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El mapa literario multicultural

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Dos términos aparentemente intercambiables etiquetan en nuestros días aquellos productos culturales que nos llegan de puertos abiertos a un tráfico en creciente proceso de expansión: multicultural y poscolonial. El primero procede de un territorio norteamericano surcado hace ya más de un siglo por corrientes ideológicas de signo liberal que se han rebelado contra el proyecto de una América étnicamente homogénea y culturalmente monolítica. El segundo aparece fondeando en las aguas de la vieja Commonwealth, explorando el subsuelo de su viejo imperio político y lingüístico, descomponiendo las piezas de su grandioso mapa colonizador: África, Australia, Canadá, Caribe, India, Nueva Zelanda, Asia Oriental.

El emparejamiento de estos dos términos no tiene por qué causar perplejidad. Ambos nos aproximan a un mismo fenómeno desde escenarios similares y cada vez más familiares. Ambos perfilan una política de diferencias de clase, género o raza muy parecida y acentúan su radicalidad en función de la aceptación o no de algún modelo sociodemocrático de consenso, subrayando en el segundo caso el carácter diferenciador, local y puramente posicional de esas diferencias dentro del discurso de la historia y de la cultura. El debate posmodernista ha removido las aguas de sus repercusiones ideológicas, alertando a las metrópolis occidentales sobre el riesgo de una colonización a la inversa, pues no deja de ser paradójico, como apunta Paul Gilroy, que el colapso de las grandiosas y ejemplares narrativas occidentales coincida con la aparición de otras versiones menores decididamente emancipadoras o que, como señalan algunas feministas, se celebre en nuestro hemisferio cultural la desintegración del sujeto cuando esas otras versiones lo reafirman positivamente en el marco político y cultural de la diáspora. El riesgo de una descolonización a la inversa dista mucho de producir efectos realmente radicales, pues el hibridismo cultural, la hegemonía lingüística del inglés o las nuevas formas de racismo y sexismo continúan filtrando la creación de versiones narrativas decididamente rupturistas y emancipadoras. No sólo eso. El talante que anima la especulación crítica en torno al poscolonialismo, por un lado, se ve obligado a atemperar sus planteamientos más atrevidos ante la introducción de políticas concretas de homogeneización cultural y, por otro, el juego de diferencias preconizado por el posmodernismo resulta inservible ante la producción de efectos hipnotizadores del capitalismo multinacional.

Dificultades de esta índole impiden justificar el multiculturalismo de acuerdo con las alternativas extremas que proporciona la lógica de asimilación y resistencia, o articular convenientemente el poscolonialismo en cuanto encrucijada crítica, provisional y revisionista. ¿Cómo tomar así en serio la política cultural del multiculturalismo? ¿Hasta dónde pueden llegar las literaturas de la diáspora en sus pretensiones estéticas y culturales? ¿Hasta los límites invariables del antagonismo político? ¿Hasta la dispersión interminable del legado colonial? ¿Hasta su recontextualización en clave contracultural? ¿Hasta la seductora ambivalencia del discurso colonial y de su fecunda reserva transcultural? Tomemos, por ejemplo, el caso del multiculturalismo norteamericano, abonado durante los años veinte por la filosofía sociopragmática de Horace Kallen y fertilizado en el relativismo cultural de los antropólogos Franz Boas, Ruth Benedict y Margaret Mead. El relativismo tolerante y abierto que caracteriza las configuraciones culturales presentadas por Ruth Benedict en Patterns of Culture, así como la investigación realizada por Margaret Mead en Nueva Guinea, abrieron los ojos a una realidad multiétnica y diversificada, artificialmente acrisolada en los moldes organicistas y absolutistas impuestos por los movimientos de americanización. La legitimación científica del pluralismo cultural adelantada por estos antropólogos vino, sin embargo, a estancarse en las aguas de un comparatismo funcional que prácticamente dejó las cosas como estaban y refrendó los criterios universalistas que animaron la política social y cultural norteamericana de entreguerras. En cierto modo, reconoce Michael Berubé, la controversia actual sobre este problema es idéntica a la de entonces, pues sigue planteándose en torno a la política de inclusión étnica y genera la alternativa archiconocida: o asimilación o segregación. No llama por ello la atención que la monumental Gale Research Encyclopedia of Multicultural America recoja en sus páginas más de un centenar de minorías americanizadas –entre ellas la croataamericana, serbo-americana, ukranoamericana–, amalgamando dentro de una totalidad pintoresca aquellos rasgos culturales fácilmente asimilables o expresivos de un proceso de aculturalización ya consumado. Semejante mosaico (la metáfora del melting pot pasó ya a mejor vida) acalla de forma oportunista y conciliadora la alarma producida por las exigencias críticas de los estudios de la cultura, la revisión neohistoricista, el feminismo o las propuestas de la pedagogía multicultural ya introducida en los Estados Unidos. Como es sabido, no hace mucho tiempo que la amenaza de desintegración cultural preanunciada por el polémico The Disuniting of America (1991) y por otros pronunciamientos de marcada orientación antimulticultural ha vuelto a resonar en las aulas norteamericanas.

Mas si los fantasmas de la fragmentación, con frecuencia avistados en los márgenes de la cultura afroamericana, han reaparecido en el escenario institucional, el mundo del arte y de la literatura continúan ahuyentándolos. Después de varias décadas de renacimiento étnico aquellas demarcaciones que acrisolaron la mediación cultural –hibridismo, bilingüismo, mestizaje, sincretismo– han conocido una movilidad y fluidez extraordinarias, no sólo como consecuencia de encuentros interculturales de las minorías norteamericanas y las de otros países, o entre ellas mismas, sino como efecto de una política de particularización, localización y especificación de los matices y diferencias raciales, de clase o de género. ¿Qué otra justificación, por ejemplo, podría reclamar la estrecha e imperceptible filiación que despliegan las obras de escritoras como Paula Gun Allen, Amy Tan, Gloria Naylor, Jamaica Kincaid, Michelle Clif, Louise Erdrich, Toni Cade Bambara, Ana Castillo o Montserrat Fontes? Frente a la proclamación de los credos ideológicos coincidentes que fecundaron la afirmación nacionalista de algunas literaturas de minorías durante la década de los sesenta –afroamericana y chicana–, las obras actuales, especialmente las producidas por mujeres escritoras, han diluido las mitologías fundacionales del Panafricanismo y del Aztlán respectivamente, proporcionando un horizonte literario más libre y esperanzador.

Correctivos como éste allanan cualquier recorrido por el mapa literario multicultural actual, ya sea norteamericano o internacional, pero alertan al lector sobre aquellas claves que suelen ensayarse ingenuamente a la hora de celebrar la fertilidad ambigua y seductora de la política de las diferencias. Porque, ¿qué es, al fin y al cabo, una literatura multicultural o poscolonial? ¿Qué es un texto multicultural y poscolonial? ¿El que construye perspectivas múltiples sobre estas diferencias en clave dialéctica? ¿El que se resiste a imperativos ideológicos? ¿El que los asume y los desfigura o los cuestiona? ¿Qué texto no es de por sí multicultural en su más llana y simple textualidad? ¿Qué texto renuncia a ser signo de contradición literaria y cultural?

Ciertamente las paradojas que apuntan estas interrogaciones no son otras que las que suscita la ambigüedad del discurso colonial en cuanto espacio narrable, lugar de inagotable contextualización, de interpelación cultural e incluso de liberación provisional y utópica. Tal ambigüedad continúa salpicando la reconocida admiración que han despertado los escritores africanos y caribeños más populares –Amos Tutuola, Wole Soyinka, Chinua Achebe, W. S. Naipul, Denis Williams o Derek Walcott– y acentúa sus pinceladas más irónicas e inquietantes en las obras de otras autoras y autores más jóvenes: Buchi Emecheta, Ama Ata Aidoo, Jamaica Kincaid, Erna Brodaher o Michelle Cliff. La dislocación psíquica que advertimos en algunas novelas de estas escritoras, o la potencialidad transgresora que acumulan no permite seguir recreando las consoladoras metáforas de reciprocidad especular o de simbiosis cultural que han configurado tantos continentes multiculturales. Ni siquiera el más seductor de los realismos mágicos se presta en ellas a lecturas equívocas o reviste un sincretismo primitivista y cultural harto sospechoso. Si recomponemos a través de ellas una topografía literaria recognoscible o un mapa colectivo definible, no esbozará éste pretensiones culturales hegemónicas o totalizadoras, sino el perfil cambiante e inestable de su condición poscolonial, ostensiblemente diferenciada e intertextual.

La forma en que el escritor y la escritora de minorías puede situarse en esa frontera, así como la posibilidad narrativa que ofrece ese espacio requiere, a decir de la chicana Gloria Anzaldúa, afirmar su identidad sin dejarse absorber por el mercado internacional, reconocer su propia voz sin apoyarse en las bases sólidas de un fundamentalismo defensivo, delimitar su situación particular sin exigir perspectivas universalizadoras, conocer la frontera y «cruzar la línea». Tal afirmación de integridad crítica y creativa permite, sin duda, recorrer la diáspora cultural norteamericana sin alimentar premoniciones catastrofistas o ilusiones vanas. La constelación de literaturas que componen actualmente el mapa norteamericano –afroamericana, chicana, nativo-americana, asiático-americana, entre otras–, puede reconocer sus claves multiculturales precisamente examinando la complejidad que ha exhibido la primera de todas ellas: la afroamericana. El legado de W. E. Du Bois ha sido tan fecundo política, cultural y literariamente que las múltiples variaciones que ha conocido en torno a la articulación de la «doble conciencia étnica» de la raza negra constituyen toda una historia de alternativas interculturales en las que pueden mirarse. Desde los días de la negritud, hermanada política y estéticamente con la diáspora caribeña y africana, hasta nuestros días, comprometidos en la causa de una descolonización crítica y estética, la indagación multicultural difícilmente puede olvidar su justificación emancipadora e ideológica.

Durante las décadas de los sesenta y setenta la orientación política fue muy explícita, bifurcada conscientemente entre los movimientos del Black Power y su correspondiente Black Arts Movement, rubricada por la revolución cultural de Malcom X, líderes políticos, músicos, artistas, cineastas y otras figuras de la cultura popular. La ficción exorcizó en las obras de Ishmael Reed, James Allan McPherson, Samuel R. Delany y Clarence Major, entre otros, los males de la herencia cultural occidental y europeizante. El teatro de Le Roi/Amiri Baraka, Ed Bullins y Adrienne Kennedy llevó a términos expresivos y alucinatorios la confrontación ideológica, galvanizando los ideales nacionalistas dentro del marxismo romántico de los movimientos de liberación. La premonición de W. E. Du Bois jamás había recibido una confirmación dialéctica tan contundente y enriquecedora como la que ofrecieron estos años. Había calado en los intersticios del arte y de la ficción más libre y experimental como pesadilla cultural irreparable:

La llegada del denominado Segundo Renacimiento Afroamericano se hace eco de la convocatoria multicultural universalizadora lanzada por Ishmael Reed y deja oír las voces de escritoras –Paule Marshall, Toni Morrison, Sherley Anne Williams, Gloria Naylor, Alice Walker, Ntozake Shange, Toni Ca de Bambara, Audre Lorde, Terry McMillan– que paradójicamente han aventurado una historización fresca de la conciencia étnica más radical y comprometida que la que podía haber advertido el autor del Before Columbus Projetc. La frontera que habitan estas escritoras ha permanecido cerrada durante mucho tiempo y las distintas voces que la describen lo hacen desde el diálogo familiar que establecen entre ellas, desde posiciones de identidad que carecen de precursores notables, de influencias dominantes y raíces conocidas. Frente al lenguaje de integración y de inclusión multicultural que otros escritores afroamericanos desean llevar a cabo en nombre de la conciencia étnica, el lenguaje emancipador de estas escritoras se sustenta en los actos de resistencia y de reconocimiento que definen su identidad subyugada. Parece una causa muy legítima sobre una situación muy específica, pero cuya radicalidad no puede ser obviada, pues, como reconoce Audre Lorde, ellas hablan desde la particularidad múltiple, compleja, social e histórica que constituye su subjetividad.

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