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Felipe II: retrato en negros y grises

El demonio del Sur. La Leyenda Negra de Felipe II

Ricardo García Cárcel

Madrid, Cátedra, 2017

464 pp. 25 €

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Hubo una época en la que artistas como Francis Bacon y otros decidieron emplear su talento en lo que se conoce como retrato fantástico o imaginario. Pinterest ofrece una nutrida galería de semejantes especímenes bajo la no menos extravagante etiqueta de «Fantastic and Otherwordly Portraits». Nos resulta familiar el Inocencio X de Bacon tanto como las variaciones de Picasso sobre Las meninas. Una de éstas (María Agustina Sarmiento), guarda cierta similitud con el Felipe II de Antonio Saura que luce en la cubierta de El demonio del Sur. Nunca antes había prestado especial atención a otra cosa que no fuera el texto. Pero la mera contemplación de este Felipe de Saura, y su inequívoca filiación con los retratos debidos a Alonso Sánchez Coello, Juan Pantoja de la Cruz o Sofonisba Anguissola, me ha llevado a pensar que acaso el diseño de la cubierta –en la que los colores dominantes no son otros que el gris y el negro– no haya sido fruto de la mera casualidad. Pues fantástico o imaginario (mejor, tal vez, imaginado) resulta ser en buena medida el asunto tratado por el autor, al ocuparse como lo hace de una leyenda que, además, es negra. Esta y todas ellas pertenecen, en efecto, a un género literario que el Diccionario de la Real Academia define en su segunda acepción como un «relato basado en un hecho o un personaje reales, deformado o magnificado por la fantasía o la admiración».

A imagen fantástica o imaginaria deberá corresponder, en rigor, pues, un relato del mismo género, o viceversa; y relato, por lo demás, tanto de hechos grises como declaradamente negros. Nada de irreal tiene, en suma, la paleta de Saura cuando calca la uniformidad con que el Rey Prudente posa frente a cada uno de los pintores arriba citados. Todos ellos, en diferentes momentos de la vida del retratado, optan por la vestimenta negra, la preferida del monarca, color que destaca especialmente frente a la palidez del rostro en el que se tiene por su último retrato, ahora atribuido a Alonso Sánchez Coello. Complicado distinguir, en cualquier caso, las autorías respectivas. Lo mismo que tratar de identificar por su vestimenta a españoles e ingleses cuando en 1604 posan también ellos en torno a la mesa de la cumbre de Somerset House. Recuerdo haber leído –y olvidado inmediatamente– un libro que acaso valga sólo lo que su título: Siempre de negro. Galicia en la contrarreforma.

Este es el color del telón de fondo frente al cual despliega García Cárcel El demonio del Sur. Relato no cronológico, a pesar de arrancar en una «prehistoria» que cubre la primera mitad del siglo XVI, pues la hipertrofia que afecta al cuarto capítulo («El parricida: el caso don Carlos»), con sus más de cien páginas, supera con creces la dosis de leyenda negra generada por las cuatro décadas de la vida del rey. Recuérdese que don Carlos no comienza a preocupar seriamente al entorno filipino sino hacia 1563-1564, muriendo en julio de 1568. Estos cuatro años, sin embargo, habrían hecho palidecer las restantes acciones del adalid de la Inquisición, del invasor de Portugal y represor de las libertades bátavas, por no mencionar al individuo cargado de «perversiones», movedor de «atrocidades», fautor de «crueldades sin cuento», etcétera, en el proceso de construcción de su leyenda. La descompensación se reconoce (p. 15), pues ciertamente llama la atención frente al contenido del capítulo previo («El fanático déspota»), en el que se agolpan hasta siete de los distintos argumentos que confluyen en la caracterización del relato. Es aquí donde se pasa a revista tanto a la contribución de países en algún momento «enemigos» declarados (Francia, Inglaterra, Provincias Unidas), territorios incorporados (Italia, América, Portugal) o a las instituciones mediante las cuales el despotismo tomó cuerpo (la Inquisición). Inmediatamente antes, el autor ha incluido otras dos secciones; la una a guisa de introducción cronológica («Los antecedentes: la imagen de Carlos V»), y a continuación otra de carácter misceláneo («El rey oscuro»), con la que entiendo se pretende acompañar al lector hasta el umbral mismo del discurso propiamente dicho sobre la leyenda. (Repárese en la dificultad para alejarse del negro…) Es útil, en cualquier caso, este capítulo, por cuanto su repaso no pillará indefenso a quien continúe hasta el final. Pues García Cárcel sublima aquí en pocas páginas los argumentos básicos para poder guiarse por la vida del personaje, su carácter, el culto a la propia imagen (reputación) o la huella impresa en los historiadores coetáneos y en los actuales.

García Cárcel endosa a Felipe II una actitud «enfermiza» en punto a la religión que ni era la propia de sus propios súbditos ni tampoco la de Roma

Retengo el último de los epígrafes de la serie («El gobierno imposible»), donde el «oscurantismo de Felipe» –entendiendo por ello la dificultad para seguirle, de la cual él mismo fue principal fabricador al objeto de opacar pensamientos, decisiones o sentimientos– se pone en relación con «los imperativos de una monarquía imposible»«Él mismo obstruyó las vías que nos podrían llevar a comprender su fuero interno»; Miguel de Ferdinandy, Felipe II. Esplendor y ocaso del poderío español, trad. de Adán Kovacsis, Barcelona, Edhasa, 1988, p. 31.. Con las propias palabras del autor: «El oscurantismo de Felipe II quizás fue la obligada derivación de los imperativos de una monarquía imposible. Un rey que acabó escondiéndose de la exposición al sol en un imperio donde éste nunca se ponía» (p. 135). No es difícil estar de acuerdo con que la magnitud de la empresa alimentó su imposibilidad. «Quanto más tomamos, más tenemos que defender y más nos desean tomar», escribió don Cristóbal de Moura en 1596, a menos de dos años de la muerte del reyGeoffrey Parker, Felipe II. La biografía definitiva, trad. de Victoria E. Gordo del Rey, Barcelona, Planeta, 2010, p. 988.. Pero es dudoso que Felipe II hubiera decidido esconderse precisamente como resultado de crecientes imposibilidades o reveses. Es cierto que dejó de frecuentar el estudio de sus pintores de cámara durante la última década de su reinado, de 1588 a 1598, esto es, entre el fracaso de la Gran Armada y su muerte. Pero aquella actitud formaba parte de las exigencias del oficio (pieza de la «gran modestia» que glosaba el padre Siguënza) en un rey cuyo poder «no necesita[ba] reflejar de forma forzada y pedante la magnitud de su imperio»Cornelia von der Osten Sacken, El Escorial. Estudio iconológico, trad. de María Dolores Ábalos, Madrid, Xaralt, 1984, p. 109.. El rey se escondía por la sencilla razón de que «la etiqueta de la casa de Austria proponía al rey como un centro inaccesible»María José del Río Barredo, «Felipe II y la configuración del sistema ceremonial de la monarquía católica», Felipe II (1598-1998). Europa dividida, Madrid, 1998, I (2), pp. 677-703.. Un Rex Absconditus sujeto a una «liturgia» a la cual resultaba prácticamente imposible sustraerse. Negra, por cierto, era también la veladura con que el monarca cubría su rostro en las celebraciones religiosas.

Este ceremonial había sido implantando en la corte por Carlos I en 1548. El autor repasa en unas cuantas páginas las otras herencias que el padre trasladará al hijo en punto a construcción y precocidad de la leyenda negra. Lo hace mediante un abrumador despliegue de autoridad, paradigmático del buen servicio que la erudición debe prestar a la historiografía. Como es de rigor, la cosa ha de comenzar por Italia, donde la torpe fama de los catalanes, ya acrisolada antes de 1500, acaba luego siendo endosada a los españoles sin ulterior matiz; insiste acto seguido el autor en el componente «racista» [sic] de la aportación alemana (raza de «moros, negros, sarracenos, marranos, sangre podrida de godos»); y trufa historia política con publicística para ilustrar las corrientes que, en la misma dirección, proceden de nuestra relación tanto con Francia como con Inglaterra. A destacar el discurso sobre el «estigma negativo» que Carlos recibe de los propios españoles a propósito de su manejo de la cuestión comunera (súbditos equivocados, que no rebeldes). Lo mismo puede decirse del fino análisis sobre el «contenido nostálgico» que latió en el nacionalismo portugués opuesto a Felipe II al echar la vista atrás hacia los días previos a la llegada de Carlos. Continuidad austríaca, pues, que mete «en el mismo paquete» a padre e hijo frente al añorado tiempo de los Trastámara. Es obvio que el hecho del Imperio no fue fácil de digerir en parte alguna, incluyendo a Iberia. Sólo quienes encontraron acomodo bajo su ubre parecen haber disfrutado con él.

Tocados los antecedentes, en «El fanático déspota» García Cárcel replica –y amplía– para el reinado de Felipe II los afluentes que nutren en particular la específica leyenda negra del Rey Prudente. De todos, incluido el affaire don Carlos, fueron éste y la actividad de la Inquisición los que, según el autor, más contribuyeron a ella. Esta última se «identificó» con el rey, señalándolo como el ejemplar más genuino del «absolutismo más despótico» (p. 145). Lo del hijo constituyó, por su parte, «el estigma mayor» del ahora llamado «Demonio del Mediodía» (p. 251). Dejando a un lado la ambigüedad que encierra el referido sintagma, es lo cierto que demonio o diablo constituyen, sin duda, apelativos de matriz religiosa que, por lo visto, han acabado por imponerse en la caracterización del personaje; déspota o absolutista, marbetes más políticos, han cedido la cabeza a los primeros. Théophile Gautier profético y reivindicado: «le sombre Philippe II, ce roi né pour être grand inquisiteur»Jean-Frédéric Schaub, La France espagnole. Les racines hispaniques de l’absolutisme français, París, Seuil, 2003, p. 52.. La cuestión no es, sin embargo, ni indiferente ni banal, a mi modesto entender. Pues, imputándose a la leyenda negra –cuanto menos a priori– un caudal de procedencia más política (Italia, Alemania, Flandes, Inglaterra, Portugal) que religiosa, a la postre resulta ser este último touch el que, a día de hoy, sigue haciendo fortuna.

García Cárcel sigue, no obstante, a Voltaire, por más que en la cita de éste resuene también más lo político que lo religioso“«On l’appela [a Felipe II] le Démon du Midi, parceque du fond de l’Espagne, qui est au midi de l’Europe, il troubla tous les autres états», en «Essai sur le mœurs et l’esprit des nations…», Œuvres de Voltaire, XVIII (IV), París, Lefèvre 1829, pp. 31-32.. A tal efecto, conviene advertir que ese sur del que procede el diablo es desde muy pronto una latitud poco recomendable para los cristianos –me refiero a la mentada alusión italiana a nuestros antepasados hebreos o sarracenos)–, argumento que luego es también francés y alemán en dosis variables: «Sobre los españoles cae, antes de que les diera tiempo a hacer nada, todo el antisemitismo que había en el ambiente popular y culto [de Alemania]»María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, Madrid, Siruela, 2016, pp. 182-184.. Aquí constituyen la personificación de Satanás, del Anticristo, iconos ambos caros a la propaganda más tarde inglesa y holandesa con la que se nutrió la leyenda en el reinado de Felipe II. La irreligión hispana proporcionó el substrato ideal para que sobre él creciera la percepción de una coyunda entre el monarca hispano y el papa de Roma que, en todo caso, no fue tan lineal como sus denunciantes entonces proclamaron. Sea como fuere, «en la Leyenda Negra contó decisivamente la alteridad religiosa», subraya el autor. Y a buen seguro que esta oposición funcionó, y desde luego que lo hizo francamente bien a juzgar por el hecho de que sigamos hablando de ella no ya en términos propiamente históricos sino cuasiperiodísticos. Es obvio que ganó por goleada frente a los intentos de aplacarla. La contraofensiva fue entonces ridícula en términos cuantitativos, como prueba, por ejemplo, el hecho de que, frente a un mínimo de 3.183 panfletos exclusivamente debidos a la pluma de Lutero, la propaganda católica en contra sólo contabilizó 247Ibídem, pp. 180-181..

Retrato imaginario de Felipe II, de Antonio Saura

Ricardo García Cárcel resume en dos páginas (pp. 374-375) las razones por las que, a su entender, no hubo manera de blanquear la leyenda en torno a Felipe II. Un primer paquete de argumentos tiene que ver con la gobernabilidad del tinglado en su conjunto: extensión territorial, falta de vertebración derivada, problemas financieros, facciones y parcialidades internas, inoperancia de la «técnica administrativa», responsable esta de la falta de «unidad de criterio». Todas y cada una de ellas conducirían antes o después al «fracaso», cierto, a un fracaso político en el orden interno o internacional, aunque ya me cuesta más trabajo admitir la filiación de éste con la leyenda negra. Acto seguido invoca el autor razones de índole directamente religiosa, actuantes éstas en varias direcciones. De puertas afuera se postula que la «ideología nacionalcatólica», a la que se califica como aglutinante de su monarquía, no ayudó precisamente a la «victoria del modelo político». Si mi interpretación es correcta, Felipe II habría hecho suya una modalidad de catolicismo («el más intransigente») dudosamente apta para dicho triunfo. Admito que hubo otras formas de catolicismo más light (Rodolfo II o Enrique IV, por ejemplo), pero conviene asimismo recordar precisamente aquí una conocida frase de Helmut G. Koenigsberger: «Está claro que Felipe II no le daba la misma importancia a la existencia de la herejía fuera de sus dominios que dentro de ellos»«El arte de gobierno de Felipe II», Revista de Occidente, núm. 107 (febrero de 1972), pp. 127-159, en concreto p. 143.. García Cárcel endosa a Felipe II una actitud «enfermiza» en punto a la religión que ni era la propia de sus propios súbditos ni tampoco la de Roma. Aquéllos pasan por «más tolerante[s]», a ésta se le hacía de muy difícil digestión el «absolutismo confesional», el «providencialismo» que guiaba las reales decisiones («Summa ratio est quae pro religione facit»), convirtiendo de facto a Felipe II en intérprete de la voluntad divina. Pero, de puertas adentro, el rey nada debía temer en relación con la religión y, de puertas afuera, nadie creía seriamente que la religión fuera la ratio de su política. Ni siquiera el papa.

En fin, se hace duro pensar que el «perfil psicológico tan complejo» del personaje pueda sostener por sí sólo todo o una parte sustantiva del peso de la leyenda. Para «curvas de temperamento», las de su sobrino Rodolfo II, cuya leyenda admite otras varias coloraciones no menos historiables. No parece fácil, por consiguiente, penetrar en las razones del éxito de semejante constructo salvo si se acude, como el autor parece inclinado finalmente a hacer, al dicho de que «a perro flaco todas son pulgas». Pues no habiendo duda de que los términos de las Paces de Westfalia (1648) y los Pirineos (1659) señalaron el punto más bajo de la hegemonía hispana en el escenario europeo («hundimiento total»), la «memoria histórica», lejos de separar a partir de entonces el grano de la paja, habría dado paso a un «imaginario literario […] un totum revolutum de razones y emociones, de factores personales y cuestiones institucionales en el que Felipe II quedará hundido en un magma de inquisidores fanáticos, intrigantes traicioneros, amores impropios, [y] seducciones fatales», que a día de hoy seguirían haciendo necesario el «rescate» del Rey Prudente. La conclusión, desde luego, propende al pesimismo, personal –del autor– tanto como colectiva, dado que, por muchos rescatadores que Felipe II haya encontrado últimamente, se admite con resignación que la leyenda negra es a día de hoy «un hecho de opinión pública casi universal en Occidente» (María Elvira Roca Barea).

Con todo, no quiero cerrar página sin apuntar que semejante borrachera o sobredosis de éxito en algún momento pasó factura a los propios cocineros de la pócima. Inglaterra, en particular, cayó cual Obélix en la marmita donde los plumíferos del régimen Tudor al principio y Estuardo tras ellos fabricaron la muy antiespañola receta. Obélix salió bien librado, fortalecido. Otros, sin embargo, cayeron en un sopor de consecuencias no imaginadas. A Inglaterra le ocurrió que su enfermiza, persistente, fijación con España –un trufado de política y religión– acabó por indigestársele por exceso de la segunda: no es de extrañar en un país de constitución teocrática, en tal sentido único en el panorama europeo de la época. Si es cierto que el punto más bajo de la influencia española sobre el sistema europeo de Estados se alcanzó en la década que va de 1648 a 1659, no lo es menos que entre 1649 y 1658 la república británica protagonizó, por su parte, el episodio culminante de una doble obnubilación. Primero impidiéndole calibrar en su justa medida lo que en su momento representó la competencia de la República de las Diecisiete Provincias Unidas. Luego, y sobreponiéndose a ésta, la ascendencia de Francia. Las cosas se veían venir, pero la pócima obstruyó generación tras generación el entendimiento de quienes administraban las dosis.

Ya en 1589, uno de los secretarios de Isabel más antiespañoles que imaginarse pueda, Sir Francis Walsingham (ca. 1530-1590), a propósito de la reciente firma (1585) de un tratado de alianza con las Provincias Unidas, confesó a un colega su deseo de que «nuestra fortuna y la suya no estuvieran tan estrechamente unidas como lo están». Dicho por un tipo que en 1572 se había mostrado como un verdadero «cruzado» a favor de aquella alianza, el testimonio no está nada mal. Dos siglos más tarde, Samuel Johnson (1709-1784) pudo concluir que el establecimiento de la religión protestante «naturalmente [sic] nos alió con los Estados reformados, e hizo de todos los Estados papistas nuestros enemigos». Uno de aquellos fue el de las Provincias Unidas, a las cuales Samuel Johnson etiqueta, acto seguido, con el oxímoron «un nuevo aliado y un nuevo rival». Exacto. Como ríos paralelos fluían en la misma dirección religiosa (reformada), política (antihispana) y económica (colonial). Había quien incluso sugiere similitudes lingüísticas y otras todavía más extravagantesMarjorie Rubright, Doppelgänger Dilemmas. Anglo-Dutch Relations in Early Modern English Literature and Culture, Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 2014. En otro tono, menor: Lisa Jardine, Going Dutch. How England Plundered Holland’s Glory, Londres, Harper Press, 2008. . Sin embargo, estos «hermanos en religión», los preferidos de entre aquellos varios amigos, masacraban en 1623 a los colonos ingleses Amboyna (Indias Orientales) en modo que remedaba lo practicado por los españoles sobre los indígenas en las Occidentales. El episodio dio esta vez para otra corta leyenda negra oportunamente resucitada dos décadas más tarde.

Apenas un manojo de Estados protagonistas (Francia, Gran Bretaña, las Provincias Unidas y España) libraron entre 1500 y 1800 una cruenta pugna por la «monarquía universal» a secas

En realidad, se trataba de la expresión más cruda de una pugna por el dominio del comercio mundial que finalmente estalló en 1652 y duró hasta 1674, a lo largo de tres guerras. Las consecuencias hubieran sido inimaginables para el dictador Cromwell, iniciador de aquel torbellino. ¡Cómo podía él suponer que un Orange acabaría sentándose en el trono de Gran Bretaña! Amigos sí, pero hasta ese punto… Oliver Cromwell se equivocó de enemigo manteniendo su punto de mira fijo en la doliente España de los últimos años de Felipe IV. De paso nos quitó Jamaica. Johnson se lo reprocharía en 1756, pero no es menos cierto también que éste prefirió inclinarse hacia lo políticamente correcto imputando a la lenidad de Carlos II y Jacobo II (Estuardos ambos) el auge de Francia. Es posible que se le hiciera duro admitir que quienes primero amenazaron la supremacía inglesa sobre el planeta no fueron los monárquicos franceses, sino los republicanos bátavos. O que, a mayores, restaurada la monarquía en 1660, fueran los sucesores (monárquicos) del republicano Cromwell quienes corrigieran y aumentaran el enfrentamiento con sus otrora hermanos de religión que ya no se les antojaban tanto, y a quienes reiteradamente se acusaba de haber tomado lecciones en Roma y Madrid.

Y, mientras tanto, Francia crecía y crecía. Sonaba bien letra de una cancioncilla que atribuía las tres guerras anglo-holandesas a maquinaciones de Francia. En 1681, el autor de The French Intrigues Discovered parece haber sido el primero en formular lo obvio: «los franceses nos tratan de forma bastante más desconsiderada [unkind] que los holandeses»Steve Pincus, 1688. The First Modern Revolution, New Haven y Londres, Yale University Press, 2009, pp. 309-313. Hay traducción al español (1688. La primera revolución moderna, trad. de Agustina Luengo, Barcelona, Acantilado, 2013).. En ellos se resumía ahora tanto la aspiración a la monarquía universal que en manos de los españoles parecía haber declinado ya, como la «monarquía universal del comercio» [sic] por la que ingleses y holandeses se habían peleado entre sí tras haber neutralizado a nuestros antepasados.

La historia comparada tiene la extraña virtud de convertir el relato en un reiterativo déjà-vu. Los hechos parecen repetirse con pasmosa similitud, separados sólo por condiciones particulares de lugar y tiempo. Apenas un manojo de Estados protagonistas (Francia, Gran Bretaña, las Provincias Unidas y España) libraron entre 1500 y 1800 una cruenta e impenitente pugna por la «monarquía universal» a secas, en la cual quedó en todo momento incluida ?de modo implícito o explícito– la «monarquía universal del comercio». La lucha dejó cadáveres de diverso tipo, entre ellos los de las distintas reputaciones por la forma en la que unos u otros se condujeron en la administración de sus correspondientes imperios. No es fácil establecer comparaciones a propósito de los éxitos económicos alcanzados por cada uno de ellos. Entre otras razones, porque no siempre se produjo de forma simultánea el despliegue de dos a un tiempo. Cuando así fue, caso de la Gran Bretaña y de las Provincias Unidas, es obvio que ganaron los primeros, aunque sólo sea por la muy distinta duración, extensión e influencia de éstos tanto en las Indias Orientales como en las Occidentales. Francia llegó tarde, y hubo de conformarse con los restos que en las Indias Orientales habían dejado ingleses y holandeses, tal como el propio Colbert reconoció en 1664La Compañía de las Indias Orientales se creaba «para impedir que los ingleses y los holandeses no se aprovechasen [del comercio] ellos solos, tal como habían hecho hasta entonces».. Más fortuna tuvieron en las Occidentales, pero la Guerra de los Siete Años (1756-1763) prácticamente acabó con el sueño. Hubo, pues, en esta pugna un vencedor indiscutible, que no fue otro que Gran Bretaña. Ella dictó al mundo la fórmula del éxito. Y, a medida que los siglos corrían, nadie pudo desconocer que éste lucía para ella tanto en lo económico como en lo político. El vencedor fue también inmisericorde a la hora de juzgar a quienes iban quedando atrás. Charles Townshend (1725-1767), ministro de Hacienda del Gobierno de Su Majestad durante la guerra antes dicha, escribió de la Francia salida de ella que no era sino un «monstruo» y «el poder más inepto [incapable] tanto por mar como por tierra que los tiempos modernos nos han mostrado».

En fin, cuando en 1588 la Gran Armada se reveló incapaz de lograr lo que Felipe II había encomendado a sus comandantes, la reputación de la Monarquía Hispana quedó por décadas sumida en el entredicho: «El fracaso de la Armada será el eje de las críticas que evolucionarán desde el desprecio al rey Felipe II al rechazo del carácter español» (p. 202). De ser ello cierto, esa primera derrota nos colocó en lugar privilegiado entre las víctimas del exitoso programa británico de «monarquía universal». Habiendo ventilado de un plumazo la maquinaria bélica del monarca más poderoso del planeta, cualquier mensaje procedente de Albión estaba predestinado a tomar como ejemplo aquella precoz victoria. Hubo abundante mezcla de política y religión en la propaganda antiespañola generada por la derrota de 1588. Catolicismo y España se convirtieron a partir de entonces en objetivos asequibles en la lucha propagandística. Una medalla conmemorativa acuñada entonces muestra por una de sus caras el habitual mensaje religioso que, con diversas variantes, aparece en otros ejemplares de la serie («Tú Dios eres grande y haces grandes cosas; sólo tú Dios. Ven, ve, vive»). La otra cara muestra en círculo a un deliberante consejo de dignatarios españoles que, sentados y con los ojos vendados, pisan un suelo tachonado con puntas de lanza. La leyenda es demoledora: «¡Oh ciegas mentes de los hombres! ¡Oh ciegos corazones!» Y a continuación: «Durum Est Contra Stimulos Calcitrare». Que traducido a castizo suena así: «Dura cosa es dar patadas contra el aguijón». Téngase en cuenta para entender la persistencia de la leyenda negra.

Juan Eloy Gelabert es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Cantabria. Es autor de La bolsa del rey. Rey, reino y fisco en Castilla (1598-1648) (Barcelona, Crítica, 1997), Castilla convulsa (1631-1652) (Madrid, Marcial Pons, 2001) y ha coeditado, con José Ignacio Fortea, Ciudades en conflicto (siglos XVI-XVIII) (Madrid, Marcial Pons, 2008).

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