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El amor virtual, o la extraña historia de Mati T’eo y Lennay Kekua

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 El chico, de solida cuadratura corporal, rostro inevitablemente aniñado –apenas ha cumplido los veinte años– y rasgos orientales –es de Hawái y procede de Samoa– es una de las figuras del equipo de fútbol americano de la Universidad Católica de Notre Dame, en la localidad de South Bend, en el Estado de Indiana. La universidad, de acreditada calidad académica, es también muy renombrada por los éxitos deportivos de su equipo en la liga escolar. Precisamente los que han hecho de Mati T’eo –que así se llama nuestro personaje– una figura reverenciada entre la comunidad escolar. Ahora, además, ha alcanzado una indudable relevancia nacional. Hecha esta, eso sí, más de estupor que de alabanza.

Resulta que Mati T’eo tenía una novia. El jugador no se recataba en cantar sus alabanzas ni en expresar la profundidad del cariño que por ella sentía. Durante cinco años, según los últimos cómputos, la relación había tenido una evolución feliz, que prometía lazos permanentes para el futuro. Pere hete aquí que la novia en cuestión, de nombre Lennay Kekua y de origen presumiblemente también en el Pacifico Sur, tuvo un grave accidente de automóvil en otoño del año pasado con motivo del cual los médicos le descubrieron una leucemia en avanzado estado de evolución. Tan es así que la chica murió un día del mes de diciembre. Para mayor desgraciada coincidencia, el mismo día que moría en Hawái la abuela de Mati. Y no fue poca la sorpresa que embargó a los admiradores y seguidores de Mati cuando él mismo confirmó llorosamente el óbito para anunciar a continuación que no había estado presente en el fallecimiento ni en el entierro. La sorpresa se torno en infinita agitación cuando Mati, poco días después del desgraciado acontecimiento, hizo pública una llamada de teléfono en la que una voz similar a la de su difunta novia le comunicaba que todo había sido un montaje, que en realidad Lennay no había muerto porque nunca había existido.

Y es que Mati había mantenido durante cinco años, que se dice pronto, una intima relación por teléfono y ordenador con una persona, a la que llamaba novia, con la que nunca tuvo contacto visual o físico. Hasta el extremo que, según parece, las veces que intentó utilizar Skype, la supuesta novia sistemáticamente alegó problemas de conexión para impedir la utilización del sistema. Entre el asombro y la incredulidad, la historia-que-nunca-fue de Mati y Lennay está ocupando la atención mediática estadounidense, disputando un puesto de privilegio entre las comparecencias parlamentarias de Hillary Clinton o John Kerry y las últimas y graves noticias procedentes de Siria. En el fondo, se trata de una no-noticia, o de la noticia que nunca hubiera debido llegar a serlo, sino fuera porque su misma extravagancia ha conseguido generar la curiosidad morbosa de unos y de otros. ¿O es que de repente las entretelas populares del país se han sentido convocadas por la misma improbabilidad del caso?

Las preguntas se suceden en cascada y no tienen fácil contestación. Mati se ha sometido a la inquisición de la prensa televisiva y escrita con tanto aplomo y sonrisa como insuficiencia explicativa. ¿Cómo es posible mantener una relación íntima exclusivamente a través de comunicaciones mecánicas? ¿Qué tipo de persona es la que se somete a esa experiencia durante un quinquenio? ¿Qué justificación existe para que, en el momento de la muerte, el sobreviviente de la pareja alegue problemas de transporte, fácilmente resolubles de otro lado, para no estar presente ni en ese ni en momentos ulteriores, tan graves y trascendentales para cualquier relación afectiva? ¿Cómo es posible que durante tan largo período de tiempo no sospechara Mati que algo raro existía en esa relación virtual?

Y luego, ya descubierto el pastel, ¿quién y cómo ha sido capaz de montar una tan pesada y larga broma?¿Y con qué finalidad? No parece que haya mediado presión o chantaje por medio, ni siquiera intento de obtener contraprestación alguna en el endiablado enredo. ¿O es que, a lo mejor –se preguntan algunos– no ha sido el mismo Mati el que montó el espectáculo para redondear la aureola mítica de sus capacidades deportivas? E incluso, piensan los malévolos, ¿no será que el montaje respondía a la necesidad de Mati, que en esta versión resultaría un homosexual oculto, de crearse una relación femenina que sirviera de barrera a las múltiples ofertas que del sexo opuesto recibe sistemáticamente alguien en su posición y fama? En definitiva, ¿es Mati un memo o un genio?

Mientras vamos sabiéndolo, y al final lo sabremos todo, queda fundamentalmente registrar la extrañeza que produce la parte central de la historia –una relación de cinco años en la que los protagonistas no llegan a verse, menos a tocarse, por no hablar de otras intimidades– y la relativa indiferencia con que ese segmento ha sido digerido por los comentarios públicos y privados de la sociedad estadounidense. Como si lo consideraran normal. Y claro es que no cabe extraer conclusiones apresuradas ni generales del enredo, pero sí constatar la dualidad de comportamientos afectivos en el mundo estadounidense. Por una parte, la banalización del sexo es diaria y patente, con unos resultados calamitosos para la estabilidad personal y psicológica de una población en la que más del cuarenta por ciento de los nacimientos se producen fuera de relaciones estables (con matrimonio o sin él). Esas cifras alcanzan niveles pavorosos entre la población afroamericana, donde muchas madres son siempre solteras y donde los hijos nunca llegan a conocer a su padre: el setenta y dos por ciento en ese segmento poblacional.

Pero mientras unos, como Mati, se relacionan exclusivamente por teléfono o Internet, y otros lo hacen de manera promiscua y sin otras aspiraciones que no sean las puramente fisiológicas, proliferan las ofertas de los contactos con fines matrimoniales o al menos estables, señal inequívoca de que a un importante sector de la población le faltan agallas, u oportunidades, o imaginación para buscar pareja por los medios que muchos considerarían tradicionales a tales efectos: la escuela, la universidad, el trabajo, o incluso el bar, de tanta y tan acreditada tradición en las prácticas estadounidenses del apareo. (Bien conocida y consagrada es la fórmula de aproximación de banqueta a banqueta delante de un Dry Martini: «Come here often?», que traducido a román paladino, para los que todavía no dominan la lengua de los «guiris», parece una infantil introducción: «¿Vienes a menudo por aquí?». El resto queda confiado a la habilidad de los conversadores). Lo curioso es que los contactos –por cierto: nada que ver con las obscenas invitaciones que aparecen en los diarios españoles en la sección de anuncios por palabras– se dirigen a grupos específicos, seguramente porque en las afinidades existen mejores posibilidades de entendimiento y felicidad. Así se convocan a los cristianos, o a los judíos, o a los afroamericanos a que utilicen el servicio para conocerse y, quién sabe, construir una vida en común. Los patrocinadores cantan las excelencias del sistema. Los usuarios recurren a él con una pizca de desesperación y las mujeres, sobre todo ellas, se quejan del poco interés que encuentran en los candidatos masculinos. Unos y otras, según parece, utilizan con cierta frecuencia la simulación, cuando no abiertamente el engaño: fotos que ya no cumplen los diez años, descripciones que distan mucho de casar con la realidad, fantasías caracterológicas que sólo se dan en las películas rosas de Hollywood. No hay redondo «happy end» en estas historias que a la postre, como en la del pobre Mati, tienen mucho de construcción artificiosa. Como si en el fondo de las cosas subsistiera un cierto miedo para abordar directamente y sin tapujos al otro (o a la otra).

Y es que las técnicas habituales del galanteo parecen haber caído en desuso, a medias por lo que parece generalizado temor que hoy invade al sexo que teníamos por fuerte para enfrentarse a la promesa y a la incógnita de una persona del sexo que ya no es tan débil, y a medias por la masiva invasión de los medios electrónicos de comunicación en la vida de la juventud, que vive una realidad más grupal o tribal que individual. Así, aquello tan arriesgado, pero al mismo tiempo directo y prometedor, del «¿Quedamos el sábado para cenar?», ha sido sustituido hoy en día por un mensaje sincopado que, en clave y con la urgencia del ahora mismo, dice «¿Te apetece tomar unas cervezas con amigos? Estamos en el bar de la esquina». Así, claro, no hay quien ligue.

Quizás por eso Mati T’eo decidió inventarse su propia realidad virtual o, al menos, creerse la que otros le habían proporcionado. Carece de sustancia, es cierto, pero tiene la calidad de lo irreal. Como en los cuentos de hadas. Y cuando el carrete no da para más y conviene que alguien haga mutis por el fondo del escenario, se le adjudica una leucemia y ya está. Y además, como el mismo Mati explicó antes de que el montaje se viniera abajo, Lennay en el lecho de muerte le había pedido que no pensara en ella sino en el equipo y en el próximo partido. Todo muy sentido, muy limpio, muy desinfectado, muy bonito. ¿Una mentira? Qué importa. Como decía aquel tiburón periodístico, «Nunca dejes que la realidad estropee una buena historia». Por cierto, el partido, que era la final contra el equipo de la Universidad de Alabama, lo perdió Notre Dame. Mati no estuvo especialmente acertado. Qué le vamos a hacer.

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