda sobre la idea de que «la confesión no es nada, el conocimiento lo es todo» (pág. 269). Y el conocimiento no es otra cosa que la identificación con el mundo, la fusión mística con la Naturaleza. Lejos del planteamiento cartesiano, que reduce el cosmos a extensión, Hofmannsthal acude a la poesía para restituir la escisión entre el sujeto y el objeto. Este proyecto implica la abolición del yo («¡Huye de tu yo, rígido, frío, / y cámbialo por el alma del universo»), subvirtiendo el ideal de la Modernidad, que concibe lo exterior al individuo como lo absolutamente otro. Cuando Hofmannsthal advierte que el simbolismo se despeña por el ridículo y el cartón piedra, renuncia a la poesía, pero ese gesto no implica la impugnación del lenguaje poético en su totalidad. Hofmannsthal no logra superar el estancamiento del credo simbolista. Percibe una vía, la fusión de la lírica popular y la renovación vanguardista, pero no consigue encontrar la forma que exprese ese ideario. Humildemente, escoge el silencio. «Y es que la lengua, en la que me estaría dado no sólo escribir, sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de la que todavía no conozco ni una sola palabra» (pág. 262).

La alusión al mito de los Dioscuros (Nox portentis gravida) sólo confirma que Hofmannsthal se mueve en el marco de la rebelión simbolista. Al igual que Baudelaire, entiende el mundo como un conflicto (o, más exactamente, una guerra, de acuerdo con la expresión heraclítea), cuya tensión se resuelve en la complementariedad de los contrarios. Esa secreta armonía, que es la ley del cosmos, no puede reflejarse con las imágenes decadentes de un simbolismo extraviado entre góndolas y palacios de mármol. El impulso ético de Hofmannsthal anulará al poeta, desviándole hacia otros géneros. A fin de cuentas, la «unión mística» con la Naturaleza nace de un propósito moral frustrado por la insuficiencia de la analogía simbolista. «La ruptura de su comunicación con el mundo –escribe Cano Gaviria– es pura y simplemente una ruptura de la correspondencia » (pág. 14). Esta crisis no debe generalizarse al lenguaje en su conjunto, pues sería improcedente buscar en Hofmannsthal equivalencias con Heidegger o Wittgenstein.

La honestidad de Hofmannsthal, que reconoce su incapacidad de superar las insuficiencias del simbolismo, contrasta con esa tendencia de la poesía española más reciente que ha falseado la evolución de la lírica sobre la base de una falsa dicotomía, que pone en un lado lo culto y refinado del esteticismo y en el otro lo popular e inmediato. Esta «distinción pre-diluviana», ha llevado, según Cano Gaviria, a que el prosaísmo más intolerable, que transforma en virtud la carencia de sensibilidad e inteligencia poéticas, sea elevado a la condición de paradigma, a la hora de encontrar una salida a lo que pudiera entenderse como la encrucijada planteada por la herencia del simbolismo. Nada puede estar más alejado del humilde silencio de Hofmannsthal que una falsa recuperación de la experiencia, basada en referencias al 092 o al servicio a domicilio de Telepizza. Añadir una sola cosa más: la crisis de Hofmannsthal («Que nos liberemos de la crisis que / anudaron los conceptos») muestra cierta proximidad con la «hermenéutica de la escucha», inspirada en el segundo Heidegger: «hay una lengua en la que me hablan las cosas mudas» (pág. 262). Conviene matizar esta observación. Tal vez, Hofmannsthal advirtió que la poesía es «la casa del ser», pero nunca aceptó que la restitución de esa morada implicara el desalojo de lo humano. Su rebelión contra el positivismo no le alejó del ideal humanista que jamás se desprendería de su obra.

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