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El antiguo alcalde

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Acabo de llegar a Dalian para un curso. Dalian, en la provincia de Liaoning, es una ciudad costera de tamaño medio para China; sólo unos seis millones y medio de habitantes, un poco más grande que Madrid. Tiene el mejor puerto de la China septentrional, por el que sale buena parte del tráfico generado en Manchuria y entran mercancías de Japón, Corea y Rusia. Ha sido el puerto lo que ha hecho su fortuna, porque a principios del siglo XX Dalian era un villorrio de pescadores. En 1984 fue designada Zona Económica Especial y, desde entonces, ha tenido un crecimiento meteórico.

En al aeropuerto me esperan dos jóvenes colegas que, antes de depositarme en mi apartamento, me llevan a comer. Tan pronto como empiezan a llegar los platos que compartimos, uno de ellos me espeta: «¿Qué piensas de nuestro antiguo alcalde?». Dudo un momento, porque me faltan referencias temporales, aunque finalmente caigo en la cuenta. Durante los años noventa, el regidor municipal fue Bo Xilai, recientemente caído en desgracia. En el momento de esta conversación aún no se sabía que iba a ser expulsado del Partido Comunista y relajado al brazo secular, pero sí acababa de conocerse la sentencia de muerte (suspendida) para su segunda mujer. Gu Kailai asesinó a Neil Heywood, un conseguidor británico con el que estuvo asociada en varios negocios. Miento, pues, a Bo Xilai, pero mi colega se empecina en no emplear su nombre propio durante toda la conversación. «¿Puedes explicarme cómo nuestro antiguo alcalde podía enviar a su hijo a estudiar en Harrow, en Oxford, en Harvard, con un mísero sueldo de funcionario? ¿O que el niño tuviese un Ferrari? Y no me vengas con la pepla de que su mujer era una abogada fenomenal. Todos estos líderes son gente de mucha suerte. Todos tienen mujeres listísimas y que ganan un pastón. Ahí tienes al primer ministro» (tampoco se atrevía a llamar por su nombre a Wen Jiabao). «¿Acaso no controla su consorte buena parte del negocio de diamantes?».

Días después, otro colega de más edad requiere mi opinión sobre los gastos militares del Gobierno chino. Me cubro con generalidades hasta saber por dónde respira, pero no tengo que esperar mucho. Es él quien larga. «Esta algarabía con los japoneses y las manifestaciones patrióticas por las islas Diaoyu (los japoneses las llaman Senkaku), que pueden incluso ser la antesala de una guerra, sólo tratan de desviar nuestra atención de los problemas internos del Partido«. En mis ocho años de profesor visitante en China, jamás había oído a mis colegas hablar así. Los tres a los que me he referido son miembros del Partido Comunista, un requisito imprescindible para una carrera académica sin sobresaltos.  

En los años treinta, Trotski y sus seguidores hablaban de la degeneración burocrática de la Unión Soviética en los tiempos de Stalin. Más tarde, en los setenta, Leszek Ko?akowski recordaba que eso no era sino otro expediente para lavarle la cara al totalitarismo comunista. La burocracia no era el cáncer de un organismo aún sano que podía recurrir a la quimioterapia. En la realidad, la llamada vanguardia de la clase obrera, el Partido Comunista, y los apparatchiki en la Administración y en los organismos de planificación, se habían convertido en una nueva clase. Una clase que se apoderaba del excedente, eso que los marxistas llaman la plusvalía, igual que los capitalistas a los que había sustituido. Había tan solo una diferencia, pequeña pero incómoda: la de los capitalistas de Estado era una apropiación colectiva y no individual. Sus miembros sólo podían disfrutar de sus privilegios a través de su pertenencia al Partido y de una total sumisión a la errática línea política del momento.  Esa legitimidad por persona interpuesta es muy endeble.

También en los años setenta, Hillel Ticktin, un trotskista irredento, apuntaba en la revista Critique que la de la burocracia soviética era una posición insostenible. Hasta los relojes parados dan la hora correcta dos veces al día, y en este caso Ticktin tenía razón. Un capitalista que depende de las decisiones del Politburó y que no puede transmitir fácilmente sus privilegios a sus hijos es un capitalista de medio pelo. Que se lo cuenten al antiguo alcalde de Dalian y a su dispuestísima señora. Por eso, en Rusia, lo primero que hicieron los capitalistas de Estado después de 1991 fue repartirse, en desigual pedrea, las joyas de la abuela y quedarse en capitalistas a secas. Los comunistas chinos aún no han llegado a ese estadio. Siguen en la fase de la apropiación grupal. Es imposible predecir cuándo y cómo sucederá el tránsito a la siguiente, pero, como dicen los texanos, apuesto el rancho a que las cosas irán por ese camino. Tal vez lo vea en el tiempo que me queda de vida.

Vuelta a Dalian. Tres semanas después de la primera conversación arriba referida, mis colegas me dan una cena de despedida en la que no faltan las bolas de masa rellenas (dumplings) que, como las monedas en la Fontana de Trevi, auguran un venturoso reencuentro. Como en casi todos los banquetes chinos, los platos son deliciosos y excesivos. Que el huésped vea que no nos falta de . Y, a medida que corren los brindis (gambei) con la aborrecible cerveza china (caliente, con 3,5% o menos de alcohol) y, sobre todo, con alguno de los brutales aguardientes (que, éstos sí, superan a menudo el 60%), sube el diapasón de la charla. Como sólo sé el mandarín suficiente para guiar al taxista de vuelta a casa, me quedo in albis de su contenido. Otra colega que conoce mis carencias lingüísticas me confía: «Estamos hablando de política». Tal vez lo hacían igual en las muchas despedidas anteriores, pero en ninguna de ellas me lo habían hecho saber.

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