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¿Qué puede aprender un antropólogo de un jurista y viceversa?

DAVYDD J. GREENWOOD, CAROL GREENHOUSE

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La edición que comentamos es la versión española, a cargo de Jesús Prieto de Pedro y Honorio Velasco Maillo, de Democracy and Ethnography, que apareció el mismo año en SUNY Press y recoge un trabajo colectivo de antropólogos y juristas sobre la construcción de las identidades sociales en dos sociedades multiculturales, Estados Unidos y España. Muchas cosas hacen sorprendente este intento, que fue producto de un seminario interdisciplinar en la Universidad de Indiana en 1993: en primer lugar, que antropólogos y juristas dialoguen e investiguen juntos algo; en segundo lugar, que encuentren un tema común. En este caso, lo segundo es lo que explica lo primero. El tema, como puede deducirse de los títulos, es la idea de diferencialidad en dos sociedades complejas, pero aparentemente de distinta forma de complejidad, como son la española y la estadounidense. Una primera cuestión a discutir sería entonces algo como lo siguiente: ¿tiene algo que ver el multiculturalismo étnico, y no sólo lingüístico, de los usamericanos con el «muticulturalismo» de lo que llamamos nuestra diversidad lingüística y cultural, la de los castellanoparlantes, los vascos, los catalanes o los gallegos? ¿Tienen algo que ver los tratamientos de las diferencias, las discriminaciones y particularidades en esas dos sociedades? ¿Tienen algo que ver el estado de las autonomías con las maneras cómo el Congreso estadounidense percibe los fenómenos migratorios? A bote pronto, no parecen tener mucho que ver, ni por sus causas históricas y recientes, ni por sus efectos (por ejemplo, políticos), ni por el tipo de políticas públicas que los abordan. El conjunto de los trabajos, de etnólogos, historiadores de las ciencias sociales y juristas que se recogen en el volumen lo muestran: parecerían, inicial y apresuradamente, conjuntos disjuntos dedicados, cada uno de ellos, a tratamientos parciales y especializados en cada uno de los elementos que aparecen en nuestras preguntas. Los variables sistemas de clasificación racial o étnica estadounidenses que tanto han divertido o amargado a quienes han habitado aquellas tierras (y al que se dedican varias intervenciones), las construcciones lingüísticas sobre la diferencia en las aulas jurídicas norteamericanas, las maneras en las que nuestra Constitución ha tratado la diferencialidad cultural o las percepciones de la misma por las gentes, por no mencionar lo que el folclore importa para todo ello, parecen todos temas que tengan poco que ver entre sí. Pero, hay un problema que late en todos esos tratamientos de distintas cuestiones; y éste es, si bien se mira, el mismo: ¿cómo construimos la idea misma de diferencia, cuáles son sus categorizaciones, a qué responden, qué efectos producen y qué funciones cumplen? Que no nos sea fácil entender el problema y que a veces acudamos al expediente de declararlo inexistente (o a parcelarlo legal, etnológica o políticamente) no lo anula. Más bien reaparece como un poderoso o maldito encantamiento. Y no lo anula por una sencilla razón: la cultura contemporánea ya no es ni se nos presenta en el entendimiento inmediato como algo homogéneo. Por eso, el tratamiento de los conflictos sociales y las políticas de integración social (no sólo de emigrantes, sino de la sociedad toda) no pueden desconocer que las diferencias –sean éstas las que sean– son ellas mismas un inmenso problema. Y otros problemas consiguientes son qué hacemos, y por qué, cuando establecemos diferencias y categorías y qué efectos tiene que lo hagamos de una o de otra manera. Pensemos, por ejemplo, en el tema de los derechos de ciudadanía: quiénes, y con qué criterios, deben ser definidos como ciudadanos; qué políticas de ciudadanía deben impulsarse. O pensemos, también por ejemplo, en las políticas migratorias, o en qué tipos de protección deben tener los bienes culturales que son las lenguas. Definir, en todos esos casos, derechos y protecciones supone definir, también, límites y aplicaciones diferenciadas de los mismos. En todos esos casos, las categorías y las diferencias subyacen a los derechos y a las políticas, a las protecciones y a los límites. Y por eso son un problema, o deberían serlo.

Alguien debería pensar seriamente sobre ello. Y quienes están metodológicamente bien pertrechados –o pensamos los demás que deberían estarlo– son los antropólogos. Ellos han estudiado, con métodos y estrategias que clasifican y estudian las clasificaciones, multitud de sociedades humanas, incluidas las nuestras. La peculiaridad de su mirada viene definida por ese bucle de clasificar las clasificaciones y su sensibilidad es la de atender a los procesos sociales de categorización con una percepción detallista. Aunque sus intentos no son menos sistemáticos y teóricos que los de otras ciencias sociales, su sensibilidad a los contextos y procesos culturales los equipan bien para el análisis de lo que nos ocupa ¿Y qué puede enseñarle un antropólogo a un jurista, y con él a todos los saberes que pretenden no tanto explicar cuanto normar? Los juristas –de lo público y de lo privado– se parecerían a los nativos que estudian los antropólogos: hacen cosas por medio de clasificaciones –tipificaciones de conductas y de actos, de instituciones– e incluso las teorizan y las sistematizan. Una primera enseñanza podría ser esa: que aprendan los juristas (y, a través de ellos, todos los ciudadanos) qué tipo de actividad social hacen cuando hacen lo que hacen, cuando clasifican y diferencian como lo hacen. Tal vez haya otra: que ninguna metodología de lo social, y en la medida en que el derecho es saber social algo de ello tiene, es inmune a otras metodologías y aproximaciones y que pierde si las desconoce. La mirada antropológica, que está cerca de lo que describe, es también un espejo de distancia: al ayudarnos a pensar en qué es lo que hacemos y cómo arroja una luz peculiar a nuestros intentos –como juristas, como políticos, como ciudadanos-de arreglarnos el mundo. ¿Y habría también algo que pudiera enseñarle un jurista a un antropólogo? Antes quedó sugerido: que ninguna clasificación es inmune a los efectos políticos y normativos que induce. O dicho de otra manera: que las disciplinas que estudian las clasificaciones y las diferencias están metidas en el entramado de ser métodos y sistemas de la acción social. Lo que la mirada del jurista (o más ampliamente, del preocupado por las normas y por su validez) le enseña a la sensibilidad del antropólogo es que ninguna descripción del mundo lo deja intocado.

Todas estas cuestiones, metodológicas, teóricas y normativas, están presentes explícitamente en el libro que comentamos en diversos momentos, pero –sobre todo– en la introducción de los editores. Están presentes especialmente en todos los ensayos, detrás o a través de su tema específico. En el mundo civilizado internacional trabajos transdisciplinares de este tipo son frecuentes y eficaces; más bien imprescindibles cuando abordan problemas que, como el que comentamos, no tienen clara ubicación en un único campo del saber. Lamentablemente, estos hábitos de trabajo son menos usuales tanto en nuestra cultura académica como en el discurso público. Y es una pena, por no decir un grave error. Porque pensar los problemas que tenemos –ciudadanía, diferencialidad– requiere tanto pensar desde todas las formas de saber que sean relevantes como contra la parcelación en la que se pertrechan algunas de ellas.

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