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El joven Práxedes

SAGASTA. DE CONSPIRADOR A GOBERNANTE

José Luis Ollero Vallés

Marcial Pons, Madrid

470 pp. 24

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Ha sido usual en la historiografía distinguir dos Sagastas, con una línea divisoria que vendría claramente perfilada con el golpe de timón de 1874-1875 (pronunciamiento de Martínez Campos y restauración borbónica en la persona de Alfonso XII): tendríamos así, por un lado, un primer Sagasta, típico producto de la convulsa España isabelina, agitador liberal, conspirador, idealista ma non troppo, sobre todo cuando, tras muchos años de brega, el disfrute de las mieles del poder lo lleve a un pragmatismo que espantará a no pocos de sus correligionarios; y estaría, por otra parte, el Sagasta maduro, casi desengañado, que da lo mejor de sí mismo (conciliación, liberalismo templado, reformismo) en el marco del sistema canovista. Para el autor de este libro no tiene mucho sentido la contraposición simplificadora (el reiterado «giro sagastino») entre el líder «progresista» y el mandatario «restaurador», pues en ambas fases hallamos por debajo de las apariencias al político posibilista, consciente de que lo más importante para sobrevivir en tan proceloso ámbito es saber adecuarse a las exigencias del momento. Más aún, encuentra una continuidad en su trayectoria que se pone de relieve, entre otras cosas, en un asunto tan medular como la aspiración –primero– y la consecución –más adelante– (como resultado de la colaboración con Cánovas, el célebre «turnismo») de un entramado bipartidista como clave de la estabilidad nacional.

Más allá del énfasis que se ponga en la continuidad o en la ruptura, lo que nadie puede discutirle al autor de esta «biografía política» (acuñación redundante tratándose de quien se trata) es que la profundización en el Sagasta juvenil –dicho sea con la dosis indispensable de ironía, teniendo en cuenta que hablamos de su primer medio siglo de vida– nos ayuda a entender al «viejo pastor» fusionista, llamado a protagonizar decisivamente el último cuarto del siglo xix español. Quizás Ollero insiste demasiado en que aquél, el ambicioso joven riojano, es casi un desconocido frente a éste, el maduro estadista asentado en Madrid: prueba de ello, es decir, que ni la fase en cuestión ni el político en sí son tan ignotos, es que su estudio no arroja novedades sustanciales, más allá de la obvia profundización en un ambiente concreto –los círculos del poder, sus aledaños, los tortuosos mecanismos de acceso al mismo– y en unos planteamientos doctrinales que, para simplificar, podríamos caracterizar como los propios del progresismo liberal.

A propósito de dicha corriente teó­ri­ca, recalca Ollero que ha sido tradicionalmente postergada en los análisis del liberalismo decimonónico español en comparación, por ejemplo, con la atención dedicada a otras tendencias como el moderantismo. Pero las causas de ello afloran explícitamente en estas mismas páginas: ya en su tiempo, «el progresismo se resintió […] de la dispersión y escasez de referencias teó­ri­cas», quedando, por lo tanto, siempre «lejos de constituir una ideología o doctrina coherente y comprensiva» (pp. 136 y 139). Con ello apenas pudo en ese terreno ir más allá de unas enunciaciones genéricas que corrían el riesgo de confundirse con otras interpretaciones y banderías; por formularlo más concretamente y usando los términos que se utilizan en estas páginas, «los límites y los espacios políticos en los que se desenvolvían moderados y progresistas se caracterizaban por su plasticidad y permeabilidad» (p. 148). Así las cosas, por si fuera poco, la contradicción entre la teoría y la práctica –no sólo entre los progresistas, pero sí especialmente entre ellos– podría calificarse de escandalosa, si este adjetivo no resultara irrelevante en aquel ruedo ibérico. En esta ocasión el autor prefiere no extremar las valoraciones y hablar tan solo de un «perfil ambivalente del progresismo» (p. 411): dicho en plata, eso significaba que, cuando se trataba del ejercicio del poder, había más sensibilidad con el propio bolsillo y las redes clientelares que con el programa de gobierno y los bellos principios doctrinales.

El mismo Sagasta, en este como en tantos otros aspectos, fue un claro exponente o prototipo de los valores y modo de actuación de aquellas élites liberales. No fue un teórico, por más flexibilidad que se le otorgue al concepto, y sí un político de raza, con todas las virtudes y defectos de los especímenes del momento. Junto al de­sem­pe­ño de sus diversos cargos representativos siempre tuvo tiempo también para atender a su hacienda y a los suyos –familia, amigos, aliados, testa­ferros, etc.–, hasta el punto de que su éxito en la esfera pública durante el Sexenio es indisociable de su «acomodo social y económico» en el ámbito privado. Empleo los mismos términos pudorosos que aparecen en las páginas del libro para levantar acta o dejar constancia de la actitud del autor que, si bien no silencia las facetas menos presentables de don Práxedes, sí tiende a diluirlas o relativizarlas en aquel contexto. Y no se olvide además, si se prefiere un lenguaje más llano, que termina funcionando la seducción del personaje: frente a la cruel severidad de los espadones o, en el mejor de los casos, la suficiencia o el acartonamiento de tantos prohombres de la época, Sagasta ha representado siempre el político avanzado, el talante atractivo y hasta el hombre simpático al que se le termina perdonando casi todo.

Todo ello –en especial las antedichas cualidades políticas– se pone todavía más de relieve si hacemos caso a Ollero y nos olvidamos del cliché habitual de un Sagasta acomodado en el juego político del turnismo, única alternativa de facto al conservadurismo canovista, escéptico, complaciente y previsible en el desempeño del poder. Frente al viejo gobernante fusionista, este joven Sagasta se presentaría entonces como adalid del liberalismo, desempeñando un papel relevante entre los grupos «que ambicionaban la superación de la monarquía absoluta y del inmovilismo estamental en beneficio de gobiernos representativos de las clases propietarias, el respeto al orden y la propiedad privada, junto con la extensión de las libertades y derechos individuales» (p. 21). Ése es, en efecto, el político que emerge de estas páginas, con sus aciertos y titubeos, muchos de ellos derivados de la cuestión crucial para ese primer liberalismo: la necesidad de hacer compatible el orden con la libertad. Sagasta vivió la discordancia en carne propia porque fue conspirador antes que gobernante (desempeñando además esta tarea, como es sabido, en sus cometidos más difíciles, en el ministerio de Gobernación y en la propia presidencia del Consejo de Ministros). Ollero señala lo «paradójico» que resultaba ver al otrora ardiente defensor de las libertades maldiciendo como «inaguantables» los derechos individuales y convertido en la práctica en «implacable represor» de toda iniciativa que desbordara el marco establecido.

Con todo, como señalábamos antes, el balance termina siendo claramente favorable al personaje, por lo menos en la trayectoria política que es objeto de estudio en este volumen. ¿Limitaciones? ¡Por supuesto, reconoce Ollero en sus conclusiones! Pero sería anacrónico o simplemente absurdo juzgar al Sagasta liberal por lo que no podía dar: por lo pronto, difícilmente hubiera podido traspasar los límites doctrinales del liberalismo, máxime cuando la aplicación de esos principios en un contexto como el español era ya una auténtica aventura revolucionaria. En este sentido, subraya Ollero, el radicalismo estratégico del progresismo –la apuesta insurreccional y la alternativa antidinástica– ha de entenderse sobre todo como la única respuesta posible a la falta de apertura del sistema. Su proyecto quería situarse en la esfera de los liberalismos respetables, excluyendo toda opción plenamente democrática (desconfiaban del sufragio universal) y, por supuesto, lejos de todo cariz igualitario o socialista. Se trataba de ir hasta donde era posible en el campo de las libertades, pero dentro siempre del más estricto liberalismo individualista. La frustración de ese proyecto concreto –por lo menos en primera instancia y tal y como lo concebían sus promotores– no es imputable a Sagasta, pero no es menos cierto –aunque esto sólo llega a sugerirse en el libro– que Sagasta, con sus contradicciones, tampoco propició su éxito. En compensación, puede argüirse, sí aprendió del fracaso. Pero ahí empieza otra historia y, por lo que al personaje concierne, una segunda oportunidad que, esta vez sí, supo aprovechar. 

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