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El papa ante el cambio climático

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A finales de abril de este año, y a instancias del papa Francisco, el Vaticano convocó una reunión para pasar revista a las bases científicas del calentamiento global y sus peligrosas consecuencias para los más pobres. Esta convocatoria enlaza con la redacción de una encíclica sobre el tema que aparecerá este verano, antes de las negociaciones de las Naciones Unidas sobre el clima que se celebrarán en diciembre, y supone una muestra más de la actitud de un pontífice que parece más preocupado por los acuciantes problemas del mundo real que por arcanas elucubraciones teológicas.

Aunque la Academia Pontificia de Ciencias viene convocando reuniones especializadas sobre temas relacionados con el cambio climático, esta conferencia es la primera a la que concurren tanto eminentes científicos, tales como Paul Crutzen, James Hansen y Martin Rees, significados líderes religiosos del cristianismo (católicos, protestantes y ortodoxos), el judaísmo y el islam, y autoridades políticas, entre las que se incluyen el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, y el presidente de Italia, Sergio Mattarella. Un cónclave como éste difícilmente puede proponer soluciones concretas o alinearse con estrategias definidas. Su papel es más bien el de subrayar los componentes éticos y morales de cualquier acción socioeconómica que se adopte y de convencer a los políticos de que una mayoría del electorado reclama soluciones. Esto no quita para que se hayan alzado voces sugiriendo que el Papa se ha alineado con la extrema izquierda.

En un plano similarmente alejado de la acción concreta se desenvuelve el último libro del execonomista jefe del Banco Mundial, Nicholas Stern, Why Are We Waiting? The Logic, Urgency and Promise of Tackling Climate Change (Cambridge, MIT Press, 2015), una secuela de la Stern Review on the economics of Climate Change , el informe que éste emitió en 2006 como principal consejero económico del Gobierno británico. Stern considera que «un crecimiento alto en carbono lleva a la autodestrucción» y que de la forma en que se lleve a cabo el desarrollo económico dependerá la prosperidad o el peligro. Advierte más en concreto que, para 2100, el incremento incontrolado de la emisión de gases con efecto invernadero podría elevar la concentración de anhídrido carbónico atmosférico a las 750 partes por millón y la temperatura media, más de cuatro grados centígrados por encima de los valores preindustriales. Por otra parte, se lamenta de que durante la última década se haya avanzado tan poco en atajar el problema.

El papel de los pronunciamientos institucionales, junto a los informes y los libros de autores solventes, es el de convencer a una fracción creciente de los ciudadanos de la importancia del problema, y no el de determinar los cursos concretos de acción que afectarán de muy diferente forma a las distintas regiones del planeta y a los diversos grupos de población. La implementación de los acuerdos necesarios y de las acciones económicas pertinentes sigue sin producirse en su mayor parte y esto nos tiene en una espera impaciente. Los sacrificios necesarios y las dificultades de muchas de las acciones requeridas, que han sido claramente subestimadas, junto la crisis económica que estamos padeciendo, explican en buena parte por qué estamos todavía indecisos.

Un reciente ejemplo de cómo una acción aparentemente simple puede enredarse hasta la insignificancia es el caso de la propuesta de desinversión en energías fósiles, hecha a ciertos inversores institucionales como podrían ser algunas de las grandes universidades privadas sin ánimo de lucro. La opción de desinvertir en empresas cuya actividad contribuye especialmente a la emisión de gases con efecto invernadero ha ido ganando vigor en los últimos tiempos, pero los intentos de responder positivamente a ella están encontrando dificultades insalvables. A principios de abril, la Universidad SOAS de Londres, especializada en Asia y en África, fue la primera en anunciar que adoptaba la política de desinversión al tomar la decisión de deshacerse de sus inversiones relacionadas con la energía fósil en el curso de los próximos tres años. Una semana después, un portavoz del senado de la Universidad de Nueva York comunicó que se había decidido crear un fondo alternativo que excluyera a unas doscientas empresas vinculadas a la energía fósil, pero que se desistía de desinvertir lo que ya había comprometido con dichas empresas, ya que esta medida drástica reduciría notablemente los beneficios de su patrimonio, cifrado en 3.400 millones de dólares, y era técnicamente difícil de implementar. Una decisión similar ha sido tomada por no menos de veintiocho universidades en los últimos meses. Los efectos de desinvertir en energía fósil son, por otra parte, inciertos, ya que no eliminarían nuestra actual dependencia de dicha energía y, por otra parte, la ingente cantidad de capital desinvertido de las empresas problemáticas no podría reinvertirse fácilmente en el estrecho sector de las no problemáticas.

En resumen, nos encontramos ante la necesidad urgente de llegar a acuerdos globales y vinculantes frente al calentamiento global, pero más urgente aún es trazar planes detallados y realistas para las acciones que se acuerden. Más aterrador que una crisis climática a medio plazo podría ser un cataclismo económico a corto plazo. Es imperativo que se pacte una transición razonable hacia un nuevo sistema industrial y económico.

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Ficha técnica

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