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El maestro Kong (II)

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Casi nada de lo que sabemos sobre Kongzi, el Maestro Kong, o Confucio entre nosotros, es firme. Se da por supuesto que vivió entre 551 y 479, es decir, a caballo entre los siglos VI y V antes de Cristo. Con esa datación, Karl Jaspers se permitió incluirlo en su Achsenzeit o «era axial», los seiscientos años que van de 800 a 200 a. C., cuando «de forma simultánea e independiente echaron raíces los fundamentos espirituales de la humanidad […]. Sobre esos cimientos seguimos sosteniéndonos hoy» (Einführung in die Philosophie, Múnich, Piper, 1996). A Kongzi le acompañaron en el tiempo Laozi (Lao-Tsé) y Mozi en China; los autores de los Upanishads y Buda en India; Zoroastro entre los persas; los profetas mayores del judaísmo; los grandes filósofos griegos. Una acumulación de pensamiento sobrevenida tras la extenuación de una larga era imperial y que permitió prosperar a la perecedera flor de la libertad.

Lo de Jaspers es poco más que una ocurrencia lírica. Con límites cronológicos tan amplios y conceptos tan imprecisos como «la anterior era imperial» o «la libertad» a palo seco, cualquier cosa puede aspirar a contarse como una contribución perdurable a los venerables cimientos espirituales de la humanidad, por incompatibles que resulten ser entre sí los supuestos miembros de tan distinguido club.

En el caso de los pensadores chinos, hablar de una época imperial que se hubiera relajado en los tiempos en que les tocó vivir a Confucio y a sus equívocos colegas fuerza los límites de la historia. Durante la larguísima etapa de la dinastía Zhou (1046-256 a. C), hablar de poder imperial no es más que una donosura léxica. En la llanura delimitada por el río Amarillo y por el Yangtsé, lo que había era una plétora de pequeños Estados que andaban a la greña por imponer su hegemonía y, entre ellos, la casa de Zhou no tenía otra precedencia que la ritual, y eso no siempre.

El proceso de centralización fue largo y accidentado, con dos períodos (Primavera y Otoño; Estados en Guerra) cuyas rivalidades, guerras e intrigas diplomáticas sin fin sirven a los expertos en teoría de los juegos de entrenamiento para el virtuosismo profesional. La fundación del imperio chino se data más tarde, con el triunfo del Estado de Quin en 221 a. C, y la proclamación de su hasta entonces rey como emperador. El emperador Qin, que fue el único de la dinastía con cuyo nombre conocemos hoy a China, en un precedente ominoso de la Revolución Cultural, ordenó una quema generalizada de libros y que sepultaran vivos a cuatrocientos sesenta eruditos que habían tratado de poner a salvo sus pertenencias librescas. Luego él, ya cadáver, se procuró un entierro a la Federica escoltado por su aguerrido ejército de terracota para pasmo de los visitantes que pasamos hoy por Xi’an. El Maestro Kong se libró de la quema porque vivió trescientos años antes, en la última parte del período Primavera y Otoño. Pero también entonces pintaban bastos.

No sabemos demasiado de las incidencias exactas que lo llevaron a recetar remedios para los diversos lances de la vida en sociedad, pero sí que su preocupación era que lo gobernasen bien. Como Platón, Confucio ofreció sus servicios administrativos y políticos a los poderosos del momento. Como Platón, sin gran éxito. El ateniense sentía una anacrónica querencia por la asombrosa enseñanza leninista de resistirse a los tiranos tomados uno a uno, pero no a una pella de ellos que hubiese recibido una educación de postín. Bien merecido tuvo el susto que le metió en el cuerpo Dionisio el Mayor, tirano de Siracusa, cuando cayó en la cuenta de que las prédicas de su consultor lo ponían también a él en la picota. De creer a Diógenes Laercio, decidió venderlo como esclavo y sólo la ayuda de un admirador adinerado libró al filósofo de ese lance. El maestro Kong no era un iluminado progresista como el ateniense. Más sereno, nunca presumió de fórmulas mágicas.

¿Presumía de algo el sabio? No lo sabemos exactamente. Su primera semblanza se debe a Sima Qian, que la escribió más de trescientos años después de la fecha de su muerte. Sima era un devoto del maestro y su entrega a menudo lo llevaba a exagerar sus andanzas y su influencia. Las Analectas no son mucho más que lo que su nombre indica, un florilegio de sucedidos y reflexiones, frecuentemente cabalísticas, y ni siquiera estamos seguros de que reflejen su pensamiento con rigor porque fueron compiladas bastante después de su muerte. Como recuerda Michael Schuman (Confucius and the World He Created, Nueva York, Basic Books, 2015), numerosos eruditos han pasado siglos aportando detalles, discutiendo anécdotas, escrutando datos de su supuesta biografía y sin ponerse de acuerdo en la sustancia: «El confucianismo se ha convertido una talega de tradiciones, ideologías, ceremonias, conceptos y creencias en la que se pueden contar corrientes divergentes y escuelas rivales entregadas a vivos debates y pertinaces desacuerdos».

Esa pertinaz fragilidad de la doctrina, sin embargo, no le impidió alcanzar un enorme éxito. El confucianismo ha servido para articular durante siglos la convivencia social en China, y no sólo. Confucio viajó con gran fortuna en el baúl de la influencia cultural china –eso que los cursis de hoy, a coro con Joseph Nye, llaman soft power o «poder liviano»– por Japón, Corea y Vietnam. Muy posiblemente porque permitía que sus seguidores sólo tuviesen que convenir en algunos principios básicos y les concedía gran autonomía en todo lo demás. Es en esa resistencia al dogma y en su realismo donde hay que buscar su poder de tracción.

A diferencia de lo que sucedió entre los griegos, no resulta fácil rastrear en Confucio un interés, siquiera moderado, por cosas como el primer principio o la textura del universo. Confucio y sus seguidores muestran gran tibieza ante la physis y sus accidentes, y dan por sentada la sabiduría recibida de conceptos, aún hoy respetados entre los chinos, como el de qi, o energía vital indeterminada, y su articulación en combinaciones permanentes y aleatorias de yin y yang que, por más que llamen la atención hacia el devenir del cosmos, se muestran pertinazmente incapaces de explicar procesos complejos. Posiblemente, en la China aún nonata en la que le tocó vivir, al maestro le resultaba menos urgente lidiar con ellos que con la forma de cerrar el caos político que tenía ante sí. De haberse expresado como los griegos, Confucio habría mantenido que sólo en una polis pacífica y bien organizada el interés por la música de las esferas desplazaría al debate sobre la armonía social.

¿Acaso podría una polis –han reprochado a menudo los partidarios del Gran Inquisidor–resultar armónica si no se apoya en unos principios berroqueños que sólo la revelación divina puede proveer? ¿Puede hacerse respetar una moral horra de fundamento religioso? Confucio no se embarra en la discusión. Su actitud recuerda la máxima que, siglos después, Deng Xiaoping iba a adoptar frente a los maoístas más dogmáticos: «Cruzar el río apoyándose en las piedras». Ninguno de los profetas ha aportado pruebas serias de su relación privilegiada con la divinidad, luego sólo vale confiar en nuestras propias fuerzas y aprender de los errores que con toda seguridad habremos de cometer. Frente a la pretendida incapacidad del realismo para ofrecer principios inconmovibles, hay que apuntar su capacidad para mejorar regularmente la cuenta de resultados de las soluciones salvíficas. Al cabo, realismo equivale a adaptar las lecciones aprendidas experimentalmente a lo largo de los siglos a las circunstancias con que sin tregua nos sorprende la vida.

Algo muy parecido al discurrir de la evolución biológica.

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