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El nacionalismo es el opio del pueblo

El hijo del chófer

Jordi Amat

Tusquets, Barcelona, 2020

256 p.

En el huracán catalán. Una mirada privilegiada al laberinto del procés

Sandrine Morel

Planeta, Barcelona, 2018.

Traducción de Lara Cortés Fernández

224 p.

El golpe posmoderno. 15 lecciones para el futuro de la democracia

Daniel Gascón

Debate, Barcelona, 2018

208 p.

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El estúpido tiene al menos dos ventajas innegables sobre nosotros. La primera, que la estupidez en general nunca descansa. La segunda, más concreta, aunque estrechamente vinculada con la anterior, es que el idiota es inasequible al desaliento, rara vez se da por vencido. Una discusión con un estúpido recalcitrante es una batalla perdida de antemano y no exactamente por el hecho elemental de que no atienda a razones sino porque le motiva una contumacia invencible. Cuando ya no podemos más, él sigue impertérrito con su salmodia. Confesémoslo: nos gana por agotamiento. Pues bien, aceptada esa premisa por su patente obviedad, hagan el favor de releer las líneas anteriores sustituyendo estúpido por fanático o sectario. No habría que modificar una coma. Y más si esa fogosidad alicorta está alimentada por una pasión nacionalista. Por lo que a mí respecta, les confieso que prefiero discutir con un ladrillo antes que hacerlo con un nacionalista militante. Por decirlo en términos más convencionales, la palmaria inutilidad del diálogo en estos trances me conduce a la renuncia preventiva a entrar en controversias que destilan a partes iguales cólera y visceralidad. La omnipresencia del conflicto catalán en los últimos años –antes que la COVID-19 viniera a desplazarlo de las portadas de informativos- me ha llevado, como supongo que le habrá pasado a muchos de ustedes, a una saturación rayana en la fatiga mental y hasta puramente física. Llevo un montón de meses soslayando cualquier artículo, libro, discurso, discusión o información vinculada directa o indirectamente al malhadado procés. Pero debo reconocer que al despertar, el procés seguía aquí.

Se ha escrito tanto y desde tantos puntos de vista sobre el conflicto catalán que, a estas alturas, es literalmente imposible no caer en la reiteración. Nada de lo que pueda decirse escapa a esa condena. Ahora bien, esta inflación informativa genera un fenómeno curioso –aunque no inusual-, como resulta ser el hecho de que los planteamientos más cruciales y evidentes terminan diluyéndose en el magma impreciso de tantas proclamas, estridencias, directrices, estrategias, consignas, amenazas y, por decirlo en corto, tantas interpretaciones interesadas. Advierto esto porque mi intención aquí no es volver, por enésima vez, a contar unos acontecimientos que todos conocemos ni a repetir análisis que ya hemos leído en múltiples ocasiones. Pretendo tan solo rescatar, en la medida de lo posible, una mirada prístina que nos ayude a recolocar el problema en sus justos términos. Por descontado, ni se me pasa por la cabeza ofrecer soluciones, ni siquiera posibles alternativas en el actual impasse, por dos buenas razones: primero porque no tendría sentido ensayar tal cosa desde esta tribuna y, segundo -¿por qué no admitirlo?-, porque no tengo ni la más remota idea de cómo escapar del laberinto.

Me limitaré por tanto a una lectura –aviso ya que muy personal- de tres obras recientes que, en mi opinión, tienen el mérito de situar el problema en unas coordenadas esclarecedoras. De ellas, una no trata directamente del procés –lo hace solo de modo muy tangencial- porque es la biografía de un personaje como poco atrabiliario, como fue el periodista Alfons Quintá (1943-2016). Otro de los libros tiene el aliciente, desde mi punto de vista, de aportar la frescura de la mirada extranjera, en concreto, de una reportera del país vecino, allende los Pirineos. Se titula En el huracán catalán y lo firma la corresponsal de Le Monde, Sandrine Morel. El tercero me resulta atractivo por constituir una reflexión acerca de la deriva nacionalista desde los principios progresistas, pero no del sedicente progresismo acomodaticio y oportunista que está ahora en el poder, sino desde una izquierda crítica con sus propios postulados. Se trata de El golpe posmoderno -¡qué certero título!- y lo escribe el prolífico Daniel Gascón.

Me habían hablado muy bien de El hijo del chófer. El libro ha cosechado excelentes críticas de manera casi unánime y hasta da la impresión de que ha llegado a conquistar el aplauso del público porque, según leo, lleva ya varias ediciones. Recalco el dato anterior porque, en contra de lo que uno a priori pudiera pensar y a despecho de que no es muy extenso, el libro de Amat no es exactamente un relato ameno o fácil de leer. Por el contrario, la meticulosidad con la que el autor ha abordado el empeño de reconstruir la vida del antes citado periodista catalán (Alfons Quintá) hace que algunos de sus pasajes constituyan una catarata de nombres propios y datos menudos que precisan una lectura atenta, sobre todo para los que –como confieso es mi caso- no dominamos el entramado político-financiero-cultural-mediático de la Cataluña pujolista. A riesgo de simplificar, les diré, para que se hagan una idea, que la trayectoria personal, política y sobre todo profesional de Quintá es el armazón que le sirve al autor para trazar un cuadro demoledor de las relaciones de poder en una región que, bajo la apariencia apacible de oasis, no es más que una ciénaga infecta. ¡Y a qué nivel! Y no lo digo a humo de pajas, sino todo lo contrario porque, personalmente, lo que más me ha impresionado de la lectura del volumen de Amat es la escala de podredumbre y abyección que impregna el ambiente y, con él, a buena parte de los personajes que aparecen en sus páginas, que no son precisamente unos desharrapados sino la elite de los negocios, la administración autonómica, la cobertura mediática y los que dan al catalanismo una pátina intelectual.

Otra cosa distinta y mucho más discutible es el modo elegido por Amat para urdir ese tapiz de corrupción política, degradación institucional, sobornos, traiciones y en el fondo, miserias humanas. La labor de documentación es ímproba pero sorprendentemente no aparece una sola nota a pie de página, así como tampoco al terminar los diversos capítulos ni en la parte final del volumen. Ítem más: todos los personajes que aparecen en el libro existen o existieron y, por descontado, los acontecimientos relatados se supone que son también reales y, como no podía ser menos, están datados con precisión, pero el libro aparece catalogado como «obra de ficción». Concretamente, la página oficial de la editorial Planeta dice «Temática: Novela literaria | General narrativa literaria». Supongo que se trata de una estrategia que busca dar cobertura al autor ante posibles demandas, dada la gravedad de muchas de las imputaciones que se hacen a lo largo del recorrido biográfico de Quintá, pero que despierta una cierta perplejidad en el lector. En efecto, no se trata tan solo que este se vea en la tesitura de realizar constantemente un acto de fe –creer que la narración es fiel reflejo de la realidad- sino de algo más elemental desde la perspectiva del historiador: saber de qué fuentes bebe el autor para decir lo que dice y, con ello, establecer la posibilidad de contrastar esos datos y dichas fuentes, aunque solo sea para confirmar algún punto o calibrar la fiabilidad de las aseveraciones.

No les niego, por tanto, que yo hubiera preferido otro formato pero comprendo que el asunto es delicado, dado que buena parte de los personajes implicados aún viven y, lo que es más importante, ellos o sus herederos familiares y políticos conservan un poder, si no tan omnímodo como hace unos decenios, aún bastante considerable, sin lugar a dudas. Tengan en cuenta que el hijo del chófer, que no es otro que el susodicho Quintá, resulta ser uno de los personajes más arribistas, infames, miserables y repugnantes que ha dado el contubernio político-mediático –tan pródigo en individuos de esa calaña-, pero que la mayor parte de los sujetos que le rodean no le van a la zaga; antes al contrario, rivalizan con él en impudicia, vileza, latrocinio y mezquindad. Se conforma así una especie de cuadro de los horrores en sentido literal, pues no puede hablarse de pillos sino de desechos humanos. Por decirlo, no en términos morales, sino de forma más contundente y probablemente más precisa, lo que aquí se perfila es una auténtica mafia en la que el único principio respetable es el de la omertá. Esta elite –déjenme que emplee el concepto con toda la carga irónica posible- es precisamente la que pone en marcha el procés cuando ve que peligran sus prerrogativas. El sentimiento nacionalista, una vez más, aparece aquí como el último refugio de los canallas. Ya lo proclamó Pujol a los cuatro vientos al zafarse con prepotencia del cerco político y la investigación judicial por los desfalcos de Banca Catalana: «a partir de ahora, cuando alguien hable de ética y de juego limpio, seremos nosotros». ¡El Molt Honorable hablando de ética y limpieza! ¡Cómo Hitler de la Torá o Stalin de la presunción de inocencia!

El libro de Amat dedica toda su parte inicial a los basamentos de ese movimiento político y cultural que, todavía en el seno del franquismo, retomará las pautas del catalanismo clásico, se convertirá luego, ya sin ambages, en nacionalismo y a la postre en independentismo. Al mismo tiempo urde lo que bien podría llamarse intrahistoria de un proceso, una larga marcha que, en este caso concreto -uno de sus hilos-, arranca en la masía de Josep Pla y en un entorno gerundense por el que desfilan personajes variopintos, desde el historiador Jaume Vicens Vives a economistas tan influyentes como Joan Sardà y Fabián Estapé, sin olvidar al poderoso Valls i Taberner. Lo que me interesa destacar –y con ello enlazamos con una de las ideas medulares del trabajo de Sandrine Morel- es que son esas minorías selectas las que de modo muy consciente ponen las bases de un proceso de construcción nacional del que, naturalmente, luego serán principales beneficiarios. Según han destacado desde hace tiempo los principales investigadores del fenómeno, es el nacionalismo el que crea la nación y no al revés, como los nacionalistas de toda laya pretenden que creamos. En el volumen de Morel, mucho más a ras de tierra, simplemente se deja constancia empírica de que la última fase del movimiento nacionalista catalán –simplificando, lo que solemos entender como procés– es simplemente el resultado de un cálculo: «las élites políticas (…) estaban convencidas personalmente de las ventajas que aportaría la independencia», al tiempo que «querían sobrevivir al hartazgo de los ciudadanos respecto a los políticos y a la crisis de representación que se extendía por toda Europa».

Forzoso es reconocer, no obstante, que esa es tan solo una de las patas de un movimiento complejo, como lo es todo entramado de construcción nacional, que implica factores psicológicos y sociológicos, políticos y culturales, económicos y estratégicos. Dicho de otra manera, es obvio que no basta la simple determinación de unas elites. Aquí entra lo que en el argot posmoderno se ha popularizado como relato, pero que en el fondo es un recurso tan viejo que basta evocar lo que en su momento (1885) significó el famoso Memorial de greuges (agravios) que la elite catalana de la época presentó al rey Alfonso XII. El Espanya ens roba tiene, pues, precedentes ilustres que se condensan en las diversas quejas, manifiestos y proclamas victimistas acerca de la Cataluña permanentemente explotada, oprimida y humillada por España. La habilidad de la clase dirigente catalana del siglo XXI y en especial su sector nacionalista más enragé, ha consistido en traducir ese mismo mensaje en una fórmula atractiva y adaptada a un mundo que amenaza todas nuestras certezas. Así, frente a esta incertidumbre, se reafirma la identidad; frente a la globalización, el sentimiento de pertenencia a una comunidad; y, en términos más inmediatos y prosaicos, pero en el fondo tan movilizadores o más que los anteriores, frente a la política de austeridad y recortes que representaba España –para ser exactos, en ese momento el gobierno del PP, encabezado por Mariano Rajoy- la ilusión de que otro mundo era posible, bajo la forma, claro está, de una Cataluña independiente, dueña de sus destinos, en la que habrá pleno empleo, sanidad gratuita y pensiones dignas per a tothom. Y hasta menos machismo. «Sin el más mínimo pudor», comenta la autora.

Soy consciente de que esta última formulación me hace sospechoso de caer en la caricatura y la demagogia al retratar el movimiento independentista, pero la he usado de modo deliberado porque buena parte del libro de Morel está dedicado a reflejar con sorpresa rayana en la estupefacción el grado de ingenuidad y el nivel de infantilismo que subyacen en los estudiantes, tradicionales amas de casa, jubilados, profesores, profesionales, desempleados y, en fin, gente normal y corriente que conforman la base de la movilización. Los mayores rivalizan en emotividad e ilusión con los jóvenes, hasta desbordarse en lágrimas. Hasta los padres, escribe Morel, parecen vivir una nueva adolescencia. En palabras de la socióloga Marina Subirats, la independencia se conforma así como la «única utopía disponible» en estos tiempos. Una utopía que solo puede arraigar en un paisaje dicotómico, de contrastes, de claroscuros sin matices: el bien contra el mal, la razón contra la fuerza, la democracia frente al fascismo, Cataluña frente a España. La corresponsal francesa recoge varias anécdotas significativas que remiten a dibujar un país opresor, España, caracterizado por la brutalidad, la cerrazón, el fanatismo, el atraso, la violencia y la miseria física y moral. En la más piadosa de las interpretaciones, España es el Titanic y Cataluña ha de desgajarse para no hundirse con él. Morel insiste en varias ocasiones en que ha podido constatar cómo esta voluntad de diferenciación se ha ido transformando con el transcurso de los años (desde 2011). Dibuja, pues, una deriva cada vez más radicalizada que desemboca de forma natural en un «odio desacomplejado» hacia todo lo que parezca español.

Hay una cierta ingenuidad –en el mejor sentido- en la actitud de la reportera francesa. Una ingenuidad que le lleva, por ejemplo, a escandalizarse de «cómo se hacen aquí» las cosas. El motor del procés no son solo los políticos, sino un inmenso conglomerado institucional -las instituciones, todas, puestas al servicio de un ideal particularista- en el que los medios de comunicación desempeñan un papel fundamental, hasta el punto de que gran parte de los periodistas de los medios escritos y, sobre todo, radio y televisión, trabajan para la causa en cuerpo y alma (aunque, eso sí, de forma muy bien remunerada). Mediante «subvenciones, publicidad institucional o nombramientos» los tentáculos del poder autonómico llegan al último rincón. Morel aquí se queda corta, pues ya sabemos por el libro de Amat y la trayectoria de Quintá que hay incluso otros recursos menos confesables. En todo caso, la periodista francesa, celosa de su independencia de criterio, anota con estupor lo que le dice un responsable de prensa de la Generalitat cuando se resiste a seguir las directrices emanadas de arriba: «Si compramos dos páginas de publicidad en Le Monde, escribirás lo que tus jefes te digan…». Como en las películas de mafiosos, nos imaginamos que el mencionado sujeto pronuncia estas palabras de forma distendida, hasta con una sonrisa. No en vano, como anota la propia autora del libro en diversas ocasiones, el procés juega a presentarse ante el exterior como una revolución pacífica, una movilización de abrazos y sonrisas. Es, en suma, la determinación firme, pero amable, de un pequeño país progresista y democrático por sacudirse el yugo secular de un Estado oscurantista y reaccionario.

Precisamente por ello, como ya sugerí antes, no puede estar mejor elegido el título que ha adoptado Daniel Gascón para su análisis: si el golpe de Tejero representaba el golpismo tradicional hasta en su ejecución cutre y chapucera, esto de Mas, Puigdemont y Junqueras viene a ser indudablemente un golpe posmoderno. Debo dejar claro al lector que este contraste con el 23-F es cosa mía, porque no aparece de modo explícito en el libro, pero creo que la antítesis viene a cuento y no tergiversa el pensamiento del autor, sino todo lo contrario. Pues si la mona vestida de seda, mona se queda, por más posmodernidad con que vistamos y adornemos al golpe, golpe sigue siendo. Y no es cuestión baladí en un proceso que se reclama democrático, habla de derecho a decidir y presume de representatividad. Pues en la práctica no respeta las opiniones discrepantes en su propia comunidad, desprecia la democracia y pisotea sus reglas. Gascón añade a este bosquejo una pincelada más, nada banal y que entronca con la línea argumental que ya señalábamos en las obras anteriores y que constituye la línea medular de este comentario: frente al carácter meramente instrumental del golpe de Estado clásico, la elite independentista comprendió que el asalto al poder tenía que adaptarse a las exigencias del siglo XXI. «A diferencia de otros golpes, no fue necesario tomar los medios de comunicación: ya estaban bajo su control».

No es, ni mucho menos, el único de los aspectos que permite hablar de la posmodernidad del procés y su corolario, la ruptura -¡desde dentro!- con el sistema constitucional español. Otro de sus rasgos definitorios en este sentido ha sido la ambigüedad, un aspecto que ha sido muy criticado por distintos analistas sin contemplar la función cardinal que ha desempeñado en la extensión del movimiento. ¿Por qué lo llaman «derecho a decidir» cuando quieren decir «independencia»?, se les ha reprochado a menudo. No obstante, la ambigüedad ha sido la clave que ha permitido a la elite independentista estar al mismo tiempo en el poder y en la oposición, en los despachos y las asambleas, en las consejerías y la calle, animando algaradas («¡apreteu, apreteu!», Torra dixit) y… ¡reprimiéndolas! Y lo que es más admirable, sin pagar apenas peaje por todo ello. Lo más granado de la burguesía catalana, aliada con los antisistema de la CUP; banqueros y empresarios, compartiendo protagonismo con okupas y anarquistas. Por tirar de ironía, podría reconocerse que se hace así realidad el ideal identitario, una colectividad aparentemente unida, sin fisuras, un sol poble.

Todo esto solo es posible si se ha efectuado una «especie de vaciado de las palabras (…) Los conceptos se han convertido en metáforas, que pueden designar lo que a uno le parezca mejor». El triunfo de la subjetividad acaece mientras, por otro lado, la racionalidad sucumbe ante la emotividad, lo que se ha venido en llamar la sentimentalización de la política (Arias Maldonado). En esta liquidez, por decirlo con el término popularizado por Zygmunt Bauman, el nacionalismo populista chapotea a sus anchas. «Nada es verdad ni mentira» titula Gascón uno de sus capítulos. En realidad, como en la anécdota antes consignada de Pujol hablando de ética, la verdad y la mentira son lo que en cada momento quieren que sean los controladores del movimiento. Y admitamos que en esto los nacionalistas no tienen rival. En El llarg procés, Jordi Amat lo llamó la «capilarización del pujolismo». Pero lo más importante de todo ello, no lo perdamos de vista, es responder al servicio de quién, o en beneficio de quiénes, sucede todo esto. Como ya he dejado apuntado antes, este es el hilo que me permite coser estas tres obras dispares, sin caer por ello en la distorsión. En el capítulo quinto, «La responsabilidad de las elites», arremete Gascón contra el argumentario independentista, ese que insiste en la caracterización de movimiento popular, «de abajo arriba». No, la clave es otra. «Lo que cambió es que los políticos se volvieron independentistas». Porque tenían intereses o incentivos para ello. El reconocimiento de esa realidad constituye al mismo tiempo la cara y la cruz del procés, es decir, la razón que permite vislumbrar una salida pero a la vez genera escepticismo sobre su viabilidad, por lo menos a corto plazo.

La paradoja en sí no es difícil de explicar. Frente a la épica del procés, que presenta un pueblo en busca de su liberación –obviando la broma que supone hablar de liberación en este contexto-, el análisis detallado nos conduce a una estimación contrapuesta, la de unas elites que utilizan la palanca independentista como el ladrón la ganzúa, para apoderarse de la caja de recaudación. Lo avieso del propósito no empece el reconocimiento de lo bien que han hecho las cosas, favorecidos –tampoco hay que obviarlo- por la pasividad, indolencia y cobardía de un Estado, el español, lastrado por el peso de la historia reciente y, por ello mismo, atenazado por múltiples complejos. Ahora bien, precisamente por ello y llegados a este impasse, el independentismo cobrará nuevas fuerzas o se irá consumiendo en sus contradicciones dependiendo de las disposiciones de aquellos que le han dado pábulo y han logrado en tan corto espacio de tiempo una movilización tan espectacular. Hay quien insiste en una lectura de los sucesos de octubre de 2017 como el fracaso sin paliativos del movimiento independentista. Otros, como el propio Gascón, adoptan una postura más cauta, bastante más matizada. Si se me acepta la frivolidad, el balance desde su punto de vista estaría cercano, según me parece entender, a un triunfo –que no éxito- del constitucionalismo en el sentido de victoria provisional y por la mínima (de penalti y en el último minuto). Por decirlo en términos más clásicos, una victoria pírrica.

Así y todo, nuestro autor, que ha dado muestras sobradas de su agudeza analítica a lo largo de los diversos capítulos que integran el volumen, cierra su reflexión con un tono esperanzado, ciertamente comprensible, que en cierto modo contrasta con la frialdad analítica de la que ha hecho gala en las páginas anteriores. Un talante constructivo, como digo, es siempre de agradecer pero, en mi opinión, tampoco conviene mantenerlo a cualquier precio si no queremos caer en el autoengaño. A despecho de lo que pregonan muchos comentaristas, hoy por hoy se mantiene la misma o parecida tensión –véase la significativa anécdota de la postergación de la vacunación a policías y guardias civiles- y, por encima de todo, el procés, tal y como está diseñado, sigue siendo rentable, no ya solo para una elite catalana en sentido estricto sino para un importante sector de la población (alcaldes, concejales, administrativos, periodistas, profesionales, escritores, intelectuales) que recogen algo más que migajas. En el libro de Gascón se mencionan, aunque de pasada, algunos de los sueldos de los responsables políticos del procés. Con esas cifras se entienden muchas cosas. En todo caso, es probable que entre todos aquellos sean cada vez menos los que se crean el horizonte independentista, pero no por ello cejarán en su empeño de reclamarlo de todas las maneras posibles, por las buenas o por las malas. Al fin y al cabo, además de los incentivos mencionados, mientras el culpable de todos los males siga siendo España, nadie les pedirá cuentas.

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