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De Shenzen a San José

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Como tantos críticos sociales a lo largo de la historia americana, Joel Kotkin no es un anticapitalista ni un revolucionario.  Los pocos siglos en los que la humanidad ha convivido con la economía capitalista —subraya— no han desembocado en la distopía marxista de una lucha universal de clases. Por el contrario, pese a enfrentamientos sociales y grandes diferencias en el acceso a los bienes materiales y culturales, la expansión de los mercados elevó en pocas generaciones el nivel de vida colectivo y dio pie a la aparición de una importante clase media entre la nobleza y los commoners.

En la Inglaterra de la revolución industrial les llamaron yeomen, inicialmente granjeros pequeños y medianos que apoyaron los procesos de acumulación primitiva y protagonizaron la transición del feudalismo al capitalismo. Muchos de ellos, más tarde, pasarían de terratenientes a propietarios o accionistas de las compañías que impulsaron la economía de mercado y se conectaron por patrimonio o por matrimonio con un estrato superior de la pequeña nobleza para formar lo que conocemos como gentry, una amplia amalgama social sobre la que se destacaba un pequeño estrato de grandees.

A esa naciente clase intermedia se la conoció como yeomanry, un grupo social equivalente a lo que en el continente se denominaría burguesía nacional, dos términos que connotan desde entonces intereses parecidos. De hecho, con la palabra yeomen se distinguió a las tropas voluntarias de caballería que se unieron al ejército británico para combatir a los revolucionarios franceses y, más tarde, a Napoleón.

Para Kotkin, la aparición del capitalismo globalista y su rápida expansión desde los 1990s ha impuesto un enfrentamiento entre sus dos polos —burguesía e interés nacional— y los ha convertido en contrarios. Esa separación amenaza con un resuelto descenso en su nivel de vida a las burguesías nacionales y a las clases trabajadoras de los países desarrollados en un proceso de creciente clausura de su movilidad social. 

Kotkin no se propone hacer una historia detallada del complejo desarrollo del capitalismo anterior, sino dirigir la mirada a su preocupante realidad actual. En las últimas cuatro décadas la fisura que siempre ha apartado a los más ricos del resto ha alcanzado cotas insuperadas desde los albores de la era industrial. El hiato de riqueza entre el 1% superior en rentas y propiedades y el resto nunca ha sido tan alto en tiempos recientes. En Estados Unidos ese 1% ha salido muy beneficiado, sí, pero, el 0,1%, es decir, unas 150.000 personas de entre sus trescientos treinta millones de habitantes se ha favorecido hasta extremos difícilmente concebibles. Desde la mitad de los 1980s la riqueza de quienes están por debajo del 10% superior ha caído 12 puntos, justamente en la misma proporción de lo que se ha llevado el 0,1%. En el resto de los países avanzados hay tendencias similares.

No es la única muestra de que los caminos de ascenso social se han ido cerrando paulatinamente para millones de personas desde comienzos del nuevo siglo. Para Kotkin, el futuro de las nuevas generaciones va camino de un creciente empobrecimiento relativo que se refleja en otros aspectos básicos del bienestar social. Desde la llegada del capitalismo liderado por la oligarquía tecnológica, las clases medias y los trabajadores no han hecho sino ver crecientemente limitadas sus antiguas expectativas de movilidad ascendente.

Después de la Segunda Guerra Mundial la salida natural hacia el desempeño de más responsabilidades sociales y mayores ingresos había pasado por la obtención de un título universitario, pero ese camino discurre hoy hacia un atasco. Un reciente análisis de la Reserva Federal USA subrayaba que en la actualidad los americanos con un título universitario ganan en términos reales lo mismo que los boomers que no contaban con él a su misma edad. Hay, sí, un número muy superior de titulados universitarios, pero también una creciente disociación en ingresos y oportunidades que no se colma con la obtención de un grado. «Mientras que el título de una universidad de élite abre las puertas de los escalones sociales superiores, no sucede lo mismo con los de las otras. Cerca de 40% de titulados recientes trabajan en menesteres que no necesitarían del grado que ostentan».

Otra tendencia inquietante aparece en la propiedad inmobiliaria. Entre 1940 y 1970 el porcentaje de propietarios de viviendas entre la población general pasó rápidamente de 44% a 63%. Para los adultos jóvenes (25-34 años) de la generación X -nacidos entre 1960-65- la tasa es solo, sin embargo, del 45,4%, y se reduce al 37% entre los adultos jóvenes de la generación del Milenio —nacidos entre 1980-1985—. Muy probablemente, para estabilizar su propio futuro, esos grupos sociales más jóvenes tendrán que confiar de forma creciente en las herencias de capital inmobiliario o financiero que les leguen sus mayores.

A los dos grupos dominantes en la sociedad globalista del siglo XXI —la oligarquía tecnológica y la neoclerecía que le aporta su andamiaje de legitimidad— no les alcanzarán las amenazas de una eventual reducción de su nivel de vida ni del estancamiento de movilidad social que fomenta lo que Kotkin llama la nueva estratificación verde, es decir, ligada a las exigencias de sostenibilidad del ecologismo radical. Para los super-ricos los altos precios de sus bienes de consumo nunca han sido un problema. Por su parte, la neoclerecía vive atrincherada en instituciones como las universidades, los medios o la burocracia estatal, sobre los que pesan poco las regulaciones de todo tipo que hacen más difícil la vida del resto. De hecho, la nueva izquierda oligárquica utiliza su idea de la sostenibilidad para obligar a las clases medias y a los trabajadores a absorber los costes de la escasez que ella quiere imponerles so capa de la supervivencia de la especie.

La limitación de la movilidad social se refleja también en el ámbito cultural. De hecho, las instituciones educativas han impulsado una disminución de la lectura, con la correspondiente decadencia de habilidades cognitivas. Muchos empresarios se quejan de que un 60% de los aspirantes a puestos de trabajo carecen de las más básicas habilidades sociales, como mantener una conversación seria. Los más jóvenes están cada vez más limitados, en sus experiencias, a lo que pueden obtener de sus móviles y de sus medios sociales.

Otro problema aún más serio para las expectativas de las clases medias: la rápida obsolescencia de la familia nuclear en la mayor parte de los países desarrollados. En Estados Unidos el porcentaje de familias monoparentales ha subido del 10% en 1960 a más del 40% actual. En Suecia, en el año 2000 más de la mitad de los nacimientos se daban entre mujeres solteras, aunque muchas de ellas cohabitaban. Contemporáneamente, las tasas de natalidad han disminuido como resultado de la mengua en expectativas sociales y de la dificultad en el acceso a la propiedad inmueble. Los costes asociados con los hijos, incluyendo vivienda y educación, han subido mucho más deprisa que las rentas de las clases medias. «Algo similar puede verse en Asia oriental, donde los lazos de familia eran tradicionalmente muy fuertes. En China cerca de 70% de los adultos entre 18-36 años viven solos […] En Japón, que ha ido por delante en las tendencias demográficas del Asia moderna, se espera que el número de adultos que viven solos llegue al 40% de la población total en 2040. No sólo hay cada vez más gente que vive sola; también crece el número de quienes mueren solos. El número estimado de muertes solitarias en Japón llega a las 4000 semanales». Y cerca de un tercio de los japoneses mayores de treinta años declara no haber mantenido nunca relaciones sexuales —no es la mejor manera de fundar una familia—.

Sin una recuperación de la familia, de sus valores y de sus oportunidades, las clases medias perderán la ambición que antaño las convirtieron en clases ascendentes y se verán reducidas a un mayor estado servil. El propio futuro de la democracia dependerá también de la recuperación de una movilidad social que ayude a que las clases bajas quieran elevarse a medias, a que los solteros quieran transformarse en padres y madres responsables, a que quienes no tienen propiedades pasen a  propietarios de casas y patrimonio.

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La situación es aún peor para los trabajadores industriales y de los servicios. Entre 1940 y 1950, las rentas del 40% más bajo crecieron en torno al 40%, mientras que las ganancias del 20% más alto sólo lo hicieron en un modesto 8% y las del 5% superior descendieron ligeramente. En 1960 los trabajadores americanos podían enorgullecerse de haberse convertido en una verdadera clase media, como señalaba Walter Reuther, el presidente de la sindical del automóvil. Esa promesa se ha ido evaporando, ante todo, por el declive de los sindicatos, cuya militancia descendió de 28% en 1954 a 11% en 2017. Tendencias parecidas se han dado en todos los demás países industrializados.

En buena medida el descenso se debe a la desaparición de los empleos industriales exportados a otros lugares por las cadenas de valor. Y cuando los trabajos industriales decaen, los salarios decaen con ellos. La mediana de ingresos durante una vida laboral de 30 años de todos los trabajadores americanos y en todas las ocupaciones que se incorporaron al mercado de trabajo en 1983 va a ser un 20% menor que la de quienes lo hicieron en 1967. Sin duda, eso no sucedió por igual a todos, pero la tendencia resultaba clara. La movilidad social ascendente —la verdadera esencia de la promesa capitalista— ha descendido notablemente en casi todos los países industrializados.

Por su parte, la llegada de la inteligencia artificial amenaza con la desaparición de muchos empleos que tradicionalmente habían contribuido a ella: trabajadores postales, operadores de circuitos, mecánicos, operadores de computadores, empleados de banca, agentes de viajes. Para los 90 millones de trabajadores americanos de esos sectores el futuro se presenta negro en sus resultados y, sobre todo, por comparación con las rentas de los oligarcas tecnológicos. «El trabajador medio de Amazon ganaba menos de 30.000 dólares en 2018, más o menos lo mismo que su presidente en diez segundos».

Se ha ido formando así un precariado que se emplea en la llamada economía de bolosgig econ– en el sentido de esas atracciones musicales que sobreviven a la sombra de los verdaderos triunfadores. A empresas como Lift y Uber se las quiere presentar como parte de una nueva economía compartida que permite a sus trabajadores obtener más control sobre su jornada de trabajo al tiempo que ganan dinero mediante el uso de sus propios coches. Pero la economía de bolos les priva de la protección que aún mantienen los empleados a tiempo completo. Son trabajadores sin representantes sindicales, carecen de horarios definidos y no gozan de los beneficios sociales que les permitan una vida de clase media. Esos bolos son premonitorios de una condición social servil. 

El descenso hacia el abismo lo amplifica el declive de sus valores culturales. Las defensas tradicionales que ofrecían los vecindarios de las clases trabajadoras —instituciones religiosas, familias extensas, grupos comunitarios, sindicatos— no sólo han decaído, sino que resultan cada vez más gravosas cuanto más limitados son los recursos con los que cuentan.

Y eso sucede al tiempo que los partidos tradicionales de la izquierda encuentran sus mayores apoyos entre los ricos, entre quienes tienen un alto grado de educación formal y entre las burocracias públicas. «La agenda que defienden la clerecía de izquierda y la oligarquía corporativa —en inmigración, en globalización, en cambio climático- no amenaza a sus propios intereses. Pero sí lo hace -y muy directamente— con los intereses de los trabajadores, especialmente en industrias dependientes de las materias primas, como las manufacturas, la agricultura y la construcción.

En su celo por combatir el efecto invernadero, la nueva clerecía ha arreciado en sus ataques a los estilos de vida de las clases trabajadoras en nombre de la sostenibilidad. «Los intelectuales de la izquierda están muy preocupados por el planeta y los migrantes internacionales. Bastante menos por sus compatriotas de la clase obrera». Mientras se benefician de los servicios que esos inmigrantes les prestan, se niegan a ver la realidad cotidiana: que los inmigrantes se han convertido en una seria amenaza para las formas de vida de los trabajadores nacionales.

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En eso se ha convertido en el evangelio de la nueva geografía urbana. Más que en bases para la movilidad ascendente las grandes ciudades se han convertido en imanes para quienes cuentan con buenos medios de vida, mientras las clases medias tratan de refugiarse en las zonas suburbanas donde, precisamente, se hace notar con mayor fuerza el peso de las restricciones urbanísticas. De esta forma, las grandes ciudades americanas han dejado de promover un crecimiento económico inclusivo y la desigualdad en Nueva York y en San Francisco supera a la de Ciudad de Méjico. La inmigración masiva no ha creado el vibrante futuro multicultural celebrado por tantos intelectuales de izquierda, sino que ha servido para recrear mucha de la pobreza y del desorden social típico de las ciudades europeas del XIX.

Al tiempo que se expulsa a las familias de clase media de los centros urbanos, los planificadores de la nueva clerecía quieren imponer el estilo de vida alternativo de sus preferencias con sus ciudades inteligentes. Las ciudades inteligentes se proponen reemplazar un crecimiento urbano orgánico con un régimen dominado por los algoritmos diseñados para racionalizar nuestras actividades y controlarlas mejor. Bajo el lema de la eficiencia de los servicios urbanos, aumentan las oportunidades de que los oligarcas tecnológicos monitoreen nuestras vidas, haciéndolas más dependientes para el mercadeo de sus productos de los trucos de mercadeo. La ciudad inteligente se adapta así perfectamente al nuevo orden feudal: una nueva clase de siervos urbanos forzados a vivir en pequeños apartamentos y con trabajos de bolos esporádicos, cada vez más dependientes de las transferencias fiscales provistas por el estado. A diferencia de los ejecutivos de las grandes firmas industriales típicas del siglo XX, los oligarcas tecnológicos no aspiran a que sus empleados puedan comprar casas y tener hijos. Por el contrario, prefieren tenerlos entregados a su trabajo con una versión moderna del monasticiasmo.

Precisamente para ese tipo de trabajadores del futuro planea Google sus ciudades de bits como Quayside, una zona aún poco conocida de Toronto. Será una ciudad hecha por y para Internet, en la conjunción del espacio físico con el digital y con un urbanismo inteligente centrado en la vigilancia y la recopilación continua de datos por medio de sensores ubicuos —siempre de guardia— en el interior y el exterior de sus edificios y en las calles. Esos datos recogidos gratuitamente de sus habitantes se utilizarían para la publicidad y el mercadeo en los que basan sus fortunas los oligarcas y sus clientes y Google aumentaría exponencialmente sus beneficios y su capacidad de control.

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Entre Shenzhen, la capital tecnológica de China, y San José, su equivalente en Silicon Valley, hay una distancia de 11.145 kilómetros. Algunos optimistas creemos que aún mayor es la que separa al régimen totalitario de Xi Jinping del democrático de Estados Unidos. Kotkin, empero, no se encuadra alegremente en ese grupo. En su decisión de sustituir el orden liberal que, a duras penas, perdura en muchos países, la China de Xi se ha propuesto dominar la siguiente generación de inteligencia artificial y el Partido Comunista Chino trabaja en estrecha relación con los oligarcas tecnológicos domésticos y extranjeros para impulsar un llamado sistema de crédito social que permitirá un control exhaustivo de sus ciudadanos. En él se reflejarán datos relativos a su situación económica, su historia educativa, sus antecedentes familiares, sus lugares de ocio, sus simpatías políticas, sus gustos intelectuales. Ya han construido una aplicación para denunciar a eventuales disidentes políticos y tienen en marcha sistemas de reconocimiento facial que permiten identificar a un individuo entre millares de personas. En la provincia musulmana de Xinjiang lo han utilizado con éxito para perseguir y concentrar en campos de reeducación a los sospechosos de una religión que no puede ser comunista. Resume Kotkin: «esa vigilancia digital es susceptible de extenderse a muchas áreas urbanas de los países en desarrollo, muchos de los cuales toman a China como su mejor ejemplo». Y, como todo aquello que puede ser utilizado con un fin acabará siéndolo, Kotkin nos deja con la duda de si finalmente la oligarquía tecnológica no acabará por imponer ese mismo orden autoritario en otras latitudes.

Aunque discrepemos de las posiciones a menudo obsoletas que van aliadas al recién hallado conservadurismo del autor, a muchos de los que seguimos creyendo en las virtudes del capitalismo y en las no menores de la democracia liberal, el libro de Kotkin (The Coming of Neo-Feudalism: véase blog del 19 de este mes) nos obliga a repensar muchas cosas que dábamos por supuestas. 

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Ficha técnica

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