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El enigma de la evolución

EL CHICO DE LA GRAN DOLINA

José María Bermúdez de Castro

Crítica, Barcelona

294 pp. 21,51 €

ATAPUERCA, PERDIDOS EN LA COLINA

Eudald Carbonell, José María Bermúdez de Castro

Destino, Barcelona

446 pp. 24 €

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Hoy en día, el término Atapuerca –nombre de una pequeña sierra y población burgalesas– forma ya parte de nuestro acervo cultural compartido. Su uso frecuente, no obstante, alcanza facetas muy variadas: unas estrictamente académicas y otras de extensión claramente popular.Atapuerca ha pasado a ser el referente español de muchas cosas: del origen biológico de lo humano, de la abundancia y riqueza en hallazgos, de la investigación en grupo, de la alusión a lo primitivo y cavernícola y, así, un largo etcétera. En definitiva, de tantas facetas como abarca el proyecto de investigación que lleva su nombre. De entre las varias dimensiones de Atapuerca podemos resaltar tres, en función de los textos reseñados, sin agotar, ni mucho menos, las posibilidades del término. Primero, las excavaciones de Atapuerca han deparado nuevos y muy significativos fósiles humanos, materia prima sobre la que se sustentan sus diferentes logros. Sirva de ejemplo el comentario de un prestigioso especialista en evolución humana, quien señaló públicamente en un congreso celebrado en Madrid que la definición de la nueva especie humana Homo antecessor, de ochocientos mil años de antigüedad, descubierta en el nivel TD6 del yacimiento de Gran Dolina de Atapuerca, suponía la puesta de largo internacional de la paleoantropología española (con más de un siglo de retraso, recordemos, respecto a países como Francia, Inglaterra o Estados Unidos, entre otros). Segundo, y muy importante, el estudio de los materiales fósiles descubiertos en la sierra de Atapuerca ha servido para formar a un buen número de especialistas, en la actualidad integrantes activos de la comunidad científica internacional.Y, finalmente,Atapuerca ha tenido y tiene una repercusión mediática y divulgativa sin precedentes, dando a conocer a la sociedad –que ha interiorizado el mensaje– la relevancia del saber sobre nuestro origen biológico.

Comentamos aquí dos libros que, aunque distintos en fondo y forma, tienen una temática en común: el estudio de la evolución humana desde la experiencia de Atapuerca. El chico de laGran Dolina es en la práctica un libro de especialidad, cargado de datos sobre uno de los aspectos más relevantes de la biología de los homínidos: la relación entre el crecimiento individual y sus modificaciones a lo largo de la historia evolutiva del linaje humano. Bermúdez de Castro estructura el texto en dos bloques bien diferenciados. En la primera parte se presenta un relato muy cercano a la ciencia y su funcionamiento, eludiendo desviaciones personales, tan frecuentes en otros libros de esta naturaleza. Esta pauta tiene una clara excepción, plenamente justificada a mi entender, cuando el autor habla de Atapuerca en primera persona y menciona los hechos desde su propia vivencia. En este sentido, la primera parte de El chico de la Gran Dolina bien pudiera ser una sección del otro libro aquí comentado: Atapuerca, perdidos en la colina. En la segunda parte se abordan con profusión de detalles aspectos muy relevantes de lo que en inglés se denomina «life-history pattern», que el autor traduce como «historia biológica» y que algunos autores traducen literalmente como «historia de vida», a mi juicio con muy poca fortuna.

Atapuerca, perdidos en la colina se estructura como un diálogo entre los dos autores o, mejor dicho, como una alternancia de preguntas –a tramos algo forzadas– que sirven de pretexto para relatar la historia del proyecto Atapuerca. Se recogen en el texto una miscelánea de datos, recuerdos e impresiones, que resultan algo irregulares a lo largo del libro, con algunos capítulos ciertamente más atractivos que otros. Se salpica el relato con circunstancias concretas y episodios clave en la historia de Atapuerca, con la breve explicación de aspectos técnicos de la investigación, la geología del terreno o la flora del lugar, entre otros. Son, por tanto, dos textos bien distintos en la estructura y el fondo argumental que comparten, no obstante, la alusión directa a unos avatares concretos del devenir de las investigaciones de un proyecto tan importante.

De todos es hoy sabido que los yacimientos de la sierra de Atapuerca albergan un enorme potencial, más que demostrado a la luz de los descubrimientos realizados. Con todo, aun siendo Atapuerca una materia prima de excepcional calidad, esto es sólo lo que aporta la naturaleza. La ciencia, sin embargo, la hacen las personas, y la valoración, en este caso del registro arqueopaleontológico, es también tarea de personas. Los libros aquí comentados ponen de manifiesto cómo, a pesar de los pesares, ha sido el esfuerzo de un amplio colectivo de personas, dirigidos primero por Emiliano Aguirre y después por el trío formado por Eudald Carbonell y José M.ª Bermúdez de Castro –los autores aquí referidos– más Juan Luis Arsuaga, lo que ha hecho posible la realidad de Atapuerca. Muchos son los esfuerzos sumados y orientados a un mismo fin: esta es, precisamente, la clave de Atapuerca, un proyecto que ha calado muy hondo en la sociedad española.

Atapuerca, perdidos en la colina expresa la dimensión humana de un largo proceso de interacción entre un vasto número de personas, ideas e instituciones, bien recogida en el texto mediante la amplia profusión de nombres propios, que alternan con la descripción del entorno, anécdotas y situaciones. Este libro pretende dar a conocer a un público amplio el paisaje humano y geográfico sobre el que se inscribe la trayectoria de un proyecto científico de más de veinticinco años de historia. En él se expresa de forma alta y clara algo evidente: la relevancia de la persona y el talento de Emiliano Aguirre en la historia de Atapuerca (y, cabe añadir, de la Paleontología de Vertebrados y las Ciencias del Cuaternario, como recientemente ha puesto de manifiesto el Museo Arqueológico Regional de Madrid, con la publicación de su obra selecta y un grueso volumen de homenaje en cuatro tomos). Reciben también, entre otras muchas personas e instituciones, un reconocimiento explícito el apoyo que el ejército y sus integrantes han prestado al proyecto Atapuerca en sus tareas de campo, en especial en los años de mayor dificultad técnica y presupuestaria. Queda, finalmente, un aspecto poco definido y no siempre ponderado en la magnitud que un análisis de un proceso histórico exigiría: la aportación científica y humana, en ocasiones crucial, de los diferentes miembros del tantas veces nombrado Equipo Investigador de Atapuerca. Debo confesar mi parcialidad a la hora de escribir estas líneas. Quien esto escribe conoce de primera mano y vivencia buena parte de los episodios humanos y científicos relatados en el texto. En esta misma línea, en lo que se refiere a la documentación gráfica, la elección de alguna fotografía no la creo afortunada, ni fiel a la realidad histórica que se pretende recoger.

Atapuerca, perdidos en la colina es, en definitiva, una suerte de intrahistoria de Atapuerca vista desde la perspectiva de dos personas, donde quizá otro enfoque en el estilo literario habría sacado mayor partido a muchas de las situaciones que se describen, casi todas ellas preñadas de una carga emotiva de alto voltaje. En este libro se expresa, no obstante, sólo la cara amable de una larga y compleja construcción científica en que, como en todo proceso humano, han alternado las luces y las sombras. Necesariamente, las pasiones y los intereses han formado parte de esta magnífica aventura. Es más que evidente que el balance de Atapuerca es sensacional: el yacimiento es ya un hito en la historia cultural de nuestro país. Quizá por esto, y más aún porque el proceso sigue vivo, no es este el lugar para ahondar en las turbulencias humanas y administrativas de lo que es y ha sido esta intrahistoria.Algún día, de la mano de una buena pluma, estos otros aspectos podrían ser integrados, escritos y analizados.Y no por morbo o simple cotilleo –de nada serviría–, sino como una potencial lección para otras empresas científicas en las que un buen conocimiento de los mecanismos intrínsecamente íntimos de la evolución de Atapuerca podrían servir –nuevamente– de guía para alcanzar antes y mejor otros grandes logros. Quizá en la misma línea, los dos autores –codirectores del proyecto– no expresan en el texto una reflexión profunda de su responsabilidad en el ejercicio de la dirección: se autolimitan, en buena medida, al relato de los acontecimientos acaecidos. Nos consta a todos que la dirección de importantes empresas, da igual su naturaleza, lleva aparejados sinsabores, desvelos y alegrías, que forjan a las personas y cambian su manera de concebir el mundo.También ahí hay enseñanzas, quizá muy útiles, que algunos quisiéramos aprender. Y como historia humana y evolución biológica se entremezclan en lo que nos ocupa, sigamos con esta última.

La evolución biológica es un fenómeno asombroso: quizá el más complejo de todos los conocidos en el universo. Por ello son múltiples los enfoques y cuestiones a plantear para abordar su estudio, y buena prueba de ello es Elchico de la Gran Dolina. Desde los años ochenta volvió a entrar en la escena científica la consideración de cómo los procesos que afectan al crecimiento y desarrollo de los organismos –ontogenia– van modificándose en el curso de su evolución. Desde esta óptica, no se trata de estudiar sólo la transformación de las formas adultas, que resultan en esquemas más o menos ramificados, sino de explorar cómo los fenómenos del desarrollo individual (desde el estado unicelular hasta el adulto; aún más, hasta la muerte del organismo) se modifican en el curso de la evolución. Desde esta perspectiva, entran en juego un elevado número de variables con un alto significado biológico. En particular, la evolución humana se caracteriza, entre otros muchos aspectos, por la llamativa prolongación del período de crecimiento, si lo comparamos con los animales evolutivamente más próximos a nosotros: los primates. Es de dominio público que las personas tardamos muchos años en alcanzar el estado biológicamente adulto o de maduración sexual: unos 11-13 años en las mujeres y entre 12-15 años en los varones. Es más, si atendemos a la maduración intelectual –una variable biológica por derecho propio– necesitamos aún más tiempo, y a juzgar por la dinámica de las sociedades industrializadas, cada vez es mayor el tiempo que necesitamos para ser adultos independientes y reproducirnos. Pues bien, esta fenomenología peculiarmente humana no es sino un producto más de la evolución biológica que tuvo unos orígenes y un porqué, y que los estudiosos de la evolución humana abordan cada vez con más empeño y medios técnicos. La aparición de acontecimientos del crecimiento humano tan familiares como son la niñez o la adolescencia no siempre estuvieron ahí, es decir, en nosotros. Nuestros antepasados del género Australopithecus no presentaban en su desarrollo la fase de la niñez, y es tema de continuo debate si la adolescencia es exclusiva o no de nuestra especie. Sin entrar en otros detalles, ciertamente el llamado estirón puberal, esa fase de rápido crecimiento, revolución anímica y aparición de los llamados caracteres sexuales secundarios, se ha desarrollado hace relativamente poco tiempo en la filogenia de los homínidos. ¿Cuándo y por qué? Estas son algunas de las cuestiones que, de la mano y experiencia derivada del estudio de los fósiles de Atapuerca, Bermúdez de Castro plantea en su Chico de la GranDolina. Aspectos tales como el crecimiento de los dientes, tanto en su dimensión histológica como macroscópica, secuencia de erupción, el tamaño del volumen encefálico, la forma y dimensiones de la cadera, y otras muchas variables físicas, se entrelazan en una trama de interacciones y dependencias cambiantes en el curso de nuestra evolución a través de dos escalas del tiempo: la individual y la del linaje.

En esta doble realidad del tiempo biológico, la exposición se organiza desde lo más antiguo a lo más moderno y, sobre este marco, se avanza en el análisis de las variables del ciclo biológico humano que más se han visto afectadas en cada una de las etapas evolutivas consideradas. Hay, pues, dos hilos conductores: el hilo del tiempo geológico, en cuyo escenario se desarrolla eso que llamamos evolución, y el hilo del tiempo individual –el del crecimiento del organismo–, que abarca desde el nacimiento hasta su estado adulto (si bien en rigor deberíamos decir desde la fecundación hasta la muerte). La Biología como disciplina ha tenido y tiene ante sí el reto de resolver la naturaleza de la relación entre estas dos dimensiones temporales de la vida. En el texto comentado se recoge un considerable volumen de información para enfrentarse a este enigma en el dominio de la evolución humana.

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