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Dios y la biología

EL GEN DE DIOS

Dean Hamer

La Esfera de los Libros, Madrid

Trad. de Rosa Cifuentes

304 pp.

21 €

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Durante los últimos tiempos asistimos a una inu­si­ta­da proliferación de publicaciones en torno a la espiritualidad y la religión. Dos tipos de ellas tienen particular interés para esta recensión, a saber: las encargadas de examinar, por un lado, si existe una base racional y científica que dé cuenta de la espiritualidad y, de otro, las que desarrollan la historia y/o efectúan reflexión crítica en torno a la emergencia, consolidación y perpetuación de instituciones encargadas de gestionar la espiritualidad humana.

El libro de Dean Hamer consiste en una aproximación científica a la espiritualidad humana y, ya desde el capítulo introductorio, precisa con claridad que espiritualidad y religiosidad son dos cosas bien distintas, cada una con grados, y que ciertamente, si bien puede admitirse una base biológica, aunque no exclusiva, para la conducta espiritual, la religiosidad es más bien un constructo de naturaleza sociocultural. Hamer trata de responder cuestiones de la siguiente guisa: ¿existe una base material para la espiritualidad? ¿Cómo ha sido posible su aparición y evolución? ¿Tiene alguna ventaja evolutiva ser espiritual? ¿Hay grados de espiritualidad? En el capítulo introduc­torio, Hamer nos resume las cinco aproximaciones que ha seguido para abordar tales cuestiones, posteriormente desarrolladas en los capítulos dos al ocho. Asimismo, anticipa aquello que su libro no pretende o, si se quiere, las limitaciones o acotaciones que, a su juicio, suponen una aproximación científica a la espiritualidad. En primer lugar, no pretende dar una explicación «total» de la espiritualidad; en segundo, su aproximación no permite establecer más que diferencias genéticas entre individuos de la especie y no el patrón general de la misma, y, finalmente, que la obra versa sobre por qué los humanos creen, pero no sobre la verdad de tales creencias.

En el capítulo 2 Hamer nos introduce en la historia y los resultados de los tests psicológicos empleados para medir la espiritualidad a través del denominado concepto de autotrascendencia. Tal concepto puede medirse numéricamente, y evalúa la diferente capacidad relativa de las personas para ir más allá de sí mismos, para percibirse como formando parte de una totalidad. Se trata –dice Hamer– de aproximarnos en forma numérica a la fe occidental o a la iluminación oriental. Y la forma de llevarlo a cabo consistió en pasar a distintos grupos un cuestionario psicológico denominado Inventario sobre Temperamento y Carácter (o ITC), algunas de cuyas cuestiones estaban relacionadas con la evaluación de la autotrascendencia o la capacidad para la espiritualidad. El autor discute sobre la conveniencia de utilizar un cuestionario en lugar de realizar medidas de otro tipo, por ejemplo la frecuencia de la práctica de actividades religiosas. Pero, a falta de una fórmula mejor para evaluar los sentimientos relacionados con la espiritualidad, Hamer, siguiendo la tradición de los cuestionarios psicológicos, que comenta con cierto detalle, trata de evaluar, por grados, los fenotipos espirituales.

En el capítulo 3 Hamer examina en qué medida la espiritualidad es una característica heredable. De forma similar al modo en que se han determinado las bases genéticas de la inteligencia, los estudios comparados entre diferentes tipos de gemelos y entre gemelos y personas sin las grandes similitudes genéticas de individuos estrechamente emparentados, puede arrojar luz sobre las bases genéticas de la espiritualidad, y también sobre el papel relativo de factores ambientales y/o educativos, etc. Los estudios llevados a cabo mostraron que los genes desempeñaban un papel importante en la autotrascendencia, del mismo orden que los factores ambientales.

Llegados a este punto, Hamer y su equipo dieron un paso importante. Ya no se trataba, sólo, de sostener la base genética de la espiritualidad, sino que, como si se tratase de buscar una aguja en un pajar, la identificación, entre muchos posibles, de un gen específico asociado a la espiritualidad: el VMAT2 o gen de Dios. Ciertamente constituye la parte más fascinante de todo el libro, y donde podemos hablar de un caso paradigmático de serendipia. Para llegar a tal hallazgo, Hamer recurrió a dos tipos de estrategias, que resultaron coincidentes. La primera fue la farmacológica. En efecto, Hamer era conocedor del efecto que las monoaminas (como la serotonina o la dopamina) tienen sobre los estados anímicos. Y la segunda consistió en tomar prestada la hipótesis de un psiquiatra genetista, David Cummings, que sostenía que un mismo grupo de genes estarían implicados en variaciones de la conducta, tanto negativas (entre una relación amplia cita, por ejemplo, al alcoholismo, el tartamudeo, los trastornos de déficit de audición) o positivos (como la curiosidad científica). Tras un estudio detenido de los resultados de este autor con la serie de genes que proponía y la presencia de variaciones genéticas en individuos que mostraban diferentes grados de autotrascendencia en el cuestionario ITC, Hamer pudo apreciar que eran precisamente genes rela­cionados con las monoaminas los que podrían estar implicados. El estudio de Cummings, aparte de la naturaleza de la muestra, demasiado pequeña y sesgada, adolecía del problema de que eran muchos, demasiados, los genes a estudiar (59) para los siete grupos o grados de espiritualidad que Hamer había preestablecido. Demasiadas combinaciones para tan poca muestra.

Hamer y sus colaboradores aprovecharon la coincidencia de las dos estrategias mencionadas para, por un lado, trabajar con muestras mayores, menos sesgadas, o con grupos de individuos relacionados genéticamente pero, por otro, como se ha apuntado, se concentraron en aquellos que te­nían alguna relación con las monoaminas. Redujeron la lista a sólo nueve. Es así como llegaron a VMAT2, un gen muy interesante porque codifica para una proteína que tiene por misión empaquetar las diferentes monoaminas en vehículos de secreción entre las neuronas. Si los otros genes examinados servían, por ejemplo, para ser receptores de una dopamina, o transportador de la serotonina, etc., el VMAT2 manejaba todas las monoaminas de forma simultánea. Es así como pudieron comprobar, además, que había dos variantes genéticas, o alelos, de VMAT2, en una posición concreta del citado gen. La variante minoritaria, que representaba alrededor del 28 por 100 de la población de alelos, correspondía al alelo «espiritual». Curiosamente, los portadores en homocigosis (dos copias del alelo espiritual) o heterocigosis (una sola copia de ese alelo y otra del alelo no espiritual) mostraban niveles altos de autotrascendencia. Ni que decir tiene que este resultado fue sometido a serias consideraciones críticas por la comunidad científica pero, tras estudios detallados de todo tipo, entre los que se incluía descartar la relación de ese gen con otras características de la personalidad, parecía que una variante del citado gen disponía a la espiritualidad más que la otra.

Pero, ¿cómo funcionaba? Esta es otra historia que se desarrolla en los capítulos 5 al 7 y que, como Hamer comenta, no hace más que mostrar que el descubrimiento de VMAT2 era el comienzo. Para su adecuada comprensión, Hamer introduce al lector en el campo del funcionamiento del cerebro, y se sirve de tres herramientas importantes. La primera es la teoría de Gerald Edelman sobre la naturaleza de la conciencia. En la evolución del cerebro, al sistema límbico le siguió la aparición del sistema talamocortical, y es tanto la dinámica propia de ambos como su interacción continuada lo que ha permitido, con el tiempo, la aparición de conciencia en nuestra especie. Como comenta Edelman, nuestra conciencia es algo así como un «presente recordado» donde, a diferencia de un leopardo, que cuando devora a su presa ésta no es para él más que un trozo de carne, para no­so­tros, el simple hecho de comernos un filete puede evocarnos muchas más cosas que simplemente verla, olerla o saborearla. Por ejemplo: imaginar la serie de sucesos acontecidos hasta llevar el filete a nuestro plato. La segunda de las herramientas es, de nuevo, la genética. Otros investigadores lograron obtener ratones con dos, una o ninguna copia del alelo VMAT2 de la espiritualidad, y comprobar que estos últimos se de­sarro­llaban mal, permanecían inmóviles e inapetentes, o morían antes de llegar a ser adultos. Investigaron lo que ocurría en sus cerebros y descubrieron la razón: no se trataba de que las monoaminas no se produjeran en cantidades normales, sino que, como consecuencia de la falta de la proteína que las envolvía y transportaba, producto del gen VMAT2, tales monoaminas eran degradadas a una elevada tasa, mucho mayor que la observada en ratones con el gen «normal». VMAT2 era un gen importante, ciertamente. La tercera de las herramientas consiste en la evaluación de los cambios detectables a partir de técnicas como la tomografía computerizada de emisión de protones, en personas con máxima autotrascendencia, por ejemplo en aquellas con temperamento místico.

¿Cómo han evolucionado esos genes? ¿Existe alguna ventaja en ser más o menos espiritual? Al capítulo 8 podríamos calificarlo como el de la aproximación evolutiva y sociobiológica a la espiritualidad. Hamer especula sobre las posibles ventajas que comportaría el hecho de tener genes con disposición a la espiritualidad, que nos proporcionaría estados de satisfacción personal, por cuanto sentirnos uno con el universo, o que la existencia tiene sentido, podría ser condición para su evolución frente a aquellos otros que no contribuyen. También en clave sociobiológica podríamos situar el contenido del capítulo 9 en torno a las diferencias entre espiritualidad y religiosidad. Si, como desarrolla en los capítulos previos, para la primera existe una base genética, desplegada en la ontogenia del cerebro, la segunda es una cuestión cultural, memética: de los genes de la espiritualidad pasamos a los memes de la religión. El capítulo 10 trata de ilustrar cómo han podido evolucionar genes de espiritualidad en interacción con la dinámica cultural de memes religiosos, sirviéndose de ejemplos de comunidades más o menos bien delimitadas o estudiadas como los ju­díos o los hindúes.

Finalmente, el capítulo 11 constituye el posicionamiento filosófico de Hamer en torno al conflicto entre ciencia y religión. Ciertamente podemos hablar, como afirma el autor, de que la ciencia nos dice, ya, que existen genes que nos predisponen a creer en Dios, pero que cosa muy distinta, sobre lo que la ciencia nada puede decir, es hablar de su existencia real. Critica con ello a Richard Dawkins, a quien adjudica el adjetivo de dogmático por argumentar que si la ciencia (en par­ticular la evolución) explica la vida en todas sus manifestaciones, nosotros incluidos, no necesitamos otra explicación. Hamer se saca de la manga el argumento de que el hecho de que A explique B no es suficiente para decir que la única forma de explicar B sea A. Por supuesto, no podemos excluir la posibilidad de que algún cisne negro aparezca en algún momento y niegue la tesis de que «todos los cisnes son blancos». Pero la ciencia no funciona sobre la base de generalizaciones inductivas de este tipo, sino sobre la refutación de hipótesis y/o teorías, y la de Dawkins, como la de los evolucionistas en general, es que somos el producto de fuerzas físicas, materiales, sociales y educativas. Solamente explicaciones alternativas, mejor fundamentadas empíricamente que la que acabo de manifestar, podrían llevarnos a reem­pla­zar la explicación evolucionista. Pero aquella explicación brilla por su ausencia. Probablemente sea debido al apoyo que Hamer ha recibido de la Fundación Templeton (aunque no lo hace explícito), que aboga por estudiar los beneficios derivados de la cooperación entre ciencia y religión. Nos llevaría lejos, primero, ver los motivos sociológicos que asisten a una fundación de tales características y, segundo, que a poco que se escarbe podrá apreciarse que, como constructos sociales, ciencia y religión han litigado y litigan. Hamer, de forma inconsistente, nos dice que en ese litigio la ciencia siempre ha acabado ganando la partida. No creo que el autor, con tales palabras, acabe de apreciar el coste personal que muchos científicos han tenido que pagar a lo largo de la historia por sostener la evidencia científica ante las instituciones encargadas de gestionar nuestra espiritualidad.

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