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El odio al romanticismo

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Segunda conferencia: primer ataque a la ilustración

Comienza la segunda conferencia del libro con una «cierta definición» del concepto de ilustración «de principios del siglo XVII y finales del XVIII». Asegura Berlin que esta definición se apoya en tres principios que constituyen «las bases sobre las que se ha apoyado la tradición occidental en su totalidad». Estos tres principios son los siguientes: «El primero, que toda pregunta de carácter genuino puede responderse, y que si no se puede, no es en realidad una pregunta»; «La segunda proposición es que todas estas respuestas son cognoscibles y pueden descubrirse por medios que se pueden aprender y enseñar a otros; que hay técnicas por las que se puede aprender y enseñar los modos de descubrir en qué consiste el mundo»; «La tercera proposición es que todas las respuestas han de ser compatibles entre sí ya que, si no lo son, se generará el caos. Resulta evidente que la respuesta verdadera a una pregunta no puede ser incompatible con la respuesta verdadera a otra».

Añade Berlin una tercera idea que sería, en realidad, un cuarto principio: «Hay solamente un modo de descubrir esas respuestas, y es gracias al uso correcto de la razón, deductivamente como en las ciencias de la matemática, inductivamente como en las ciencias de la naturaleza». La exposición de Berlin posee, como ya decíamos más arriba, la virtud de su enorme claridad pedagógica. Pero posee otra cualidad, además, nada desdeñable: que presenta unos hechos que el  lector (en este caso) puede interpretar de formas muy distintas, e incluso contrapuestas. Berlin presenta unas ideas o «proposiciones» que parecerán a unos el colmo del sentido común y a otros casi una caricatura y una crítica radical al movimiento. Ya que ninguno de nosotros, creo yo, podría razonablemente estar de acuerdo con ninguna de las proposiciones de Berlin. Sabemos que son principios demasiado abstractos e ideales, e inmediatamente se nos vienen a la cabeza multitud de ejemplos que los contradicen. Ejemplos que vienen de la misma ciencia, pero también de las ciencias humanas, de las artes, de la psicología y la sociología y, en general, de nuestra experiencia inmediata e intuitiva del mundo.

Es evidente que esta apacible «fe» de los ilustrados en una realidad compuesta de explicaciones racionales claramente demostrables y comunicables no era más que una creencia que los hechos contradicen caudalosamente. En primer lugar, porque, como el propio Berlin reconoce a continuación, el pensamiento ilustrado no tenía en cuenta la historia. Para los ilustrados, los seres humanos eran iguales en todas partes y en todas las épocas y sus problemas podían solucionarse por los mismos métodos. Para nosotros, que hemos nacido después de Marx, el pensamiento de que nada sensato pueda decirse al margen de la historia al hablar de la sociedad, de la política, de la ética o del ser humano, resulta intolerable. La sociedad no es un ente abstracto e ideal, sino un producto de la historia. Es la historia la que define lo que somos.

Es evidente que al gran proyecto de la Ilustración, admirable como es, y sin duda crucial en la evolución de Occidente, le faltaban algunas piezas, algunos elementos de esa misma «realidad» en la que quería indagar. Pecaban los ilustrados de un exceso de idealismo, por un lado, y de un exceso de literalismo por el otro: considerar que lo «razonable» sería lo mismo para cualquier persona de cualquier época y en cualquier lugar del mundo. No tenían en cuenta las diferencias culturales y el hecho de que todos los seres humanos viven en sistemas de símbolos y de creencias, es decir, que todas las sociedades, desde las más sencillas a las más complejas, viven de acuerdo con sistemas de valores y redes de significado que sólo tienen sentido consideradas en sí mismas.

Pero, ¿eran realmente los ilustrados así de simples? ¿Eran verdaderamente tan ignorantes de las realidades del mundo y de la vida? Lo cierto es que no. Berlin cita enseguida a Montesquieu, que en sus Cartas persas establece con claridad lo que hoy llamaríamos «relativismo cultural», a saber, que si fuéramos persas criados en Persia no desearíamos ni buscaríamos lo mismo que si fuéramos franceses criados en Francia. Célebre es el pasaje en el que Montesquieu recuerda lo que Moctezuma le dijo a Cortés: que la religión cristiana debía de ser muy buena para los españoles, pero que para los mexicas la mejor era la religión azteca. Cuando Montesquieu observa que este punto de vista no es absurdo, notamos el escándalo no sólo de la Iglesia del siglo XVIII, sino del propio Berlin.

Lo cierto es que este punto de vista, clásicamente ilustrado (ahí están, por ejemplo, las Cartas marruecas del gran Cadalso, herederas de Montesquieu), tenía ya sólidos antecedentes en las letras y el pensamiento europeos. Ya los hemos citado: los Ensayos de Montaigne o la visión del Nuevo Mundo proporcionada por autores como fray Bernardino de Sahagún. Sin embargo, para Berlin, este punto de vista de Montesquieu, tan moderno, tan inteligente, tan democrático, tan tolerante, de acuerdo con nuestro punto de vista, es, en realidad, una crítica a la Ilustración. No, no una crítica, sino un «ataque». Este es, de hecho, el primer ataque a la Ilutración de los prometidos en esta segunda conferencia.

El segundo «ataque» a la Ilustración provendría de Hume. Como sabemos, Hume asestó un golpe mortal a la idea de la causalidad o a la del razonamiento como herramientas universales e implacables. ¿Cómo puedo demostrar, por ejemplo, que algo existe? Lo extraño –desde mi punto de vista– es que Berlin vea el relativismo de Montesquieu o el empirismo de Hume como «ataques» contra la Ilustración. Si lo que dice la Ilustración es cierto, entonces, ¿quién podría atacar sus principios? Se demostraría que los ataques son falsos, y se acabaría con el problema. Esto es, precisamente, lo que sucede en la ciencia. Nadie discute la Ley de la Gravitación Universal, por ejemplo. O la Tabla Periódica. No hay varias tablas periódicas alternativas, ni autores que defiendan la inclusión o exclusión de ciertos elementos. Este es el terreno plenamente objetivo y universal, ajeno a la historia y a la geografía, a las costumbres y a la cultura, a los valores y a las ideas: el reino de la Ciencia. ¿No estará Berlin confundiendo la Ilustración, movimiento filosófico, político, cultural y científico, con la simple Ciencia?

Berlin afirma que el pensamiento de Hume «abrió una brecha» en la concepción ilustrada del mundo. Pero esa no es la cuestión, seguramente. Veo, en todo esto, la sombra de una actitud psicológica que siempre me ha parecido curiosa y que tiene que ver con un tipo de carácter, una forma de ver el mundo, quizás un determinado signo del Zodíaco, por decirlo así. Es una actitud claramente adulta, muy razonable, bastante práctica y realista, algo timorata, un punto de vista que a un exaltado podría parecerle cobarde o quizás, incluso, cínico.

Voy a aclarar lo que quiero decir. Leyendo a Berlin uno tiene la sensación de que a él no le importa (curiosamente) lo que sea verdad o no lo sea. Lo que le importa es que el mundo sea bueno, bonito y agradable. Lo que le importa son las ideas felices y optimistas, no si estas ideas son verdaderas o falsas. Los Ilustrados creían que mediante la razón podía crearse una sociedad poco menos que perfecta, justa, pacífica y próspera. ¿Por qué no seguir creyendo eso?, se pregunta Berlin una y otra vez. ¿Por qué tienen que venir estos agoreros a destruir una creencia tan luminosa y vivificante? ¿Qué necesidad hay de buscarle tres pies al gato?

Es la actitud del que se indigna y se siente molesto porque alguien denuncia, por ejemplo, que en un bonito lugar de vacaciones el agua está contaminada. Siempre tiene que venir alguien a estropear todas las cosas buenas. Pero la cuestión es: ¿está el agua realmente contaminada o no? Berlin no parece pararse a considerar ese punto. Estábamos tan felices con la claridad de la Física de Newton y tuvo que venir Einstein a revolverlo todo y a llenarnos la cabeza de ideas incomprensibles. Pero el problema no es si antes estábamos tranquilos y ahora estamos intentando comprender qué es eso de que el tiempo curva el espacio. El problema es si lo que dice Einstein es cierto o no lo es, y si lo que decía Newton, aunque fuera cierto, no resulta ahora incompleto e inexacto.

Nos adentramos a continuación en una de las partes más interesantes del libro. Uno de los puntos de la argumentación de Berlin es que los alemanes en los siglos XVII y XVIII eran una colectividad relativamente humilde y provinciana, y que, sobre todo a raíz de la violenta Guerra de los Treinta Años, comenzaron a profesar hacia los franceses un enorme resentimiento mezclado de envidia. Todo lo francés era odioso para los alemanes, pretencioso, falso, mientras que el alma alemana, hecha de interioridad, de piedad religiosa, de música, se consideraba algo puro y auténtico, mucho más digno y profundo que todo ese oropel y esa elegancia de las cortes francesas. La humillación de Alemania frente a Francia es un buen argumento para explicar las raíces del romanticismo alemán, por supuesto (aunque no el inglés, el francés, el ruso, el polaco o el italiano).

La mayoría de los románticos alemanes tuvieron un origen muy humilde (Lessing, Kant, Herder, Fichte) o bien provenían de la clase media-baja (Hegel, Schelling, Schiller, Hölderlin). Goethe era un burgués rico y Kleist y Novalis lo que en la época se llamaba «caballeros terratenientes». Los ilustrados, por el contrario (con la notable excepción de Diderot y Rousseau), provenían de la nobleza o de la alta burguesía. Cuando Herder visitó París en 1770 no consiguió entrar en contacto con ninguno de estos hombres importantes. Algo semejante le sucedió a Wagner medio siglo más tarde: su desastrosa experiencia parisiense lo convirtió en un feroz nacionalista alemán.

Llegamos así al tercero de los «ataques» a la Ilustración, que proviene, en este caso, de un verdadero antiilustrado: Johann Georg Hamann. Hamann comenzó siendo un ilustrado, pero pronto se apartó del pensamiento racionalista, polemizó con Kant y con Herder y se volvió a la Biblia y a la Cábala como fuentes de inspiración. Se cumple, una vez más, aquello que anunciamos al principio de estos comentarios: que la mayoría de los autores antiilustrados fueron intelectuales de segunda fila. Aunque Hamann era muy admirado por sus contemporáneos y quizás hoy sería tenido más en cuenta y leído con más interés, de no ser porque cometió el gran pecado de manifestar sus recelos frente a la sacrosanta razón.

Hamann escribió en un estilo deliberadamente confuso y simbólico que resulta difícil de comprender, nos dice Berlin, y que nos recomienda, por otra parte, que no gastemos nuestro tiempo en leer tal galimatías. Pero, ¿acaso Hegel o Kant resultan fáciles de comprender? Lo cierto es que casi todos los pensadores alemanes son difíciles de comprender, y no por esa razón se nos dice que no gastemos nuestro tiempo en leerlos.

Entre burlas y veras, Berlin nos propone a continuación un resumen de las principales ideas del antiilustrado Hamann. Lo curioso es que al leerlas, al menos del modo que las expone Berlin, nos parecen muy inteligentes, muy acertadas y casi siempre brillantes. Hamann opina que la vida es un fluir en continuo estado de cambio, y que intentar cortar o segmentar ese flujo vital «bergsoniano» (añade Berlin) tendría un efecto destructor. ¿Qué es lo que buscan los hombres? Según Voltaire, lo que los hombres desean es «la felicidad, la satisfacción, la paz», pero esto para Hamann no es cierto: lo que desean en realidad los hombres es «hacer funcionar todas sus facultades del modo más pleno, de la manera más violenta posible».
Nos gustaría comentar varias cosas:

– ¿Es eso realmente lo que pensaba Voltaire? Ciertamente no el Voltaire de Cándido, que es una enumeración imparable, si bien humorística, de todos los horrores, espantos y crueldades de que es capaz el ser humano. ¿Qué significa eso de que los hombres buscan «la felicidad»? Si la buscaran realmente, ¿cuál sería el problema?

– La observación de Hamann nos parece mucho más inteligente y profunda que la del supuesto Voltaire de Berlin. Los hombres desean «hacer funcionar todas sus facultades del modo más pleno», es decir, experimentar y vivir todo lo que es posible. Esta es una buena explicación del gran enigma que constituye la vida humana en su exuberante variedad de culturas, costumbres, placeres  y formas de diversión y de crueldad. Decir que los hombres desean experimentar todo lo que pueden experimentar no parece en absoluto un disparate. En todo caso, parece algo mucho más sensato que la afirmación alternativa, que los hombres buscan la felicidad, la satisfacción, la paz, tres cosas que brillan por su ausencia en la historia de los pueblos tal y como la conocemos.

– Berlin añade una frase más: «de la manera más violenta posible». Ignoramos si, en este caso, está parafraseando algún texto de Hamann o está, más bien, añadiendo de su cosecha. Lo cierto es que Berlin tiene la costumbre de añadir las palabras «violento», «violencia» o «violentamente» a todas y cada una de sus afirmaciones relativas al romanticismo. Veremos otros ejemplos más adelante. Este pequeño truco suyo parece bastante impropio, aunque en la comunidad científica está comúnmente aceptado reírse  y ridiculizar más o menos abiertamente temas como  el romanticismo, las emociones, la mística o los temas orientales.
Sigue diciendo Hamann que un hombre tallado y podado de acuerdo con las ideas enciclopedistas sería un hombre muerto en vida. Y continúa parafraseando Berlin: «si se aplicaban las ciencias a la sociedad humana –pensaba Hamann–, ello conduciría a una espantosa burocratización». Ya que Hamann se oponía a los que pretendían ordenar la realidad y convertirla en un sistema burocrático por el procedimiento de «poner cosas en cajas, asimilar una cosa a otra» y se oponía también «a los que querían probar, por ejemplo, que crear era equivalente  a obtener ciertos datos de la naturaleza y a reorganizarlos de acuerdo con parámetros agradables».

No nos parece insensato lo que dice Hamann tampoco en este aspecto. Prever ya en fecha tan temprana los peligros de una burocratización de la sociedad parece algo bastante brillante. También es interesante la visión del pensamiento racionalista como un «poner cosas en cajas». Esas cajas no son otra cosa que categorías y esas categorías no son otra cosa que lenguaje: la creencia de que conocer la realidad es ponerle a cada cosa su nombre adecuado. La visión de Hamann del lenguaje es totalmente diferente. El lenguaje para Hamann no es un código universal que puede traducirse a cualquier idioma y que transmite verdades impersonales y ahistóricas, sino un hecho cultural, emocional y personal. El lenguaje, para Hamann, no es intercambiable con el pensamiento, ya que según él no pensamos con frases, sino con símbolos y emociones. No veo en ninguno de estos planteamientos la menor sombra de locura, «violencia» o «irracionalismo».

En cuanto al rechazo de esa visión de lo que significa crear, ¿qué puede añadirse más que Hamann tiene en esto más razón que un santo? «Para Hamann, en cambio, la creación era el acto más personal, más inexpresable, menos descriptible y analizable», dice Berlin. Pero es que esto es evidentemente así. La visión de Berlin de la creación (reorganizar los datos obtenidos de acuerdo con «parámetros agradables») es absolutamente ridícula.

No sentimos la menor simpatía por el pensamiento reaccionario ni tampoco por aquellos que quieren regresar a la autoridad de la religión, y mucha menos a esa fe del carbonero que Hamann proponía para resolver las incertidumbres del conocimiento. Pero lo cierto es que las críticas de Hamann a la Ilustración parecen bastante sensatas y muy adelantadas a su tiempo. Y nos referimos sobre todo a las ideas parafraseadas y destacadas por el propio Berlin.

Otro tema que no hemos comentado es la afirmación de Berlin de que esas tres «proposiciones» que constituyen, según él, la base del pensamiento Ilustrado, han sido desde siempre el centro de la tradición occidental. Es interesante constatar lo poco que sabemos, en el fondo, sobre esa famosa tradición occidental que es el suelo sobre el que pisamos y sobre el que edificamos nuestros palacios y nuestros sueños. ¿Es esa realmente la creencia central de la tradición occidental, la convicción de que todo puede explicarse y averiguarse mediante la razón? Yo diría que no, que esta es una idea que surge aproximadamente en el siglo XVII y prospera sobre todo en el XVIII.

Si hay una idea clave y central a Occidente sería, creo yo, la importancia del individuo y de la visión individual. Es un tema muy grande para tratarlo siquiera someramente al final de una entrada que es ya demasiado larga. Pero la visión individual, la importancia de la conciencia y de la intención, el «hombre interior», ya estaba en los primeros escritos cristianos, las epístolas de san Pablo. Cristo es la imagen del hombre histórico, del individuo que nace en un lugar determinado, dentro de una cierta familia, en una cierta época. No es, como Buda, un personaje mítico y abstracto. Es un individuo, y además es pobre, y se junta con otros individuos que son tan pobres como él: los más pobres que puede haber, que son los pescadores. De aquí surge una nueva cultura, que no es de dioses, ni de héroes, ni de reyes, sino de personas simples que comen, sudan, lloran y se lavan los pies del polvo del camino.

El individuo dentro de la historia, el individuo creador: éste sería, en mi opinión, el tema central de nuestra cultura.

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