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El siglo del populismo. Crítica de la emoción populista

El siglo del populismo

Pierre Rosanvallon

Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2020.

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El siglo del populismo, el último libro del historiador Pierre Rosanvallon, está llamado a formar parte de la bibliografía indispensable sobre este fenómeno, presente a derecha e izquierda, y de carácter tan difuso como volátil, pues no se apoya ciertamente en una doctrina compacta, si es que en política queda hoy alguna, sino que se halla sometido por completo al imperio de las emociones.

Hay quien despacha al populismo, sobre todo si es de derechas, con la búsqueda de similitudes con los fascismos de entreguerras. Las masas y un líder carismático serían el argumento a favor de esta apresurada identificación, pero Rosanvallon, historiador de la democracia en sus distintas formas, muestra en su obra, con el suficiente rigor, que estamos ante una ideología ni finalizada ni desarrollada. De hecho, no lo va a estar nunca, pues a sus propagandistas no les parece en absoluto necesario. En cualquier caso, todo apunta que será la ideología estrella en el siglo XXI. En mi opinión, se adapta muy bien a esa sociedad líquida a la que se refirió Zygmunt Bauman.

Pierre Rosanvallon rehúye el planteamiento de otros autores y no se empeña, como ellos, en matizar las supuestas analogías del populismo con el fascismo, asegurando a continuación que no es exactamente la misma cosa. Con tales planteamientos, las conclusiones de esos autores tienen que ser necesariamente vagas e insatisfactorias para el lector. Por el contrario, nuestro autor desarrolla su obra en tres partes bien estructuradas. En la primera hace una anatomía del populismo, en la segunda cuenta su auténtica historia, y en la tercera efectúa una crítica certera de esta ideología, que bien podría ser llamada “democradura”.

En la anatomía del populismo, contenida en la primera parte, Rosanvallon toma nota de la progresiva metamorfosis del concepto de pueblo. Poco tiene que ver con los humildes trabajadores de El pueblo del historiador Jules Michelet o con las pauvres gens de Víctor Hugo, y bastante menos con el proletariado, la clase obrera o las clases populares, tal y como las concebían Marx y sus continuadores. Ese pueblo es un pueblo del siglo XIX o de principios del siglo XX, pero en el siglo XXI el concepto de pueblo es mucho más difuso. La extensión del sufragio universal no ha evitado la atrofia del cuerpo electoral y el crecimiento de un alto nivel de abstención. Muchos ciudadanos tienen el sentimiento de ser invisibles para la clase política y se sienten escasamente representados. A esto se añade la continua individualización de la vida social, que supone una modificación de las condiciones de vida y de trabajo, lo que conlleva nuevas formas de explotación, que a algunos les recuerdan las duras condiciones laborales de la Primera Revolución Industrial. Todo se justifica en nombre de la competitividad, que implica que el puesto de trabajo seguro, o al menos estable, sea menos frecuente que antes. La sacralización de la competitividad hace que se presente como algo “normal” que una persona cambie con frecuencia de trabajo. En este contexto, el papel de los sindicatos se ha ido devaluando progresivamente por la diseminación y fragmentación de la actividad laboral, algo que no es ajeno a la terciarización de la economía. No es casual que los sindicatos tengan mayor fuerza en el sector público que en el sector privado.

Pierre Rosanvallon.

Por lo demás, el tema de la propiedad privada de los medios de producción apenas forma parte del debate político y otros asuntos ocupan el lugar central como el feminismo, las desigualdades territoriales, la identidad o la lucha contra la discriminación. Hoy no es frecuente referirse a la lucha de clases ni a una clase obrera proletarizada. Se puede añadir que vivimos en una era de los derechos, probablemente más amplia que la que Norberto Bobbio hubiera podido imaginar, en la que las singularidades identitarias, propias de un individualismo personal o colectivo, reivindican sus derechos hasta el infinito.

Según Rosanvallon, el  gran teórico del populismo actual es el argentino Ernesto Laclau (1935-2014), secundado por su compañera Chantal Mouffe. Laclau dejó siempre muy claro que el populismo no es una ninguna ideología sino un modo de construcción de lo político, una forma de movilización de “los de abajo”. El populismo pretende abarcar el conjunto de las demandas sociales, aunque necesita además de un factor aglutinante: la búsqueda de un enemigo común, un “ellos” frente a un “nosotros”. Siempre tiene contornos imprecisos, pero bastará un calificativo para tacharle de responsable de todos nuestros males: casta, oligarquía, élite, sistema… Una curiosa coincidencia, o no tanto, con el pensamiento de Carl Schmitt, impulsor de la dialéctica amigo-enemigo. La acusación siempre es la misma: los de arriba se caracterizan por su distanciamiento, desprecio o falta de empatía hacia los de abajo. En consecuencia, el populismo les hace objeto de una completa descalificación moral. Llegados a este punto, en el libro aparece por primera vez el líder del partido La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, un antiguo militante socialista y ex ministro en el gobierno de Lionel Jospin. Es el líder indiscutible del populismo francés, y Rosanvallon resalta algunos detalles significativos de su actuación política. Sin ir más lejos, la reivindicación de manera explícita de Robespierre, el gobernante virtuoso del Terror, la encarnación de una intransigencia política salpicada de apelaciones a la virtud, tan peligrosas como carentes de realismo. A decir verdad, todo robespierrismo contempla siempre la República como una tarea inacabada, pues considera que no ha conseguido ser soberano en su propio país. Los robespierristas unen deliberadamente la virtud y el terror para alcanzar la tierra prometida de la plena soberanía popular. Es bien conocida la frase de Robespierre, apodado “el incorruptible”, sobre este vínculo: “La virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente”. En el caso de Francia, la corrupción, que sería poco menos que consustancial a la monarquía presidencial de la Quinta República, ha de ser combatida por todos los medios.

Nuestro autor nos ofrece con Mélenchon un ejemplo de la fuerte carga emocional que sustenta el populismo, que en que suma una pretensión de grandeza moral a los odios más turbulentos. Desde esa perspectiva, se podría recuperar aquella vieja canción revolucionaria del Ça ira, Ça ira, les aristos à la lanterne… Es la creencia pasional de que todo irá mejor cuando los aristócratas acaben colgados de una farola. Pero Mélenchon practica además la apología del cesarismo, como se pudo comprobar cuando visitó las ruinas del Foro romano en 2017. Allí subrayó que César estaba cerca del pueblo y por eso los patricios lo asesinaron. Detrás de ese juicio del político francés, se tiene la impresión, transmitida por Plutarco en sus Vidas paralelas, de que a César le gustaba representar el papel de tribuno de la plebe, a pesar de ser patricio. Y no de otra manera se comporta Marco Antonio en la tragedia de Shakespeare, en su discurso ante el cadáver de César. El discurso de Bruto resulta mucho menos eficaz, pues Antonio, como buen populista, recurre a las emociones.

Rosanvallon va diseccionando el populismo y sus rasgos distintivos. Entre ellos el culto al referéndum, considerado como la expresión más perfecta de la democracia; las críticas al poder judicial, calificado por los populistas de “juridictadura”, lo que conlleva el intento de control de los jueces, y en especial de los tribunales constitucionales; la ascensión del hombre-pueblo, del líder que se considera a sí mismo un pueblo; el nacional-proteccionismo, con el consiguiente rechazo del librecambismo y la globalización… Se podría sintetizar el concepto de populismo afirmando que es un régimen de pasiones y emociones. El ascenso actual del populismo es a la vez una rehabilitación de las emociones, algo que guarda bastante relación con el apogeo de la singularidad. El propio Mélenchon lo ha comprendido al afirmar que en política ya no se habla del partido, las masas o la clase obrera. Ahora priva la referencia al “yo”. Ese yo desarrolla una serie de emociones, como las de sentirse abandonado o despreciado o las de buscar culpables a su situación, lo que implica un auge de las teorías conspiratorias, con la consiguiente la voluntad de expulsar a los que considera responsables de todas sus desgracias.

La segunda parte del libro se dedica a la historia del populismo, con un particular interés por la historia de Francia. Podría decirse que el primer régimen populista de este país es el Segundo Imperio de Napoleón III, donde ya encontramos la idea, que luego cruzará el Atlántico, de que el emperador no es un hombre sino un pueblo, el elegido de la democracia francesa, la encarnación de la representación popular. Luis Napoleón Bonaparte multiplicará las recepciones y los desplazamientos por el interior de Francia, a modo de un continuo plebiscito.  El bonapartismo busca no solo la unanimidad política sino también la unanimidad social, y esto también explicará sus intentos de controlar la prensa, a la que considera un estado dentro del estado, sin ninguna legitimidad democrática. Durante la Tercera República, en 1889, Francia conocerá el efímero bonapartismo del general Boulanger, paralelo a los escándalos políticos de corrupción, y que es jaleado por una prensa que considera a los diputados como ejemplo de cinismo, cobardía y mediocridad. Además, es una época de nacional-proteccionismo, acompañado de actitudes xenófobas contra los trabajadores extranjeros, tal y como puede apreciarse en Contra los extranjeros (1893) de Maurice Barrès. Hay también en el libro una referencia al auge del populismo en Estados Unidos en la década de 1890, con una fuerte desconfianza hacia los partidos tradicionales, pero es un fenómeno que termina por extinguirse en vísperas de la Primera Guerra Mundial.

Con todo, la consagración del populismo tendrá lugar en el siglo XX en tierras americanas de la mano del colombiano Jorge Eliecer Gaitán y del argentino Juan Domingo Perón, precedentes de los Kirchner, Chávez, Maduro o Correa, entre otros. Todos ellos cuestionan la democracia representativa, a la que consideran minimalista, y aspiran a perpetuarse en el poder, pues se consideran, en palabras de Rosanvallon, el Pueblo-Uno.

La crítica del populismo ocupa la tercera parte de la obra, en la que el autor va rebatiendo los múltiples dogmas de esta ideología. Para empezar, la pretensión de que el referéndum equivale a la perfecta democracia. Sin embargo, Rosanvallon encuentra una serie de “puntos ciegos” en el referéndum.

En primer lugar, la disolución de la noción de responsabilidad, tal y como pudo apreciarse en el caso del Brexit en que los partidarios de la salida de la UE, con independencia de cuál hubiera podido ser el resultado, se retiraron a su Aventino particular. Los partidarios populistas de los referendos olvidan que decidir no equivale a querer y que la política es una suma de proyectos, algo mucho más que una suma de decisiones particulares. Se explica así que en bastantes casos las constituciones democráticas tiendan a limitar los asuntos que han de decidirse por referéndum. En segundo lugar, con el referéndum las deliberaciones pasan a un segundo plano. No hay debate y, por tanto, no hay actividad parlamentaria. Es un sistema de democracia por aclamación, en la que no existe otra opción que la de elegir entre dos posturas. El referéndum expresa una propensión a lo irreversible. Los gobiernos se suceden, y los referendos no suelen repetirse. Finalmente, el referéndum, según afirma Rosanvallon, puede desembocar en una paradójica desposesión democrática, pues se refuerza el papel del ejecutivo y se tiende hacia un régimen hiperpersonalista.

Según Rosanvallon, el populismo es la manifestación de una democracia polarizada cuyo único horizonte es la búsqueda de la unanimidad, el asentimiento de las bases, camino hacia un voto asambleario. La democracia podría ir desapareciendo gradualmente a no ser que el tribunal constitucional y las instituciones independientes consigan revertir la situación. Por otro lado, los populistas insisten en afirmar que la sociedad democrática está todavía por construir. Aquí empieza otro horizonte, el de la “democradura”, un gobierno democrático en las formas, pero autoritario, y todo ello sin que haya habido un golpe de estado ni se haya proclamado el estado de emergencia. El nuevo régimen habla de una refundación de la democracia y llegado el caso, impulsará una asamblea constituyente. Uno de sus primeros objetivos será no poner límites a la reelección de los gobernantes, tal y como ha ido sucediendo en países como Brasil, Colombia, Perú y Venezuela, pues se considera antidemocrático que el pueblo no decida. En este sentido, Ernesto Laclau fue aún más contundente al afirmar que “una democracia real en América Latina debe fundamentarse en una reelección indefinida”. La “democradura” marca también el final del estado de derecho. La esfera del derecho no tiene ninguna autonomía porque todo es política.

Podríamos añadir que no es extraño que sean politólogos, y no juristas, muchos de los impulsores del populismo.  Por último, si todo es política, la consecuencia es la polarización y la politización de las instituciones. Y es sabido que la politización del Estado supone el triunfo del clientelismo, el derecho a enriquecerse a cambio del total servilismo a un poder absoluto. Otro paso será el control de los medios de comunicación, aprovechándose de sus dificultades financieras. No es necesaria la censura, pues el gobierno controla el espacio público. El debate democrático brilla por su ausencia y los opositores políticos son acusados de inmorales o apátridas porque presentan resistencia a los gobernantes que supuestamente encarnan la autenticidad y la virtud del pueblo.

El siglo del populismo subraya la idea de que la democracia es una suma de modalidades imperfectas y un sistema experimental. El populismo no ha surgido de modo automático, sino que, en muchos casos, ha sido una reacción contra una clase política encerrada en sí misma. Frente a las soluciones extraordinarias y “milagrosas” del populismo, la democracia representativa tiene que ser más activa y participativa. Pierre Rosanvallon da al respecto una certera definición de la democracia: “es el régimen que no se cansa de preguntarse por él mismo». Por tanto, el conformismo, en que viven instalados muchos partidos tradicionales, supone un riesgo para la democracia.

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