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El orfeón del crimen

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Son bien conocidas las dos charlas ficticias de Thomas de Quincey ante la Asociación para el Estímulo del Crimen, cuyos miembros preferían ampararse bajo el menos vistoso nombre de Agrupación de Entendidos en el Crimen por aquello de guardar las formas. Todo, decía el ensayista, puede asirse desde alguno de sus extremos. Un crimen, por ejemplo, es un asunto moral, lo que es, por cierto, su lado menos atractivo, pero también podemos considerarlo desde el del buen gusto o, según preferían decir los alemanes, como una cuestión estética. Y De Quincey recuerda cómo, en medio de una animada charleta sobre Plotino a cargo de Samuel Taylor Coleridge se oyeron gritos de «Fuego, fuego», y allá salieron en patota el vate platonizante y sus discípulos para disfrutar del espectáculo del incendio de una cercana tienda de pianos. Poca cosa, resumía luego Coleridge, porque la rápida llegada de los bomberos lo había convertido en un prosaico asunto entre el dueño de los pianos y su compañía de seguros. El poeta no había visto colmado su deseo de ver arder la tienda hasta el fin. ¿Para eso había dejado de disfrutar de su taza de té? Y, remacha De Quincey, «por muy detestables que puedan ser en sí mismos, hasta un ladrón o una úlcera, por relación con otros individuos de su misma especie, pueden exhibir muy diversos grados de mérito. Por cierto, son ambas cosas imperfecciones, pero, como su esencia misma es la imperfección, la grandeza de ésta se torna perfección». El resto de las dos pláticas quinceyanas se esmera en la búsqueda de buenos ejemplos para la tesis. De Quincey reporta, con buen acuerdo, el caso de John Williams y los de Burke y Hare. A finales de 1811, Williams, también conocido como John Murphy, liquidó a siete personas, entre ellas a Timothy Marr, que tan solo contaba tres meses, en el East Side de Londres durante el corto espacio de doce días. Burke y Hare, en Edimburgo (1828), no le fueron a la zaga. La emérita pareja despachó por varios medios, todos ellos dignos de mejor causa, a dieciséis víctimas cuyos cuerpos fueron luego vendidos al famoso profesor de anatomía Robert Knox para sus clases de disección, por cierto muy frecuentadas. La disminución de ejecuciones en Escocia de resultas de una creciente lenidad en los castigos impuestos por los jueces había dejado a los investigadores sin cadáveres suficientes para sus menesteres. La demanda crea la oferta, decidieron Burke y Hare, que, en este punto, estaban por completo de acuerdo con Jean-Baptiste Say.

El argumento ontológico del ensayista británico, empero, me parece necesitado de mejora. En su tiempo la ópera era ya un espectáculo del que disfrutaban muchas gentes de bien y seguramente no menos conocido para De Quincey. Como a tantos aficionados, a él parece deslumbrarle el bel canto de los tenores épicos, los bajos líricos y las sopranos coloratura, así que sus ejemplos se limitan a un aria y a un dúo. Tuvimos que esperar al siglo XX para apreciar la belleza suma de la imperfección en su dimensión coral. Ahí fueron campeones Hitler y Stalin, que rivalizaron en el asesinato de masas, y no es decisión fácil la de quién merece quedarse con la manzana de la discordia. Pero estas rencillas entre demiurgos, como las que se daban entre las diosas griegas, no resultan completas sin un tercero en discordia, como lo sabe la teoría de juegos. Para los crímenes en orfeón, recuerda Frank Dikötter en un reciente libro (The Tragedy of Liberation: A History of the Chinese Revolution 1945-1957), sería imperdonable dejar de contar en el palmarés con Mao Zedong.

Mao ha estado siempre bien protegido de la crítica por dos razones fundamentales. La primera ha sido la dificultad de la lengua china para los estudiosos occidentales. Muchos de ellos que hubieran deseado meterle el diente carecían de las destrezas necesarias. La segunda, el básico interés de sus camaradas del Partido Comunista por no enturbiar demasiado su imagen. A sus coetáneos les hubiera salpicado forzosamente el lodo y a sus sucesores les restaría legitimidad para seguir controlando igual de férreamente que el Gran Timonel a su país. De esta forma se ha llegado a la brillante fórmula de que Mao tomó un 70% de decisiones correctas y se equivocó sólo en un 30%. Algo que, cosas de la estadística, puede resultar verosímil si en el primer apartado metemos el seguir una dieta sana, leer poesía, nadar a menudo o chicolear con nínfulas, y dejamos para el segundo las comunas agrarias, las Cien Flores, la eliminación de todas las empresas privadas o las continuas depuraciones de elementos derechistas. En realidad, como señala Dikötter, «la primera década del maoísmo fue una de las peores tiranías en la historia del siglo XX. Mandó a una muerte prematura al menos a cinco millones de civiles y trajo la ruina a muchos más». Este cambio en la evaluación historiográfica ha sido posible porque el Partido Comunista ha ido abriendo muchos archivos hasta hace poco sellados y esa documentación ha aportado pruebas fehacientes de que las memorias, cartas o diarios personales no exageraban en sus comentarios sobre la miseria de la vida en la China de Mao. No olvidemos que a esos cinco millones les siguieron muchos más en el Gran Salto Adelante (al que Dikötter dedicó otro excelente libro) y en la Gran Revolución Cultural Proletaria (que el autor promete estudiar en un trabajo futuro).

Pero si nos limitamos a recordar datos generales, nos perderíamos en la estadística, apartándonos así del propósito de este comentario. La perfección de lo imperfecto sólo puede captarse echando mano de ejemplos concretos.

La toma del poder por los comunistas, que no fue completa hasta finales de 1950, no vino acompañada de la depuración inmediata de los antiguos políticos, militares y funcionarios del Kuomingtang. Al contrario, muchos de ellos fueron acogidos por el nuevo poder, que necesitaba su experiencia y sus conocimientos. Lo único que se les pedía era que se convirtiesen en la llamada Gente Nueva. Quienes tenían un pasado sospechoso sólo tenían que admitir sus faltas ante audiencias numerosas y confesar sus errores anteriores durante horas y días. Pero pronto el clima empezó a empeorar.

Al igual que en la Rusia estalinista, esta revolución proletaria sin proletariado se veía en la necesidad de meter en cintura a sus antiguos apoyos: los campesinos. La reforma agraria se limitó inicialmente a proponer la confiscación de las tierras de traidores, tiranos y grandes terratenientes para distribuirlas entre los campesinos pobres. Era necesario, pues, determinar quiénes componían esta última categoría, lo que se hizo dividiendo a los agricultores en cinco grupos: terratenientes, propietarios ricos, propietarios medios, campesinos pobres y braceros. Cada una de ellas tenía que portar una cinta identificatoria. Blanca para los terratenientes, rosa para los propietarios ricos, amarilla en el caso de los medios, mientras que los campesinos pobres y los braceros se enorgullecían de exhibir una roja. Pronto a los rojos se les enseñaría que los demás colores habían sido y eran los responsables de todas sus desgracias. Los enemigos de clase iban a recibir su merecido. Muchos de ellos murieron a golpes y otros fusilados para que revelaran dónde escondían sus riquezas, reales o imaginarias. Una mujer había perdido el sentido por los golpes recibidos y estaba a punto de ser enterrada cuando alguien descubrió que aún seguía respirando. El responsable del grupo de activistas agrarios ordenó que se la sacase de su ataúd y fuera ejecutada. «El pacto entre el partido y los pobres fue sellado en sangre al distribuirse entre las masas las tierras y los bienes de las víctimas».

Uno de los muchos propietarios agrarios, aunque no conste bien su rango, se llamaba Niu Youlan. Pese a haber apoyado a los comunistas frente a los nacionalistas, en 1947, a sus sesenta y un años, arrostró una imaginativa tortura ante la multitud. Le pasaron una anilla por el tabique nasal y su hijo tuvo que arrastrarlo como a un buey (niu significa buey en chino). Luego lo marcaron con un hierro al rojo y murió ocho días después abandonado en una cueva.

En la zona de Yanxing, una rica región de Yunnan, más de cien estudiantes de enseñanza media fueron detenidos en 1951 tras una denuncia anónima. A Wu Liening, con diez años, lo colgaron de una viga y lo golpearon. Ma Silie, de ocho, fue atado a una cruz. Dos de sus torturadores le presionaron las piernas con un tablón hasta rompérselas. Otros dos niños murieron a consecuencia de las torturas. En otro caso, un hombre se suicidó tras haber sido acusado de asesinar a ocho personas en 1929, cuando tenía un año.

El terror iba a llegar pronto a las ciudades. En 1951, Wang Jumin, que había entrado en el Partido Comunista en 1943 y se había vuelto en su contra durante la reforma agraria, asesinó a un alto mando militar, dando la señal, por si se necesitaba, para que Mao se pusiese en pie de guerra. «En absoluto podemos permitirnos la indecisión. Tolerar el mal equivale a hacerse su cómplice. Es un momento crítico». Así que pedía una serie de ejecuciones masivas en las ciudades, porque «las masas dicen que matar contrarrevolucionarios proporciona más alegría que un buen chaparrón».

Esther Cheo, que había sido designada para convertirse en un cuadro revolucionario, recuerda cómo la llevaron a presenciar una ejecución masiva cerca del Templo del Cielo en Pekín. Las víctimas estaban arrodilladas junto a sus ataúdes, mientras que seis policías pasaban entre ellas disparándoles a la base del cráneo. Como Esther tratase de cerrar los ojos, uno de sus jefes la tomó de los hombros y le obligó a mirar.

A otros, sus generosos ideales les empujaban más lejos. Lin Zhao, una joven que se había unido a los comunistas en 1948 y que confesaba que «mi odio a los terratenientes es tan grande como el amor por mi país», lo demostró metiendo a uno de ellos durante toda una noche en un barril de agua helada, sintiendo una «cruel felicidad» al oírle gritar, porque así los campesinos no volverían a tenerle miedo. Después de que una docena de víctimas fuesen ejecutadas tras un acto revolucionario que había organizado, Lin miró detenidamente a cada uno de los cadáveres y «me sentí tan orgullosa y feliz como la gente que había sufrido directamente por su causa». Acababa de cumplir veinte años.

No sé si De Quincey hubiera coincidido conmigo, pero lo más alto en imperfección, por su absoluta arbitrariedad, es lo que sigue. En la zona de Yongren, en Yunnan, había un hospital que cobijaba a unos cien leprosos. A las masas no les gustaba verlos deambular por el pueblo, porque temían el contagio, así que Ma Xueshou, un funcionario encargado de los asuntos rurales, concibió una ingeniosa solución. La milicia reunió a los leprosos, los encerró en el hospital y le prendió fuego. Sólo seis de los ciento diez sobrevivieron.

Es difícil hallar la unanimidad en la crítica de arte, así que me arriesgaré a estar solo. Me pasa como a Georges Brassens cuando cantaba que la guerra de los años cuarenta no le había defraudado. Fue larga y masacrante, sí, pero no le merecía más que un primer accésit. «La fetén, la que yo prefiero, es la del catorce al dieciocho» («Moi, mon colon, celle que je préfère c’est la guerre de quatorze-dix-huit»).

Si me aprietan, de entre los asesinos de orfeón, el fetén, mi preferido, es Mao Zedong.

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