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El perdón ante los genocidios

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Los que nos hemos educado en la moral católica conservamos la idea del perdón, con independencia de nuestros conflictos personales entre fe y razón. Yo soy un católico escéptico, lo cual significa que suscribo la mayoría de las enseñanzas evangélicas, pero contemplo con incredulidad la existencia de un Dios sobrenatural. No es un sentimiento original, pues Pascal y Unamuno escribieron páginas admirables sobre esta paradoja, que probablemente afecta a muchas conciencias. En el Evangelio de Mateo, Pedro interpela a Jesús, preguntándole cuántas veces debemos perdonar a quienes nos ofenden: «¿Hasta siete?» La respuesta del nazareno es sobradamente conocida: «No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete» (18:21-22). El sentido de la frase es evidente: el perdón no conoce límites.

Este imperativo moral adquiere un carácter hondamente problemático al enfrentarse con las leyes humanas. Todas las sociedades establecen penas y reparaciones para los delitos y las faltas, que limitan el alcance del perdón, pues el Estado de Derecho considera que es imposible garantizar la convivencia, sin sancionar determinadas conductas. Constituiría una gravísima irresponsabilidad inhibirse ante un hecho delictivo, pero la Unión Europea ha excluido de su legislación la pena de muerte y la cadena perpetua efectiva, pues entiende que son incompatibles con el objetivo de la reinserción. Las sociedades democráticas recluyen, pero no excluyen. Cuando se extingue la pena, el individuo recupera su derecho a vivir en sociedad. Por el contrario, el totalitarismo recluye, excluye y destruye, pues no reconoce ningún derecho a quienes desafían o vulneran sus leyes. No obstante, las sociedades democráticas modifican su criterio ante los casos de genocidio y crímenes contra la humanidad. Los delitos de esa índole son imprescriptibles y la Corte Penal Internacional fija como pena máxima la reclusión perpetua. ¿Puede estimarse entonces que también procede aplicar razonamientos excepcionales en el ámbito moral, excluyendo la posibilidad del perdón?

En Lo imprescriptible (1956), Vladimir Jankélévitch afirma que los crímenes de los nazis «son crímenes excepcionales desde todo punto de vista; por su enormidad, por su increíble sadismo… Pero ante todo son, en el sentido propio de la palabra, crímenes contra la humanidad, es decir, crímenes contra la esencia humana o, si se prefiere, contra la “hominidad” del hombre en general». El nazismo no se conforma con aniquilar a sus enemigos. Su intención es crear «un hombre nuevo». No es una declaración retórica, sino un programa que aspira a introducir cambios fundamentales en la biología humana, eliminando las formas de vida inferiores. Al igual que los discapacitados físicos y mentales, los judíos son un obstáculo para la creación de un Estado-jardín, sin elementos nocivos o estructuralmente defectuosos. El nazismo es inconcebible sin las políticas de exterminio, pues su ideario es una auténtica biopolítica orientada a establecer y propagar un canon de humanidad. Auschwitz no es una atrocidad, sino «una obra maestra del odio». Es un «crimen inconmensurable», una «abominación metafísica». Jankélévitch invierte el precepto cristiano: «Señor, no los perdones, porque saben lo que hacen». No es una expresión de «rencor» –aclara–, sino de «horror». Lo sucedido es «inexpiable», pues no hay un castigo proporcional al espanto de reducir a cenizas millones de vidas humanas. Jankélévitch no se pronuncia a favor de la pena capital. Aunque suene extraño, asegura que, en relación con la Shoah, «el castigo se vuelve casi indiferente» y recurre a un ejemplo matemático: «Al lado del infinito, todas las magnitudes finitas tienden a igualarse». Auschwitz es el Infinito, una nueva categoría filosófica que «exige una meditación inagotable».

«Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie», afirmó Adorno. Se han malinterpretado estas palabras, pues Adorno distingue entre «cultura» y «barbarie». La barbarie es el conocimiento que degenera en «cháchara». Ese riesgo afecta al conjunto de la cultura europea y sólo podrá conjurarse con un saber clarificador. Adorno no pretende liquidar la poesía, un género literario que proporcionó consuelo a muchos deportados, según los testimonios de Primo Levi, Viktor Frankl o Ruth Klüger, sino exigir que asuma el dolor de las víctimas. No pide silencio, sino un grito airado. La poesía –añado yo– puede ser el espacio privilegiado del perdón, pues exige introspección, riesgo, autocrítica. Curiosamente, Jankélévitch publicó en 1967 un hermoso libro titulado El perdón, que aparentemente refuta o relativiza sus conclusiones anteriores: «El perdón, como la intuición genial, cumple en un instante la obra de varias generaciones con una sola palabra, con una mirada y un parpadeo, con una sonrisa, con un beso consigue instantáneamente el perdón lo que el olvido, el desgaste e incluso la justicia hubieran precisado siglos para lograr». ¿Ha cambiado de perspectiva en algo más de una década? No, pues señala que el rencor es legítimo como manifestación de «una fidelidad inquebrantable a los valores y a los mártires». En el caso de la Shoah, «el perdón es la traición». Sin embargo, precisa más adelante: «lo inexcusable, al no encontrar abogados que lo defiendan, tiene necesidad del perdón». Incapaz de llegar a una síntesis, se limita a certificar una limitación radical: «El perdón es fuerte como la maldad; pero no más fuerte que ella». La maldad de Auschwitz no admite la reconciliación. Me aventuro a señalar que Jankélévitch se pierde en el laberinto construido por la disonancia entre sus emociones y sus reflexiones.

El perdón no es una cuestión de leyes, sino de conciencia. Evidentemente, no puede plantearse sin un sincero acto de contrición. Pido disculpas por utilizar de nuevo un concepto de la tradición católica, pero la contrición incluye el dolor por haber herido al otro, el rechazo por los agravios cometidos y el propósito de enmienda. Sin esos tres elementos, no puede implorarse el perdón. El arrepentimiento no existió entre los nazis. Yo, al menos, no conozco ningún caso. La declaración de culpabilidad de Albert Speer en los juicios de Núremberg no parece sincera. Ni en sus Memorias ni en el Diario de Spandau se aprecia el peso de una conciencia atormentada. Niega conocer las políticas de exterminio del Reich, lo cual es altamente improbable, por no decir abiertamente absurdo. Es un ejemplo desolador, pero que no debe servir como argumento al desaliento. El perdón es un logro cultural que no puede ser negado de forma categórica. No sólo por el derecho a la redención, sino por el horizonte ético que representa la posibilidad de una humanidad reconciliada y no atada al pasado de modo irrevocable. «El agresivo rencor resiste al devenir –reconoce Jankélévitch–; mientras que el perdón lo favorece». La ley vela por el interés general, pero el perdón vela por nuestra conciencia moral y nos proporciona la llave del porvenir. Perdonar es un privilegio de la víctima que tal vez carezca de relevancia penal, pero es un gesto de grandeza que libera al ser humano de la rueda infernal del resentimiento y la venganza. Auschwitz, las fosas de Katyn o el 11-S produjeron un inmenso e injustificable dolor, pero el mal triunfaría si esos crímenes avivaran el odio durante generaciones. Pienso que el hombre no puede renunciar al perdón sin destruir algo esencial de sí mismo. Las reflexiones de un católico escéptico son inevitablemente paradójicas. No es algo que me inquiete, pues el perdón no es un acto racional, sino un misterioso e inexplicable milagro. El ideal kantiano de la paz perpetua parece una quimera irrealizable, pero a veces es preferible ser un mendigo lleno de ensoñaciones que un hombre encadenado a la fragilidad de la razón.
 

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