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Actualidad y refutación de la política heroica (I)

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Una de las ventajas del conocimiento histórico es que nos previene contra la repetición –que, por lo demás, nunca es idéntica– de fenómenos ya acontecidos. Al menos, en principio: si conocemos el pasado, no nos comportaremos como sonámbulos en nuestros días, por emplear la feliz metáfora con que el historiador Christopher Clark describe a los actores políticos cuyas acciones simultáneas condujeron al estallido de la Gran Guerra (aunque el novelista Hermann Broch la había usado ya para describir el fin del mundo burgués alrededor de la misma época)Christopher Clark, Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, trad. de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2014; Hermann Broch, Trilogía de los sonámbulos (Pasenow o el romanticismo, Esch o la anarquía y Huguenau o el realismo), trad. de Angels Grau, Barcelona, Debolsillo, 2009-2012.. Y es que el sonámbulo carece de conciencia, moviéndose de manera inconsciente hacia el peligro. Nosotros, los contemporáneos, estaríamos mejor equipados para identificar aquellas formaciones históricas que amenazan con sacudir la siempre precaria estabilidad social. Sabemos lo que no sabían quienes nos precedieron y eso es –debería ser– un seguro de vida contra accidentes históricos. Aunque rara vez lo sea.

Viene esto a cuento de un panorama nacional e internacional plagado de signos ominosos, que traen a la memoria –precisamente– las primeras décadas del siglo pasado. Los efectos perversos de la globalización y la digitalización han oscurecido, a ojos de muchos votantes y grupos sociales, los enormes beneficios que esos mismos fenómenos han venido proporcionando. Y el resultado es un inquietante regreso de lo reprimido: del nacionalismo al populismo, del soberanismo al proteccionismo. Aunque terminó por perder las elecciones por la mínima, el candidato de la extrema derecha austríaca fue votado por el 86% de los obreros manuales del país: un dato que, dada la claridad con que ilustra algunas de las tendencias dominantes en la actual coyuntura política, parece de encargo. A la misma hora en que se cerraban las urnas, el Festival de Cannes premiaba el cine social del británico Ken Loach, que no dudó en presentar su programa político personal en la ceremonia de clausura: «Otro modelo de sociedad es posible y hasta necesario al impuesto estos años por el neoliberalismo». Finalmente, en nuestro país, las primeras encuestas reflejaban el aplauso de los votantes a la coalición formada por Podemos e Izquierda Unida, que supera al PSOE y se acerca al PP en intención directa de voto.

En todos estos casos, nos encontramos con elementos comunes. Ante todo, un sentimiento anti-establishment que dimana del déficit de legitimación de los gobiernos representativos, a los que se supone títeres de los poderes económicos o perversos, agentes ellos mismos de políticas extractivas destinadas a desposeer al hombre común de su más elemental dignidad. Es, quizá, la convicción más extendida en tiempos de crisis: los ciudadanos de a pie seríamos víctimas de una gigantesca conspiración mundial donde unos manejan los hilos y otros creen mover sus manos. Es una conclusión que tiene su lógica, ya que ante procesos multicausales y complejos tendemos a identificar causas únicas que facilitan la explicación primero y la atribución de culpa después. Y aquí es donde entra en juego el discurso populista.

Frente al secuestro de la verdadera democracia, surgen discursos y movimientos que reivindican una actividad política diferente, capaz de romper con lo establecido y ofrecer los resultados socioeconómicos que el «sistema» no sabe producir. Esta alternativa, como es sabido, conoce dos grandes variantes. Por un lado, la del hombre fuerte o cirujano de hierro que habla claro y no duda en actuar allí donde otros hablan sin actuar: Trump, Putin, Le Pen. Por otro, el movimiento popular de izquierda que defiende la necesidad de reemplazar la mera gestión administrativa de los asuntos socioeconómicos por una actividad política sustantiva de carácter democrático y colectivo: Podemos, el Movimiento 5 Estrellas, Bernie Sanders. De una parte, el líder; de otra, la gente. Aunque la gente no va a ninguna parte sin su líder ni el líder existe sin gente que lo aplauda.

Subyace a estos ultraísmos una imagen de la política radicalmente distinta a aquella a que estamos acostumbrados en el funcionamiento cotidiano de nuestras sociedades; una alternativa que, como es de esperar, cobra fuerza durante los períodos de crisis económica e institucional. Esa otra política carece de límites prefijados: ¿cómo que no puede erigirse un muro en la frontera con México, o crearse empleo abundante y bien pagado con la máxima protección para el empleado a cargo de la empresa? ¿Quién dice eso? ¡Sólo falta voluntad política! Se expide así un pasaporte a la frustración: se subestiman las dificultades del consenso, se sobrevalora la capacidad de la política para actuar autónomamente y se desprecian como inaceptables las constricciones impuestas por la lógica económica. Quizá no haya mejor ejemplo de este ciclo de ilusión y desencanto que el protagonizado por Syriza en Grecia en un tiempo récord.

Vaya por delante que la solución no radica en la completa claudicación de la política ante las constricciones materiales, ni en la resignada aceptación de un gobierno de expertos: en absoluto. Se trata más bien de refinar los instrumentos políticos existentes, evaluando de manera realista sus nada menores posibilidades. Ya que los problemas de los que hablan Trump y Pablo Iglesias son reales, como reales –aunque no necesariamente razonables o fundadas– son las frustraciones que expresan amplios segmentos del público. El peligro no estriba en los problemas que nos presenta la realidad, sino en la posibilidad de agravarlos aplicando a ellos soluciones imaginarias.

Sucede que la propia política, como tal, está asentada implícitamente sobre la premisa opuesta: su plena competencia para la realización de fines colectivos. ¿O acaso sería concebible una campaña electoral donde los partidos contendientes rivalizasen en moderación y cautela? En las democracias, la posibilidad de actuar decisivamente está sobreentendida como elemento estructural del sistema y se materializa en promesas de cambio que los partidos formulan a sus votantes. Podríamos argüir que tal es la función básica de una democracia: abrir el abanico de lo posible. En palabras de Nikolas Kompridis:

Si la política democrática no fuera capaz de desvelar nuevas posibilidades, de dar forma a nuevas esperanzas allí donde las esperanzas se han agotado, ¿en qué sentido podríamos hablar rectamente de una política democrática?Nikolas Kompridis, «Political Romanticism», en Michael T. Gibbons (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Malden, Wiley-Blackwell, 2014, pp. 2.796-2.804.

Desde este punto de vista, un poder democrático que se ejerciese sin cortapisas sería políticamente omnipotente. Y de ahí la seducción que ejercen aquellos líderes y movimientos que denuncian que, si la democracia realmente existente no funciona a pleno rendimiento, es debido a una falta de voluntad política capaz de derribar la resistencia de los poderes en la sombra. Si quisiéramos, en otras palabras, bien que podríamos.

Nos hemos ocupado ya en este blog de los límites de la política https://www.revistadelibros.com/blogs/torre-de-marfil/la-impotencia-de-la-politica-i, es decir, de las razones por las cuales la política es constitutivamente impotente. Pero es también fructífero preguntarse de dónde proviene la creencia contraria, a saber, la de que la política es omnipotente o está cerca de serlo. Sin ánimo alguno de exhaustividad, podemos identificar tres causas que nos ayudan a explicarla.

1. La subordinación de lo social a lo político

Tal como la historia se ha encargado tantas veces de demostrar, a menudo amargamente, el anhelo romántico de nuevas posibilidades sociales, que corresponde a la política descubrir y llevar a la práctica, encuentra uno de sus principales obstáculos en la esfera socioeconómica. La vulgar administración de las cosas –vale decir, una eficaz administración de las cosas capaz de asegurar un mínimo nivel de bienestar material y protección social a los ciudadanos– es la condición de posibilidad para el funcionamiento de una sociedad mínimamente desarrollada. Cuando los supermercados se vacían, el gobernante tiene razones para preocuparse. Nada más alejado de la concepción romántica de la política, empero, que enfangarse en semejantes detalles técnicos.

En ese sentido, pocas ideas de lo político se han revelado más influyentes durante el último medio siglo que la defendida por la gran filósofa alemana Hannah ArendtVéase, al respecto, La condición humana, trad. de Ramón Gil Novales, Barcelona, Paidós, 1993.. Sobre todo, a la vista de su esfuerzo por separar lo político de lo social: la nobleza del vulgo. Por una parte, Arendt lamenta «el ascenso de lo social» y sus consecuencias, tales como la reducción de la política al gobierno, su abdicación ante las demandas biológicas y el reemplazo de la acción personal por la mera conducta individual. Ya que la conducta normaliza y neutraliza, mientras la acción singulariza y distingue; somos masa en la conducta y personas en la acción. Pues bien, sólo la acción estrictamente política, despegada de lo social, es digna de su nombre. Y ello porque las acciones propiamente políticas, «a pesar de su futilidad material», poseen un valor superior a las protagonizadas por un homo faber que se empeña en «hacer el mundo más útil y hermoso», o un animal laborans que hace la vida «más fácil y larga». Fines ambos, para la filósofa alemana, obviamente menores. Huelga decir que su modelo es la polis ateniense, debidamente idealizada.

Queda así dibujado de manera transparente el choque entre la razón poética del romanticismo político y la razón administrativa del estatalismo moderno. Porque, ¿quién se ocupa, en un espacio político como el prescrito por Arendt, de la administración de las cosas? La provisión de servicios públicos, la administración de justicia, la recaudación fiscal, la cartografía y el censo, la conservación del patrimonio, el diseño de los mercados, la seguridad alimentaria, las infraestructuras… Todo aquello que Arendt llama «lo social» no puede ignorarse cuando se plantea una concepción alternativa de la actividad política basada en la conversación entre iguales. Y es que esos prosaísmos nunca aparecen en las proclamas revolucionarias, cuya poesía movilizadora difícilmente deja sitio a los detalles organizativos: seguramente, porque los damos por supuestos en una sociedad acostumbrada a disfrutarlos. Pero basta un mes de hiperinflación para que cambie el signo de las encuestas.

En sociedades de masas atravesadas por múltiples flujos globales, con clases medias que demandan educación y servicios públicos, se produce una fricción inevitable entre las coloristas apelaciones a la politización y la grisácea dimensión administrativa de la vida social. Naturalmente, se incluye dentro de ésta una esfera en absoluto excluida de la conversación política, pero que no parece someterse fácilmente a los dictados de la «voluntad política» allí donde ésta trata de ejercitarse: la economía. Y es que la razón administrativa no es productora directa de las natividades anheladas por Arendt, pero sí crea las condiciones esenciales para que aquellas se produzcan. Si la autocreación individual es una tarea privada de raigambre romántica, la sociedad pluralista y abundante donde ese proyecto puede llevarse a cabo es una tarea pública de origen ilustrado y desarrollo social-liberal.

En realidad, estas dos lógicas –la romántica y la administrativa– están obligadas a coexistir, porque sería ingenuo pensar que el discurso administrativo puede absorber un conflicto político de naturaleza mutante e inerradicable: ni puede hacerlo, ni sería deseable que lo hiciera. Ahora bien, sus discursos respectivos son más bien impermeables: la concepción nativista de la política sólo difícilmente –a costa de debilitar su capacidad de seducción– puede incorporar elementos de la razón administrativa, mientras que esta última no puede abrazar el romanticismo sin quebrantar su propio carácter. Más problemático resulta que el romanticismo político sustraiga sistemáticamente de su discurso aquellos límites que le impone la razón administrativa, alimentando con ello unas expectativas infundadas sobre su poder transformador: fingiendo que todo lo puede. Al hacerlo, se rebela contra unas constricciones que Arendt tampoco reconocería, por entender que lo político –fuente de grandeza personal y colectiva– no puede abdicar ante las servidumbres de lo social. Igual que el marqués no puede condescender a hablar del precio de las viandas que consume en sus banquetes, el sujeto deliberante que participa en la conversación pública en defensa de valores abstractos no debe sentirse concernido por los datos de desempleo.

Es evidente que nuestra filósofa lamentaba, justamente, aquello que ha sucedido: que la política ha sido colonizada por lo social y la conversación pública versa ahora de facto sobre datos de desempleo. Pero una cosa es reivindicar la nobleza de la política sobre los números y otra es afirmar que los números pueden ser derrotados por la política. Irónicamente, quien así lo afirme debe traer las cuentas hechas; o, al menos, ser honesto acerca de las consecuencias materiales que traería consigo prestar una menor atención a los aspectos económicos de la vida colectiva. En cambio, afirmar simplemente que lo político debe prevalecer sobre lo social no implica que pueda decidir eficazmente sobre él sin limitación alguna: la inflación no se somete a los decretos. Por más tentador que resulte abrazar las tesis de Arendt sobre la primacía de la política, sus limitaciones, como el famoso dinosaurio, seguirán ahí cuando nos despertemos.

No ha querido con esto decirse que la política no haya de ocuparse de lo social, como de hecho hace con éxito desigual; se ha afirmado que la exaltación de la acción política desentendida de lo social que lleva Arendt a término –o que Arendt sintetiza ejemplarmente– puede ayudarnos a explicar la creencia en la omnipotencia de la política, cuyo correlato es un romanticismo político que considera realizable cualquier posibilidad política imaginable. Será la semana que viene cuando completemos esta tentativa de explicación. Para, por lo menos, caminar bien despiertos a los abismos.

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