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El azar y las salicornias

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A la memoria de Alberto Soriano (1920-1998)

Húmedo otoño del sur del mundo
ñires encendidos, doradas lengas
barcos celestes, fantasmas helados
que conmigo fluyen lago abajo
juntos nos fundimos lentamente
en las aguas de donde surgimos.
El sol sobre la blancura da luz
a la morrena de los recuerdos
un tiempo sin dueño nos ignora
hasta la vigorosa trenza del río
que nos habrá de llevar al mar.

F. G. O., Glaciares

 

Roberto Meneses fue el primer gran especialista en aquel espacio abierto y desolado que fue ganando vida a través de sus palabras mientras nos adentrábamos en él, en esa inmensidad que tan groseramente se subestima en el sesgado sistema de proyección cartográfica al uso. El destartalado todoterreno parecía conducirnos hacia la misma nada por aquel accidentado camino. Había tenido la suerte de que Meneses se autoasignara como mi guía personal en aquel proyecto cuyo encargo había aceptado yo en un acto de insensata osadía. El proyecto había sido idea suya, y de su interés por que se realizara, qué mejor muestra que el hecho de su voluntaria conversión en mi asiduo confidente y asesor. Durante semanas me había acompañado a toda suerte de visitas a ministerios e instituciones en la inmensa ciudad, donde se le abrían los despachos como correspondía a una persona de su reconocido prestigio. A su lado yo me había sentido como el niño a quien su padre lleva por primera vez al colegio. Ahora empezaba el trabajo de campo y yo era como un doctrino a su cargo.

? ¿Ves aquellos árboles cuya altura decrece hacia el cerro…?

Entre visita y visita, insistió Meneses en enseñarme los lugares de interés de la interminable ciudad, desde la Casa Rosada a la hermosa costanera de aquel turbio río que era como un argentado mar de azogue oxidado. Durante semanas habíamos tenido muchas oportunidades de intercambiar retazos de nuestras respectivas biografías, la suya a punto de rematar en la jubilación y la mía en pleno ecuador. Traigo aquí, traicionada por mi infiel memoria y mis torpes palabras, la hermosa historia de cómo Roberto comenzó la difícil aventura de descifrar las entrañas de ese mítico espacio que llaman la Patagonia. Más que un espacio físico, la Patagonia sería como un ente de ficción que sólo existiera en la imaginación enajenada de quienes la buscaron o de quienes creen vivir en ella. Ya hizo desvariar al adelantado Arias Pardo Maldonado, quien, enviado a conquistarla bajo el nombre de reino de Tralalanda, volvió describiendo a sus habitantes como seres altos y monstruosos, de pies enormes, cuyas orejas les servían de mantas. Y, más tarde, Darwin tampoco estuvo muy acertado al incluir a algunos de sus habitantes entre «las criaturas atrofiadas, míseras y desgraciadas» de la humanidad.

«Puedo decir que mi destino ha sido fruto del azar y de las salicornias», dijo Roberto al principio de nuestro viaje al interior. «Cuando hace casi medio siglo iba yo a lomos de una mula torda, camino de la Estancia Anita, para nada podía yo imaginar, en mi inconsciencia, que estaba tomando el rumbo austral que la vida me había asignado, ni saber que aquel viaje no tendría fin. Después de una semana durmiendo en el hotel Príamo de Puerto Madryn, en un inmundo cuartucho con seis jergones por todo mobiliario, harto de esperar a un camión que me acercara a donde vagamente creía que podría caer la Colonia 16 de octubre, al sur de Esquel, había decidido sumarme a un transporte de ganado desde Puerto Madryn a La Anita, siguiendo una ruta que se desviaba de la ideal, pero que no dejaba de acercarme a mi pretendido destino». Así me había contado Meneses y había dejado escrito en su día en las ocasionales digresiones que solía intercalar en sus libros de campo, a las que tuve acceso después de su muerte.

«Había grabado en mi mente la precisa anatomía de aquella muestra de herbario y no dejaba de otear el paisaje con la esperanza de descubrir en campo abierto a alguna de sus congéneres. No tenía por qué pensar que la planta en cuestión sólo pudiera crecer en la elusiva Colonia 16 de octubre, el lugar donde había sido recolectada en 1893, según la anotación que el recolector anónimo escribió en su día sobre el papel de estraza que la cobijaba. La planta en vida libre era el objetivo de mi viaje, y éste se acortaría en leguas y semanas si la encontraba en las primeras jornadas. Podestá no había puesto límite temporal a mi indagación y, conociéndolo, estaba seguro de que no aceptaría que volviera con las manos vacías. Había tenido la gran suerte de que aceptara tutelarme. Podestá era una de las grandes figuras de la Ecología moderna y era asimismo un reputado botánico que había inscrito su nombre junto a un buen número de especies vegetales que eran desconocidas hasta que él las describió. Al poco tiempo de haberme integrado en su grupo, le expresé al maestro que yo estaba más interesado en investigar las relaciones de los seres vivos entre sí y con su medio ambiente que en la mera descripción botánica. Con la críptica e intimidante sonrisa que solía emplear cuando se dirigía a mí, me dio a entender que eso no le parecía mal, pero que tenía que empezar por el principio, que una visión estática tenía que preceder siempre a una dinámica, y finalmente concretó la idea de que empezara estudiando las quenopodiáceas patagónicas, poniéndome delante de mi vista una muestra de herbario.

? Usted tendría que ir a la Patagonia a buscar esta planta, podría tratarse de un nuevo pariente de las salicornias, pero la muestra viene sin frutos ni flores y así no hay forma de clasificarla… Lleva treinta años en el herbario ?me dijo sin mirarme. Y agregó:

? El doctor Emilio Barón Méndez podría facilitarle el viaje. Los Barón Méndez tienen muchas estancias y relaciones en la Patagonia.

El problema era que el lugar aludido, la Colonia 16 de octubre, no aparecía en ninguno de los escasos mapas que entonces disponíamos de la región. La fecha que daba nombre al lugar aludía al parecer a la de fundación de la Gobernación y no designaba una localidad propiamente dicha, según pude averiguar después de muchas vueltas y revueltas, sino que nombraba a un valle, situado probablemente al sur de Esquel, que había sido visitado y bautizado en 1885 por el coronel Fontana cuando exploró esos parajes al frente de unas decenas de galeses que acabaron instalándose no muy lejos de allí, procedentes del valle inferior del rio Chubut».

Hacia ese vago destino pensaba dirigirse Meneses, después de hacer escala en La Anita, según sus notas. En La Anita, una de las numerosas estancias de la Compañía Mercantil Importadora y Exportadora de la Patagonia, recalaría Meneses muchas veces en el curso de sus indagaciones y en ella realizaría varios de los grandes experimentos que le darían fama y desmentirían algunas teorías de una especialidad, la Ecología, en la que el post mortem suele sustituir al experimento predictivo a la hora de confirmar hipótesis. Mi amigo acabaría recorriendo todos los caminos que figuran en los mapas del Instituto Geográfico Militar y muchos otros que hasta el día de hoy no aparecen en mapa alguno.

Nuestro vehículo avanza trabajosamente por un paisaje desolado de eriales de colapiche y desiertos de halófilas mientras él sigue contándome aquel viaje iniciático.

? Delante iban las mulas, a una distancia, los bueyes y, a la cola, las carretas cargadas con el avituallamiento anual de la estancia. Aunque ya disponían de un camión propio, siguieron usando todavía las carretas para este fin, aunque por poco tiempo más. Las carretas eran de cuatro ruedas, las traseras eran de un gran diámetro, mayor que la estatura de un hombre, y las delanteras eran de mucho menor diámetro. Este sistema de ruedas permitía sortear algunos obstáculos del camino para los que no bastaba la fuerza de los bueyes y se requería la ayuda del peonaje. Algunos caminos empezaban a ser de ripio y se los conocía como las picadas.

Entramos en una estepa que se pierde en el horizonte, cubierta por arbustos oscuros y dispersos, entre los que se intercalan radiantes unos cojines florecidos de Verbena. Más que plano, el paisaje parece allanado por una fuerza telúrica.

? La cordillera era un inmenso glaciar que fluyó hacia el océano al principio de la templanza que acabó con la glaciación. El hielo en movimiento «planchó» el terreno como en ningún otro sitio del planeta ? dijo Meneses, interrumpiendo una sorprendentemente afinada versión de «Celeste Aida». Tenía una voz plena que no concordaba con su escasa envergadura y sus facciones afiladas.

? ¿Usted pesca de ópera? ?me preguntó.

En aquella planicie, ligeramente inclinada hacia el este, el río titubeaba en su busca de una salida al mar. Los amplios meandros acercaban la corriente del río a nuestro camino o la alejaban de forma azarosa.

«En los días que tardamos en llegar a La Anita, yo solía separarme de la cabeza de la caravana para herborizar. Entre las estepas de coirón blanco o coirón amargo, a veces interrumpidas por espacios donde florecía la Calceolaria o la Alstromeria, encontraba algunas especies conocidas que yo no había visto previamente, pero de la supuesta salicornia no encontré ni rastro».

Contaba Meneses que los viajeros patagónicos siempre son acogidos en las estancias, pero sólo si te acompaña la suerte te alojas en la casa del administrador. En sus notas describe cómo le sonrió la suerte en la Anita, gracias tal vez a su carta de recomendación de Barón Méndez.

«A la puerta de la casa me esperaban un señor de porte más bien bajo y una señora más alta y corpulenta que él. Supuse que eran el administrador Ross y su señora. En la Patagonia, pronto lo aprendí, las distancias son largas, pero las noticias viajan velozmente. El aislamiento en que vive la gente en las estancias, en los boliches, en los puestos, y aun en los pueblos, hace apetecible cualquier noticia, por trivial que parezca. Quienes se mueven de un lugar a otro, ya sean camioneros, mercachifles, viajantes o viajeros, disfrutan esparciendo las novedades que han visto u oído en el trayecto, porque están seguros de ser escuchados con avidez. Los Ross ya habían sabido que yo estaba en camino. La primera impresión que les debió causar a los Ross ese joven estudioso de las plantas de la Patagonia fue, seguramente, harto desfavorable. Pero los hechos pronto demostraron que esa impresión podía empeorar, recuerda Meneses.

Me condujeron enseguida a uno de los cuartos destinados a los huéspedes. La cena estaría lista en poco rato más ?me dijo la señora Ross?, pero seguramente yo querría tomar un baño antes. Nada podía, en ese momento, parecerme más deseable que un buen baño. Cuando estuve listo, con la mejorcita que pude seleccionar entre mis pocas camisas, me dirigí a la habitación en que los Ross me habían recibido, comedor y sala de estar al mismo tiempo. Las paredes estaban revestidas de madera lustrada, decoradas con profusión de grabados, cuadros con las clásicas escenas de la cacería del zorro y platos de cobre. Era un ambiente extremadamente acogedor, pero en realidad ninguna de estas impresiones proceden del momento en que entré al salón, ya que, en aquel instante, algo especial acaparó toda mi atención. Sólo reparé en las figuras del señor y la señora Ross impecablemente ataviados para la cena. La señora tenía un vestido largo, de tela y colores muy llamativos. Cuando se levantó del sillón en que estaba leyendo para ofrecerme un aperitivo, pude ver sus zapatos plateados y brillantes… me pareció recordar algo que mis hermanas llamaban zapatos de lamé. El señor Ross llevaba un traje azul y corbata. Yo no disponía de saco ni de corbata en mi magro equipaje…

La señora Ross retomó el libro que estaba leyendo y me preguntó si hablaba inglés. Ante mi respuesta afirmativa dijo: ? Seguramente le gustará esta balada de un poeta australiano, y comenzó a leer con su voz un tanto áspera. Era uno de esos momentos en que uno precisa pellizcarse para comprobar que no es un sueño. “Yo me encontraba en una estancia en medio de la Patagonia escuchando la lectura de una balada australiana, mientras bebía a pequeños sorbos un brebaje dulzón, desconocido para mí, y observaba el rítmico balanceo del pie derecho de la dama lectora, calzado en lamé”».

Me contó Meneses que sus notables meteduras de pata en casa de los Ross fueron más de una, pero que por alguna razón debió de caerles bien, ya que anudaron una amistad de por vida. En La Anita había unas cincuenta mil ovejas que disponían de casi medio millón de hectáreas donde pastar. Mientras esperaba un camión propicio, Meneses se dedicó a recorrerla para herborizar, unas veces a caballo y otras a pie. Uno de esos días fue cuando tuvo su gran idea, la de las clausuras. Éstas consistirían en crear espacios vedados al ganado para poder estudiar cómo evolucionaban en comparación con los sometidos a pastoreo. Sólo en un sitio de aquellas dimensiones podrían plantearse ese tipo de experimentos a gran escala. Pero para eso necesitaba de la aprobación del señor Ross, que tardaría tiempo en concederla. Cuando por fin lo hizo unos años más tarde, fue más por amistad que por convencimiento de su utilidad, ya que nunca creyó que eso de enredar con la vegetación fuera un empeño serio. De hecho, tras acordar los detalles sobre los terrenos que habrían de ser clausurados y los materiales necesarios, que serían de cuenta del estanciero, todavía Ross le preguntó a Meneses:

? Robertito, ¿ya sabés lo que querés hacer cuando seas mayor?

La teoría es un elusivo pájaro que debe ser cazado en las redes de la realidad. Clemens, a principios del pasado siglo, había desarrollado la teoría de «la sucesión», según la cual las especies se suceden unas a otras en función de sus propias características y de las del medio ambiente hasta alcanzar un equilibrio estable, denominado clímax. Cuando se dan interferencias ajenas, tales como la depredación por animales domésticos, se produce un retroceso que sigue a la inversa las mismas etapas que se siguieron hasta el clímax, y, cuando desaparece la perturbación, se restablece el proceso de sucesión.

Al poder clausurar unas extensiones significativas de terreno al acceso de las ovejas podrían abordarse cuestiones importantes, tales como la de si las ovejas sobreexplotaban los recursos o, sobre todo, la de si Clemens estaba en lo cierto respecto a la regeneración del territorio depredado. Con el tiempo, Meneses pudo demostrar, a pesar de la opinión en contra de los estancieros, que las ovejas sí deterioraban significativamente su medio y, en contra de la famosa teoría de Clemens, que lo degradado no se regeneraba ni se experimentaba sucesión alguna. Los estancieros no podían creer que sus ovejas, cada una de las cuales tenía tantas hectáreas a su disposición, pudieran causar daño alguno, y al principio los ecólogos acogieron con gran escepticismo que las teorías de su santificado Clemens no se cumplieran en la Patagonia. Pero nos hemos adelantado a la historia. El caso es que los sueños de Meneses fueron eventualmente interrumpidos por la llegada de un camión que, tras soltar y tomar carga, tenía como destino una estancia al sur de Esquel. Lo cuenta en sus notas.

«Salimos al día siguiente bien temprano. Me acomodé con mi valija sobre los bultos multiformes, junto con dos peones que iban a trabajar a Los Tamariscos. Era un día claro y magnífico, como pueden serlo algunos días de verano en la Patagonia… Viajar a “lomo de camión”, sin toldo ni otro tipo de cubierta, resultaba una forma ideal para quien debe otear la vegetación. Desde allí arriba podía percibir sus cambios, desplegándose alrededor del camión que bufaba en las cuestas y también en las bajadas, cuando el camionero colocaba la segunda…

Explicarles la razón de mi viaje, que tampoco el gerente, seguramente, encontraría comprensible y sensata, hubiera sido harto complicado. No había habido, pues, forma aceptable de evitarles la sorpresa cuando, antes de llegar a Tecka, en el momento en que descubrí una mata con ramas grisáceas y zigzagueantes como las del ejemplar del herbario de Podestá, comencé a dar gritos desesperados pidiendo que pararan. Los dos peones me miraban azorados, pero los de la cabina, aislados de mis voces por el ruido del motor, no las oían. Impotente para detener aquel cacharro y sintiéndome al borde de la cólera comencé a dar golpes con los puños en el techo de la cabina. Aquello surtió efecto. El camión se detuvo y sin dar explicación salté de él y corrí con mi carpeta hasta la mata más cercana. El chófer del camión me insultaba con lo mejor que encontró en su repertorio, pero yo no estaba para reparar en comentarios sobre la vida de mis allegados… De modo que seguí imperturbable recolectando más y más ejemplares del pequeño arbusto…

? ¿Y para juntar esa porquería me hizo parar con todo ese barullo?

[…] Fue serenándose, y de algún modo aceptó la idea de mi interés por las plantas. Tenía muchos años de Patagonia, de modo que sabía cosas de esa tierra. Me explicó que la planta que yo estaba recolectando era venenosa. Los caballos traídos de otras partes, si comían esa planta, se volvían locos. El dato era exacto. La planta en cuestión, que resultó ser una especie ya descrita de la familia de las Euforbiáceas, produce látex, un líquido blanco y gomoso que contiene compuestos tóxicos para el hombre y los animales».

Durante las semanas de su viaje patagónico, Meneses había llegado a imaginar su nombre inscrito en los anales botánicos, pero, con su frustrante hallazgo, esta posibilidad se había desvanecido. Quedó entristecido y preocupado por cómo iba a recibir Podestá la noticia. Durante el largo camino de vuelta no paró de rumiar el significado de su derrota. Para cuando Podestá celebró el resultado entre carcajadas, diciendo aquello de «un fracaso era la mejor manera de empezar una carrera científica», ya se había convencido de que había encontrado para explorar nada menos que un territorio pleno de misterios, lo bastante extenso como para llenar varias vidas. Años después, ya reconocido por sus resultados de las clausuras, mientras otros reparaban una avería del coche en medio de la nada, el azar le deparó el hallazgo de una nueva familia botánica, las Halopfitáceas, y de un nuevo género, Benthamiela, próximo al tabaco y la patata.

En su caso, lo dinámico había precedido a la visión estática.

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