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Dunkerque: la guerra desde dentro

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La primera escena de Dunkerque (Christopher Nolan, 2017) sobrecoge con su silencio opresivo y sombrío, adelantando el estilo que se desplegará durante el resto de la película. No es una escena oscura o fatalista, sino luminosa y nítida, con unos colores hiperrealistas y unos perfiles limpios, abrumadores, casi hirientes. Rodada en 70 mm. y con tecnología fotoquímica, el grado de resolución equivale a 18K en digital. Aunque las características originales únicamente pueden apreciarse en una sala IMAX (en España, sólo hay una en Barcelona), la proyección en formato digital transmite unas sensaciones poderosas que recuerdan las explosiones de luz de la pintura impresionista. La imagen de un pequeño grupo de soldados británicos deambulando por el vacío de una Dunkerque apresuradamente evacuada evidencia la fragilidad de la vida humana en un contexto de violencia. La falta de agua, la escasez de comida, la privación de placeres sencillos, como fumar un cigarrillo o un dar un simple paseo, el anhelo de vivir libre de cualquier sombra de miedo o incertidumbre, crean una atmósfera de vulnerabilidad que adquiere una dimensión dramática con la lluvia de pasquines de las fuerzas alemanas, invitando a las tropas aliadas a rendirse para sobrevivir. El silencio se rompe cuando un enemigo invisible comienza a disparar. Nolan acentúa el contraste entre el silencio y el fuego de guerra, subiendo el volumen para convertir cada disparo en un doloroso impacto en la conciencia del espectador.

No sabemos el nombre del único soldado que sobrevive y logra escapar, arrojando su fusil en un arrebato de pánico. Nunca llegaremos a conocerlo muy bien. Se trata de Tommy (Fionn Whitehead), un muchacho muy joven, casi un adolescente, cuyo ingenio y energía trabajan desesperadamente para volver a casa, sin pensar en cosas como el deber o el heroísmo. No es un soldado, sino un joven atrapado en un matadero, luchando por no ser una víctima más. Su huida por las solitarias calles de Dunkerque será breve, pues desembocará en la playa, fundiéndose con una masa humana que espera un milagro. Nolan distribuye su contenido metraje (107 minutos) en tres escenarios: el espigón, el mar y el cielo. Cada escenario sirve de eje narrativo a un grupo de personajes. Alrededor del espigón se articulan las historias de Tommy, Gibson (Aneurin Barnard) y Alex (Harry Styles). Simples soldados, todos luchan por sobrevivir, olvidándose de su deber. A veces actúan con generosidad, ayudando a los heridos, pero cuando el peligro los coloca en una situación crítica, se vuelven egoístas y mezquinos. «La supervivencia es sucia e injusta. Y se trata de sobrevivir», exclama Alex, dispuesto a sacrificar la vida de alguno de sus camaradas para incrementar sus posibilidades de salir indemne. Se ha dicho que son personajes planos, escasamente elaborados. Es cierto. Todos son muchachos corrientes, sin nada extraordinario, pero esa indefinición abre un hueco donde puede instalarse fácilmente el espectador, experimentando su angustia, vulnerabilidad e impotencia. Apenas hay diálogos. No sabemos nada de su pasado, ni de sus ilusiones, pero están ahí, con los ojos encendidos por el miedo y el rostro ensombrecido, casi avejentado. Cuando el peligro se desvanece, ya no son los mismos. El breve alivio se convierte en vergüenza. Y la expectativa de volver al frente les muestra claramente que sólo han esquivado la muerte de forma temporal, pues pronto volverán a vivir situaciones similares.

El mar, con sus cambios sucesivos (luminosidad, penumbra, quietud, movimiento), constituye la prolongación natural del espigón. Es una vía de huida, pero también un límite que transforma la playa en un espacio de confinamiento. Al otro lado de la costa, las autoridades británicas requisan las embarcaciones privadas para evacuar a los soldados ingleses y franceses. El señor Dawson (Mark Rylance) decide partir por su cuenta, acompañado por su hijo Peter (Tom Glynn-Carney) y su amigo George (Barry Keoghan). Durante su travesía por el Canal de la Mancha rescatarán a un oficial británico (Cillian Murphy) que ha sobrevivido al hundimiento de su barco por un torpedo alemán. Afectado por un cuadro de estrés postraumático, su comportamiento inestable causará un accidente fatal, obligando al joven Peter a enfrentarse a un peliagudo dilema moral. Nolan se suma a la tesis de una evacuación protagonizada por civiles con pequeñas embarcaciones. Muchos historiadores cuestionan esa versión, señalando que la «Operación Dinamo» –nombre en clave del plan de evacuación? fue llevada a cabo por treinta y nueve destructores británicos y ciento treinta navíos mercantes. Desde este punto de vista, el papel de los yates, las chalanas y los veleros privados fue estrictamente secundario. Al margen de polémicas historiográficas, Nolan se ha decantado por el efecto dramático, casi siempre favorable a la ficción. Cuando el comandante Bolton (Kenneth Branagh) divisa desde el espigón la llegada masiva de los pequeños barcos, suspira y exclama: «Home». La patria se ha acercado hasta los soldados encargados de su defensa, invirtiendo por una vez los papeles. Es un momento especialmente emotivo que relaja la tensión acumulada por los bombardeos de la Luftwaffe. Se ha criticado que el enemigo sea invisible, que nunca se muestre un rostro alemán, pero el carácter borroso y anónimo de las tropas de Hitler produce un efecto parecido al de los soldados franceses que aparecen en los fusilamientos de El 3 de mayo en Madrid, el famoso óleo de Francisco de Goya. La Wehrmacht es una fría e impersonal máquina de matar, no un ejército convencional.

El mar se encuentra con el cielo cuando el señor Dawson rescata a Collins, piloto de la RAF (Jack Lowden). Collins forma parte de una escuadrilla de tres aviones que sólo conserva un piloto en el aire, Farrier (Tom Hardy). Los combates aéreos incluyen planos de enorme belleza, que captan la luminosidad y el cromatismo del mar y el cielo en los distintos momentos del día. Para algunos, resulta inevitable pensar en Antoine de Saint-Exupéry realizando su última misión. Las célebres palabras de Churchill («Lucharemos en las playas y en las calles; lucharemos en los aeródromos; lucharemos en los campos y en las calles; lucharemos en las colinas. Nunca nos rendiremos») reflejan el arrojo de los pilotos, o del señor Dawson y su hijo. O el involuntario sacrificio de George. Es un grito contra el derrotismo de unas tropas vencidas y desmoralizadas. Quizá por eso son tan importantes. Encarnan la esperanza en unas horas de profundo desaliento. ¿Hasta qué punto reproduce la película el milagro de Dunkerque? No me refiero a la exactitud histórica, sino a la atmósfera que rodeó los hechos, con sus intensas emociones. Richard Collier, piloto de la RAF y prestigioso corresponsal de guerra, entrevistó a más de mil testigos para recrear esa dramática semana. Según su crónica, la noche del 26 de mayo reinaba un extraño silencio. Durante ocho meses, los soldados del ejército francés habían disfrutado de una rutina tranquila. Protegidos por los cuatrocientos kilómetros fortificados de la Línea Maginot, se habían dedicado a beber, cantar y confraternizar con las muchachas de los pueblos cercanos. Los periodistas habían acabado hablando de «drôle de guerre», una guerra de broma. Esta situación cambió drásticamente el 10 de mayo, cuando Hitler lanzó la ofensiva de las Ardenas, ocupando Bélgica y Holanda, dos países neutrales. El ejército británico acudió de inmediato al nuevo frente, con la intención de frenar el avance de los alemanes, pero el contingente movilizado retrocedió rápidamente. Tras la caída de las fuerzas que defendían el paso de Calais, no le quedó otro remedio que concentrarse en las playas de Dunkerque, cuyo puerto –por entonces, el tercero de Francia en importancia? había sido destruido por la Luftwaffe. Un ejército en retirada compuesto por cuatrocientos mil hombres se refugió en cuarenta kilómetros de costa. La zona se conocía como «el cementerio de los barcos» por su escaso calado. Por eso fue necesario utilizar las largas pasarelas de maderas fijadas sobre hormigón construidas para la defensa, pero no para el atraque de barcos. Churchill no se dejó amilanar por el sombrío panorama: «Naturalmente, ocurra lo que ocurra en Dunkerque, seguiremos la lucha».

Pese a todos los obstáculos, la «Operación Dinamo» logró rescatar en ocho días a 338.000 soldados: 215.000 británicos y 123.000 franceses y belgas. La RAF perdió ciento setenta y siete aviones, pero logró abatir a ciento treinta y dos aviones alemanes. Cuarenta mil soldados quedaron en las playas, sin poder ser evacuados. La mayoría se rindieron; otros, huyeron y fueron capturados más tarde. El resto fallecieron durante los bombardeos o murieron ahogados en el mar. «No se ganan guerras con evacuaciones», advirtió Churchill. Aunque no lo mencionó, el tiempo ganado con el milagroso repliegue fue un paso decisivo hacia la victoria final. Richard Callier opina que la aportación de las pequeñas embarcaciones sí resultó esencial en la evacuación: «Nunca se había visto semejante flota. Tripulada por ricos y pobres, jóvenes y viejos, carecía de protección contra las minas. No tenía armamento, ni provisiones. Sólo valor y tenacidad». Sin el milagro de Dunkerque, el Reino Unido no hubiera podido resistir en solitario, desempeñando un liderazgo moral que permitió continuar la guerra contra el totalitarismo nazi. Durante un año, fue el único país que soportó el asedio de Hitler, demostrando que la máquina alemana no era invencible. La lucha en solitario de Farrier, piloto de la RAF, que sobrevuela las playas de Dunkerque con el depósito vacío tras combatir ferozmente contra el enemigo, capta magistralmente ese espíritu de resistencia. El piloto cae prisionero, pero su rostro expresa la satisfacción del deber cumplido. Churchill no se equivocó al afirmar: «Nunca ha habido una guerra en la que tantos le deban tanto a tan pocos». La banda sonora de Hans Zimmer, que apenas oculta su deuda con Elgar, constituye el perfecto acompañamiento a una cinta de lirismo exacerbado, que capta de forma bastante verosímil la atmósfera de esos días trágicos. Dunkerque es una grandiosa experiencia audiovisual que nos muestra todo el horror de la guerra, sin caer en la innecesaria crudeza de algunas películas bélicas. Quizás olvidemos a sus personajes, escasamente definidos, pero no su comprensible miedo, su asombroso coraje o su intenso deseo de sobrevivir. Los hechos tal vez difieren de la realidad histórica en algunos aspectos, pero lo esencial –el terror, la vergüenza, el abatimiento? ha sido recogido por una película intensa, deslumbrante y sabiamente minimalista.

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