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La guerra ya no es lo que era

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Nacido en 1961, Tomás Val pertenece a la generación (todavía difusa y pendiente de etiquetar) de quienes empezaron a publicar en los años noventa. Este discutido método de las generaciones funcionó con cierta utilidad durante el franquismo, período en el cual destaca con total nitidez y solidez la generación de los años cincuenta (o la de los niños de la guerra), que tan buenos frutos dio tanto en narrativa como en poesía. Mucho menos caracterizada es la promoción siguiente, aunque se haya hablado de generación de los sesenta, o incluso del 68, por aquello de la fecha emblemática. Luego, a raíz del 75, se rompieron muchos diques y la libertad creadora se enseñoreó felizmente de la narrativa española, de modo que apenas cupo hablar de posfranquismo para agrupar a todo lo que empezó a publicarse tras el famoso caso Savolta. En aquel clima de optimismo y reconciliación del lector español con los autores de su propio país (que no de su lengua; los hispanoamericanos habían sido justamente admirados en los sesenta y setenta), la juventud empezó a ser un valor en alza hacia mediados de los ochenta. De modo que, en los dos últimos decenios, el panorama es especialmente complicado por varias razones: por la proliferación de títulos, por la proximidad en el tiempo y por la enrevesada mezcla de novelas de calidad y productos de usar y tirar, cuando no de tirar sin usar. (Ejemplo reciente de esa mezcla es el último Premio Nadal, tradicionalmente el más prestigioso de la narrativa española, con el abismo de calidad que separa al ganador del finalista.) En ese período ha habido una balbuciente generación k junto a nombres y títulos de valor indiscutible. Volvamos a Tomás Val tras esta digresión contextualizadora. Autor de varios títulos anteriores, generalmente bien recibidos por la crítica, en El secreto del agua se muestra como un digno continuador de algunos de los mejores caminos abiertos por la narrativa precedente. En la novela resuenan varios ecos (lo que no es tradición es plagio), todos nobles, pero el producto final es, a la vez, de gran originalidad. Igualmente, El secreto del agua es rica en sugerencias; tanto que se corre el riesgo de reducir o traicionar su contenido si se trata de explicar con pocas palabras. Como la novela importante que es, es un universo autónomo en el que conviene entrar, dejándose seducir por sus personajes, estilo y temas. ¿Cuáles son estos últimos? Principalmente, la memoria y el olvido, vistos con una doble perspectiva: en general y referidos, concretamente, a la guerra civil española. Dicho esto, se impone advertir que la guerra civil está al fondo de la narración, con un protagonismo relativo y que El secreto del agua no es, ni mucho menos, una muestra del realismo con que tradicionalmente se ha tratado el tema de la guerra española. Los años no han pasado en balde y si la guerra todavía se aborda con un realismo casi documental (Dulce Chacón), también ha permitido enfoques distintos (y distantes) como, por ejemplo, el de Manuel de Lope en La sangre ajena , Tomás Val ha optado por una fábula también distanciadora (aunque la conclusión final, en lo referente al miedo como motor del olvido sea inequívoca), salpicada de humor y de guiños a la fantasía. En esos dos pueblos esfumados, borrados del mapa, alrededor de cuya desaparición gira la novela, algún lector podrá oír un eco lejano de un título tan importante y paradigmático como La saga/fuga de J. B. de Torrente Ballester. Así como en otros momentos, lo que se insinúa es una historia de realidades paralelas, del otro lado. Las primeras páginas del libro pueden ser engañosas, al hacer creer al lector que se encuentra ante una de esas novelas de tema arqueológico del gusto de ciertos modernos fabricantes de best sellers (como cierto ex ministro de Trabajo, tan eximio ciudadano como extravagante escritor). La falsa impresión se deshace pronto; además de que, con mimbres parecidos, también se han escrito novelas de indudable calidad como El caldero de oro de José María Merino. La búsqueda de las huellas de un arqueólogo heterodoxo da paso enseguida a esos temas mayores que constituyen la esencia de la novela: la memoria y el olvido, pero también la importancia de la palabra, el valor de la memoria personal y cotidiana frente a la sequedad de los cacharros con que trabaja la arqueología académica; incluso en ese enfrentamiento absurdo que mantienen los dos pueblos, que tiene bastante de guerra de Gila y que actúa de curioso espejo y contraste de la cruel y verdadera guerra civil (mezcla de gravedad y ligereza que no chirría, sino todo lo contrario), puede verse una alusión al delirio nacionalista. Por otra parte, la novela está construida con un estilo impecable y con un dominio portentoso de los diálogos, esa parte de la novela tan difícil y tan gratificante cuando están logrados (el maestro Torrente también lo era en esto). Otro mérito de El secreto del agua, por lo que se refiere a la forma, es el hábil entrelazado de distintos tiempos y niveles de la narración, cuando mezcla el relato del narrador con el de algún protagonista, con los correspondientes saltos en el tiempo. En los diálogos, en el ritmo de la narración, en la atmósfera de irrealidad y en algunas imágenes de gran potencia (que pueden remitir tanto a Tim Burton como al Charles Laughton de La noche del cazador) alcanza momentos memorables y la lectura se convierte en un verdadero placer. Tomás Val ha tomado un tema de primera importancia y lo ha desarrollado con maestría. Sólo en algún momento, una vez planteado el nudo argumental, puede tener el lector la sensación de que se demora el desenlace, de que el autor (como esos delanteros de los que se dice que les sobra un regate) cae en cierta prolijidad, abstraído en sus indudables dotes de narrador. Es un mínimo lastre, en todo caso. Como lo son los escasísimos deslices y alguna redundancia –«le sobresaltó el alarido que sobrevolaba» (pág. 9), «distancia equidistante» (pág. 80), «las imágenes con las que amenizaba sus imaginaciones» (pág. 139) o el uso de desapercibido por inadvertido (págs. 162 y 295)– que se dan en las 400 páginas; apenas gotas de agua en un pantano tan lleno de vida como el que presenta y es esta importante novela.

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