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El LSD, medio siglo después

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En pocos días me he topado dos veces con el LSD (dietilamida del ácido lisérgico), la droga psicodélica por excelencia. Por un lado, una novela, La vorágine automática (Madrid, Orígenes, 1986), de Antonio Ferres, me ha retrotraído a mis años sesenta en Norteamérica, la época del misticismo en torno a esta droga y la de su caída en desgracia; y, por otro, una serie de artículos publicados el pasado mes de julio en la revista Science me han informado de su tímida reaparición, a partir de 2008, en el ámbito de los ensayos clínicos de tratamientos contra la ansiedad extrema en enfermos terminales de cáncer y otras enfermedades, así como contra ciertas adicciones. Después de una infinidad de buenos y malos «viajes», entre 1962 y 1971 fueron endureciéndose las limitaciones legales a su uso recreativo, lo que no impidió que éste continuara de forma clandestina, como parte de la cultura hippy, hasta que ésta acabó extinguiéndose. El barrio de Haight-Ashbury, en San Francisco, llegó a convertirse en un gran supermercado clandestino de la psicodelia. Fuera de la prohibición legal, parece que ciertas oscuras y secretas agencias gubernamentales de Estados Unidos trataron de explotar con fines no confesables la enorme potencia de la droga, de la que se dice que basta la que cabe en un maletín de viaje para inutilizar temporalmente a toda la población de Estados Unidos.

Los protagonistas de la novela de Ferres participan en un movimiento clandestino casi místico que aspira a ensanchar la conciencia del ser humano con ayuda de los poderes mágicos del «ácido». El libro me lo había regalado su editor, el también novelista Eugenio Suárez Galbán, rescatado de los desechos de su extinta editorial, y lo comentamos con él y con el autor en uno de los desayunos que compartimos semanalmente. La acción transcurre en Bloomington, Indiana (Bloomingdale en la ficción), en cuya universidad fue profesor Ferres.

Hablando sobre el sustrato real de la ficción, surgió el nombre de Stanislav Crof, quien, al igual que Timothy Leary, fue y, hasta cierto punto, sigue siendo, uno de los apóstoles académicos de la psicodelia. Crof es un psiquiatra checo que emigró a Estados Unidos, donde ha seguido una prolongada carrera académica transitando por esos espacios donde la ciencia empieza a perder parte de su frágil reputación. Durante unos años realizó experimentos con voluntarios con objeto de explorar hasta qué punto el LSD desenterraba memorias profundas del inconsciente humano. Al parecer, un sujeto aseguraba haber revivido su experiencia (¿evolutiva?) como reptil del Terciario y otro, sus habilidades como embalsamador egipcio. La capacidad de invadir la mente del otro, o la víctima y el victimario como facetas de un mismo individuo, eran ideas que se trenzaban en el discurso «crofiano» junto a la capacidad de la droga para «cambiar la vida» del iniciado. El actor Gary Grant fue uno de los primeros en admitir que la experiencia le había cambiado la vida de un modo duradero. Al final de la novela de Ferres, los protagonistas, una vez cumplido el rito de iniciación, abandonan Estados Unidos con nombres nuevos.

Le pregunto a Ferres si llegó a consumir LSD y confiesa que participó como voluntario en un ensayo de Crof, dejándose inyectar la droga en la espina dorsal: «Probablemente me tocó el placebo… no experimenté nada anómalo», dice con una sonrisa pícara. Esta novela, junto a varias otras suyas, desacreditan el burdo encasillamiento crítico del autor de La piqueta (Barcelona, Destino, 1959; Madrid, Gadir, 2014) en el prosaico realismo de la inmediata posguerra.

A partir de 2008, las drogas psicodélicas han salido de un relativo olvido de la mano de investigadores deseosos de explorar las posibles aplicaciones clínicas de unos compuestos que tienen una enorme capacidad para alterar el modo en que el cerebro procesa los estímulos. Así, por ejemplo, está ensayándose el alcaloide psilocibina, principio activo de un hongo alucinogénico, en el tratamiento de la depresión y del desorden obsesivo-compulsivo, así como de la adicción a la nicotina, el alcohol y la cocaína. El mismo LSD, sintetizado a partir de un componente natural del hongo del cornezuelo del centeno, está probándose para tratar la ansiedad y aliviar ciertos tipos de cefaleas, lo mismo que el éxtasis, para el estrés postraumático, y el alcaloide ibogaina, obtenido de ciertas plantas africanas, contra el síndrome de abstinencia del opio.

Han pasado casi ocho décadas desde que el químico suizo Albert Hofmann sintetizara el LSD y descubriera por casualidad sus efectos mientras volvía a su casa en bicicleta, históricamente el primer «viaje» propiciado por esta droga, y no se pierde la esperanza de encontrar una utilidad clínica para este compuesto.

Me imagino a mí mismo, a esta altura de la vida, reviviendo recónditas memorias, escondidas en los oscuros pliegues de mi genoma, como emir en Damasco, como águila imperial sobre la desierta pradera o, mejor aún, como alga unicelular en un mar embravecido. Y todo eso por unos escasos microgramos de un sencillo fármaco.

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