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Toque a degüello (I)

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Es bien conocida la afirmación con la que Wittgenstein cerraba su Tractatus, según la cual sobre aquello de lo que no puede hablarse, es mejor callar: justamente lo contrario de lo que solemos hacer en la era de la comunicación digitalizada. Sin embargo, hay un asunto sobre el que, aun hablándose, se calla más de lo que parecería razonable: la brutal violencia ejercida –y escenificada– por los miembros del Estado Islámico en Irak y Siria contra sus enemigos. De alguna manera, no sabemos qué hacer con algo así; porque no sabemos qué hacer con el mal, viejo problema filosófico acaso pasado de moda. De hecho, ni siquiera sabemos si puede hablarse de él en esos términos, al sospechar que no sirve para mucho.

Dejaremos aquí a un lado las justificaciones ideológicas de las acciones terroristas, que resultan en peculiares formas de equidistancia moral nada desconocidas en España: disculpar la violencia concreta en nombre de la violencia sistémica que vendría a explicar su surgimiento. Y ello, suele aducirse, porque esas violencias poseen una dimensión política que las sitúa en un plano diferente, allí donde una moralidad excepcional sobrepuja la moralidad ordinaria y lo que parece inaceptable a esta última termina por ser aceptado en nombre de aquélla. En realidad, la política y la ideología pueden, en puridad, encontrarse en cualquier parte; especialmente, si se las busca. Con todo, no deja de ser cierto que hay sociedades donde cabe ejercer una violencia legítima en respuesta a condiciones de opresión. Pero éstas no suelen darse sistemáticamente en sociedades democráticas, por mucho que los adalides de la violencia estructural arguyan lo contrario. De hecho, la ciega aplicación de la plantilla anticolonialista a las sociedades democráticas (como si el País Vasco de los años ochenta hubiera sido la Argelia francesa, por ejemplo) ha contribuido extraordinariamente a complicar el debate público sobre el terrorismo antiburgués europeo.

Pero no es por ahí por donde quisiera avanzar, sino que pretendo más bien abordar las dificultades que plantea la reflexión sobre el mal eo ipso y sugerir, además, una explicación, inevitablemente parcial, para el terrorismo contemporáneo, incluido el salafista.

Hablar del mal, sin mayores especificaciones, nos resulta difícil. Nos parece poco sofisticado; y quizá lo sea. Nuestra época, irónica y reflexiva, tiene poca disposición a abrazar nociones tan categóricas, carentes del doble fondo que acostumbra a buscar nuestro estilo cognitivo. Decir que una acción es mala es como decir que un cuadro es bonito: se trata de la simplificación espontánea y universalizante de un fenómeno que hemos aprendido a contemplar en toda su complejidad. ¿Cómo hablar del mal después de Dios, neutralizadas las teodiceas, en una sociedad multicultural donde, por añadidura, la investigación neurológica arroja sombras constantes sobre el principio de la responsabilidad individual y el libre albedrío? ¡Ni que fuéramos productores de Hollywood!

Sin embargo, ¿cómo no pensar en el mal después de Auschwitz, símbolo de un mal radical que ha conocido, desde el Gulag a Indonesia, de Camboya al 11-S, muchas otras encarnaciones? El problema, de nuevo, es que no sabemos cómo aproximarnos a él. Tal como señalan Bruce Haddock et alBruce Haddock, Peri Roberts y Peter Sutch (eds.), Evil in Contemporary Political Theory, Edimburgo, Edinburgh University Press, 2011.. en un interesante volumen sobre el lugar del mal en el pensamiento contemporáneo, existe un sorprendente consenso entre distintas culturas sobre este tipo de males mayores (genocidio, tortura, esclavitud), pero el acuerdo desaparece cuando se trata de fijar criterios sobre los que sostenerlo. De alguna manera, nuestras intuiciones sobre el mal se ven inmediatamente complicadas por nuestras meditaciones sobre él. Y no es sorprendente. Una sociedad secular tiene más dificultades para construir una teoría absoluta del valor, capaz de atravesar todas las culturas. Máxime cuando la política de la diferencia ligada al multiculturalismo introduce un notable relativismo en la discusión moral: aquello que es inaceptable en una cultura puede ser ambiguo en otra. Tú dices mal, yo digo bien.

Pese a ello no puede negarse que existe un cierto progreso moral de la especie. No hay ejecuciones públicas y la tortura es execrada casi universalmente, por ejemplo. El marco conceptual creado por los derechos humanos ha tenido una indudable utilidad a la hora de establecer algunos límites universales y de popularizar conceptos como la dignidad humana. Nada de eso impidió el genocidio ruandés a comienzos de los noventa, ni la proliferación actual de conflictos bélicos en el interior de Estados fallidos; ciertamente. Pero no se trata de crear un contraste en blanco y negro entre una situación de total pacificación de la especie y otra de completa barbarie, sino de apreciar los cambios acontecidos de acuerdo con la correspondiente escala de grises.

Ahora bien, ¿ganamos algo al identificar una acción humana como manifestación del mal? ¿Obtenemos una mayor comprensión, más claridad analítica, reforzamos nuestra capacidad para combatirlo? Decimos: Hitler es el mal. Pero no está claro que eso nos sirva para entenderlo. Tampoco sabemos si la identificación del mal radical sitúa a sus protagonistas más allá de la moral, por ubicarlos, acaso, más allá de la psicología. Para John Horton, filósofo británico sobre el que luego volveremos, ahí reside la causa de nuestra incomodidad con la noción misma del mal:

La sospecha hacia el concepto no se debe a que pensemos que las acciones o sucesos a los que se aplica no sean moralmente repugnantes –solemos compartir ese sentimiento–, sino a que el uso del término «mal» parece añadir poco, incluso nada, a nuestra capacidad para entenderlos o explicarlosJohn Horton, «The Glamour of Evil: Dostoyevsky and the Politics of Transgression», en Bruce Haddock et al., op. cit., p. 160..

Y eso, por no hablar de otra sospecha: la de que, si todo lo que se comprende es perdonado, quizá sea mejor no comprender. En esa línea se manifestaba hace unas semanas Martin Amis, hablando sobre Hitler; la imposibilidad de comprenderlo aconsejaría renunciar a hacerlo, con independencia, en este caso, de que lograrlo equivaliera a disculpar sus accionesSusan Neiman, Evil in Modern Thought. An Alternative History of Philosophy, Princeton, Princeton University Press, 2002.. Susan Neiman, en un interesante libro sobre el mal en el pensamiento moderno, que arranca con la sacudida intelectual provocada en las filas ilustradas por el devastador terremoto de Lisboa de 1755, sugiere que hay dos puntos de vista que, desde entonces, se ocupan del problema sobre bases más morales que epistemológicas: una va de Rousseau a Arendt, reclamando en nombre de la moralidad que hagamos inteligible el mal; otra, de Voltaire a Jean Améry, demanda justamente lo contrario.

Para Neiman, así es como hay que interpretar la polémica idea de Arendt sobre la «banalidad del mal»: como la reducción del mal a términos comprensibles y, por lo tanto, humanos, en lugar de situarlo fuera del campo de las posibilidades propiamente humanas. Significativamente, Benjamin Murmelstein, dirigente de los Consejos Judíos de Viena y Praga, después último presidente del Consejo Judío de Theresienstadt y sometido, por consiguiente, a las críticas de Arendt, rechaza con vehemencia la tesis de la banalidad del mal ante la cámara de Claude Lanzmann en El último de los injustos, documental estrenado este año en España: «¡Eichmann era un demonio!» Así habla, después de todo, una persona religiosa, que seguramente estará de acuerdo con la celebérrima formulación de Dostoievski (en Los hermanos Karamazov, no en Los demonios, como cabría pensar): «Si dios no existe, todo está permitido». O, para ser más exactos, como señalara Sartre, ratificando el existencialismo avant la lettre del dictum del escritor ruso, hay que ponerse de acuerdo otra vez sobre lo que está permitido: si dios no existe, todo está por hacer. Algo que, con la divinidad fuera de escena, resulta más difícil.

Hay algunas versiones contemporáneas de esa bifurcación. Por un lado, la explicación ideológica (existencia de causas estructurales de orden social que explican la comisión del mal) y la biologicista (existencia de causas estructurales de orden neurológico que hacen lo propio). Por otro, la espontánea reacción popular que califica como enfermo al agente del mal, menos para exculparlo –por razones de hardware– que para renunciar a entenderlo: «Era un vecino más, no entiendo qué ha podido pasarle». Esta última postura, con todo, se inclina sutilmente hacia la neurología, precisamente porque no puede comprender en términos morales que alguien pueda degollar a otro ser humano o abusar sexualmente de un niño, cuando sí podría comprender un robo, no digamos ya si la víctima es un millonario.

Sucede que, si juzgamos el mal inteligible, desembocamos en una curiosa paradoja. Por una parte, se convierte en un fenómeno que percibimos como excepcional, pero que, dada nuestra capacidad potencial para comprenderlo y explicarlo, es al mismo tiempo parte de la normalidad humana. El asesino es a la vez un monstruo y un prójimo. Desde este punto de vista, la peligrosidad de los hombres para con los hombres, tesis antropológica que atraviesa la historia del pensamiento político, con Hobbes y Schmitt a la cabeza, convierte el mal en la norma y el bien en la excepción. Más aún, el mal expresaría la dimensión bestial contra la que lucha el humanismo meliorativo común a todas las filosofías domesticadoras. En palabras de Rafael Sánchez Ferlosio:

De modo que este clásico conflicto entre el rey y el adivino yo siempre lo he considerado bajo la idea de que «adivino de males» es una expresión redundante: sólo el mal puede ser profetizado, porque es secuela de lo dado, o sea, inercia de la necesidad, mientras que el bien, por no estar en lo dado, por ser obra de deliberación y libertad, escapa a toda posible profecíaRafael Sánchez Ferlosio, El alma y la vergüenza, Barcelona, Destino, 2000, p. 364..

Algo parecido dijo Borges, quien encontraba inocencia en la maldad e inteligencia en la bondad. El campo semántico del bien contendría, por tanto, atributos tales como la inteligencia y la libertad, mientras que aquel que corresponde al mal se asociaría, por el contrario, a su negación o ausencia. ¡El mal es ciego, el bien ve! Algo que, por supuesto, deja sin explicar los usos maquiavelianos de la razón, es decir, la inteligencia que a menudo encontramos en la maldad (una maldad que, dicho sea de paso, encuentra una indudable ventaja inicial en el hecho de irrumpir violentamente, aunque no ejecute violencia física alguna, en un escenario donde nunca termina de esperársela: porque ni esperamos la traición del amigo, ni la agresión del desconocido).

Sea como fuere, ¿arroja claridad sobre el mal radical saberlo rabiosamente humano? Más bien no. La naturaleza humana es una carta que acaba con la partida, porque nada más puede decirse: así somos, o así podemos llegar a ser. En consecuencia, la simple apelación al mal, aunque retóricamente provechosa, no parece llevarnos demasiado lejos en términos analíticos. Por eso, solemos ocuparnos más bien de las causas que activan esa posibilidad humana: qué nos hace ser ejecutores del mal. Hacemos más sociología que filosofía: la desigualdad, la identidad, la infancia. Pero, sin dejar de recurrir a la primera, yo quisiera permanecer dentro de los confines de la segunda para abordar la relación directa que el mal guarda con la transgresión, reforzada mediante su estetización contemporánea. Quizás eso nos sirva para comprender algo mejor las manifestaciones del mal radical en la era posmoderna.

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